Reflexionó, ahora estaba seguro de su persona, pues no en vano se había preparado a conciencia para superar la prueba, llevaba meses de intenso estudio y consulta desesperada en toda suerte de bibliotecas, archivos y librerías sobre temáticas variadas, pues se contaba que, dado lo estricto que era el director del recinto, un extraño personaje de nobles y correctos modales que nunca había sido visto sonriendo en público, no sería una, sino varias las complejas trabas que -tal vez- debería sortear (tendría que aprobar cada candidato, muy pocos candidatos…en eso sí que eran muy estrictos) para que, finalmente, le permitieran acercarse a ella, poder admirarla in situ, a un metro y medio de distancia, como mínimo, respecto de su persona, pues esa era la longitud que habían establecido -previamente- los responsables del lugar, para que una vez se entrase al edificio, vetusto, majestuoso, algo decadente y vetado para casi todo el mundo, pudiera aproximarse.
Pensativo y tembloroso, sacó del bolsillo el arrugado escrito de recomendación, que un antiguo conocido de la familia le había redactado, confiando en que lo utilizaría solo como último recurso, en caso de que el acceso le fuera negado, puesto que no conocía a los responsables que custodiaban el enclave, cuyos pasillos estaban siempre muy vigilados por un agente de la autoridad, de grueso bigote y mirada socarrona, dispuesto a hacer que se cumplieran las estrictas normas impuestas, a toda costa.
El día establecido para el examen, cuya fecha y hora le había sido comunicada a través de un escueto telegrama que le entregó un jovenzuelo de gesto esquivo, se presentó ornado con sus mejores galas, todo perfumado con agua de jazmín y con una coqueta flor (arrancada con cuidado del pequeño jardín trasero a su vivienda), luciendo esplendorosa y delicadamente inserta en el ojal en su chaqueta. Era la misma prenda, idéntico ropaje que usaba solamente para los días de fiesta, única licencia de frivolidad que se había permitido en medio de aquel ambiente serio y ceremonioso, y que le provocaba intenso pavor, un miedo atroz.
Ya muy cerca y, confiado, avanzó hacia la entrada. Esta vez no podía fracasar, no podía, pero así estaban las cosas de estrictas en el inmueble, cuyo grueso portalón, labrado en bellísima madera de cedro, aporreó con determinación, temor e ilusión al tiempo…
Tal vez cumpliría un sueño…
A partir del siglo XVI, en Europa, las cámaras de tesoros, studiolos y los gabinetes o armarios de maravillas fueron lugares enigmáticos donde se custodiaba, para deleite de unos pocos privilegiados, una amplísima variedad de objetos que incluía desde animales y plantas, hasta bezoares o grabados. Esos espacios se desarrollaron, en especial, con los viajes de exploración, en un afán de aglutinar todos aquellos elementos (naturalia, artificialia, mirabilia…) de procedencia diversa, fundamentalmente, dádivas que se traían en las travesías de retorno desde las nuevas tierras y que ofrecían los navegantes a príncipes y monarcas, patrocinadores por lo general de estas aventuras. Dichos viajes abrieron al conocimiento de la Vieja Europa, nuevos elementos de fauna, flora o gea desconocidas, que cautivaron por sus formas y, sobre todo, por su utilidad.
Con el tiempo, el coleccionismo creció con tal magnitud (empezaron a hacerlo comerciantes, boticarios…) que, algunos de los dueños de esas ingentes colecciones que se iban creando, se vieron en la necesidad de contratar personal que, no solo cuidase, también catalogase las mismas. Surge así la figura del responsable de la colección o conservador, puesto muy vinculado al staff de los museos en la actualidad. El coleccionismo desemboca, con el tiempo, en la creación de gabinetes y museos a finales del XVIII, actividad que brota del Renacimiento al calor de la sociedad de corte y mecenazgo (Pimentel, 2003). Según este autor, fueron las élites urbanas, el patriciado y los príncipes quienes primero practicaron el coleccionismo, por ejemplo, de productos naturales.
Pero también se produce la segregación notoria entre naturalia y artificialia, las diferentes colecciones se especializan (se separan), poniendo fin al anhelo renacentista de reunir en un único espacio la naturaleza y el arte. Algunas importantes colecciones particulares, en el siglo XVIII, son la de E. Ashmole que originará el Museo de Zoología de Oxford. También la del curioso y excéntrico Sir Hans Sloane cuya colección, que ocupaba casi once salones de su casa londinense (para nervios y enfados de su esposa), y fue germen del Museo Británico. Además, en el siglo XVIII, principios del XIX, los periplos de franceses e ingleses, algunos de los cuales hicieron escala en Tenerife, traen a Europa infinidad de piezas variadas, desde corales, adornos de indígenas, animales o vegetales, nunca vistos hasta entonces, destinadas a museos y colecciones. The British Museum (se crea en 1753) y Le Muséum National d’Histoire Naturelle (junio de 1793) (cuyo origen había que buscarlo en el Jardin du Roi y el Château colindante) abren sus puertas al público (aunque con trabas -y muchas- para acceder).
La idea de otorgar al pueblo el disfrute de bienes de naturalia y artificialia, que ya se hallan en dos grupos diferentes de museos (los de Historia Natural y Arte), se extiende por Europa aunque, puede decirse de manera general, no igual para todos. Desde finales del XVIII, los museos como instituciones culturales -abiertos al público, aunque con limitaciones- forman parte de la vida cotidiana de los ciudadanos.
Cuando Carlos III crea el Real Gabinete de Historia Natural (actual Museo de Ciencias Naturales de Madrid), las coronas europeas en el Siglo de las Luces habían asumido no solo su promoción, también custodia y popularización de este tipo de instituciones. El Museo de Zoología de Oxford, gabinetes italianos y centroeuropeos llevaban medio siglo promoviendo estudios. Funcionaba el British Museum, el Museo de Historia Natural del Jardin des Plantes, en París y el gabinete del zar Pedro (apasionado coleccionista) llevaba abierto cuatro décadas en San Petersburgo.
Según palabras del padre Flórez, agustino, estudioso de la naturaleza y preceptor de los hijos de Carlos III, ante la noticia de la apertura del Museo…” con la inauguración del Gabinete por fin se introduce el gusto y cesa la barbarie…” En su inauguración, un día lluvioso de noviembre, visitaron las diez salas doscientas personas (según reflejó el periódico Mercurio Histórico y Político publicado por entonces) y días más tarde, el 21 de noviembre, ya se agolpaban en sus puertas unas mil quinientas (Pimentel, 2003).
Hasta que se concibió el Museo como abierto al público, eran lugares donde era muy difícil entrar, acceder, incluso para aquellos que sentían admiración por determinadas piezas que se comentaba habían llegado de lejos, del otro extremo del mundo conocido. Resultaba muy complejo visitarlos, pasear por las estancias, pasillos y galerías repletas, a la manera de entonces, de exóticos ejemplares, aunque sin la metodología museística actual. Recordemos, por ejemplo, que cuando Richard Owen se convirtió en director, en 1856, de la Sección de Historia Natural del Museo Británico, que pasó a ser la fuerza impulsora de la creación del Museo de Historia Natural de Londres (inaugurado en 1880), seguían existiendo muchos problemas para hacer visitas.
Antes de Richard Owen, los museos se proyectaban para uso y deleite de la élite y hasta sus miembros tenían problemas para acceder. En los primeros tiempos del Museo Británico, por ejemplo, los optantes a visitantes (algo que estaba prohibido hasta entonces) debían primero hacer una solicitud por escrito y luego pasar una entrevista/examen/prueba, al objeto de saber si reunían las condiciones necesarias para poder acceder al Museo. Posteriormente, volvían a recoger la entrada (2ª vez) si habían superado la prueba (algo que no siempre ocurría) y, por fin, a la tercera vez, podían admirar lo expuesto, eso sí, dentro de un recorrido muy controlado. Se les hacía pasar en grupos muy reducidos y no se permitía que se demorasen mucho tiempo delante de alguna pieza de especial interés.
Pero todo ha cambiado, los museos se han adaptado modélicamente a las necesidades, exigencias y desafíos del mundo actual, de la globalización, lo inmediato de la noticia, las nuevas tecnologías… Asimismo, multicultural, concienciado por el medio ambiente, defensor del patrimonio, abiertos a todos/todas, sin barreras y regido por tolerancia y respeto.
Los museos de hoy en día aglutinan no solo las funciones tradicionales, vinculadas a las colecciones, también toda suerte de actividades de interés para niños, jóvenes y adultos, con diferentes niveles de curiosidad y grados de implicación. En la actualidad, la sociedad, los considera parte integrante de su vida cotidiana, los reconoce cercanos, forman parte de su modus vivendi y se acude a ellos con la familia y amigos durante el tiempo de ocio. Allí, no solo se ofrece información de interés al alcance de todos, sin restricciones como ocurría antaño, sino que se han transformado en recintos armoniosos y apacibles, a los que siempre se desea volver…
Esperamos que ustedes (todos, todas, sin trabas…) sean dichosos cuando visiten el MUNA, cuando vengan a disfrutar con nosotros del conocimiento y la creatividad…como intentó hacer un distinguido caballero al que le hablaron de una colección muy polémica, llegada de lejos, donde había un ejemplar que despertaba interés, una colección perteneciente a Darwin, con quien el director del Museo, Mr. Owen, dicen…no se llevaba muy bien.