Habían decidido -tozudamente- salir de excursión aquella desapacible mañana de finales del verano del año 1909, que no había sido especialmente caluroso, los dos solos, a caballo, a pesar de la anticipada y copiosa nevada que, desde hacía días, azotaba la región. El eminente caballero y su encantadora esposa llevaban un buen número de horas a trote constante por los alrededores del delicioso pueblecito, donde residían en los últimos tiempos. Se les veía felices, como era habitual, hablaban de sus hijos, se gastaban bromas, cantaban y sobre todo comentaban lo espectacular de la belleza del paisaje, sonriendo -a ratos- de manera cómplice. Pareciera que nada enturbiaba la placidez de la pareja en aquel entorno natural pleno de elevada arboleda, extrañas rocas e imponentes macizos montañosos. Así estaban cuando, de repente, mientras cabalgaban por un estrecho y peligroso sendero junto a un pronunciado precipicio, el caballo de la mujer relinchó asustado y resbaló estrepitosamente, lanzándola al suelo, debido a un inesperado desprendimiento de piedras que caían sin solución de continuidad desde lo alto de la ladera. Rápidamente y muy angustiado, el hombre desmontó y corrió presto a ayudarla, comprobando que solo estaba levemente lesionada. Pero al mirar el caballo, observó que el equino, en su vuelco, había girado una pesada losa de pizarra, caída desde arriba, que contenía algo muy extraño…Después de atender a su cónyuge y preparar el retorno apresurado, aún tuvo tiempo de ocultar (a pesar del enfado de su mujer) el enigmático hallazgo, regresando al pueblo a duras penas, aunque prometiéndose entre ellos no comentar lo sucedido. Cuentan que, al año siguiente (estuvieron doce meses sin decir nada respecto del asunto), una tarde, de manera sigilosa, dejó a su familia en el pueblo regresó solo al mismo lugar del suceso (no le fue fácil localizar la posición), escaló un poco la montaña colindante, unos veintidós metros de altura, y descubrió/contempló maravillado lo que se mostraba ante sus ojos…No podía creer lo que veía…
Charles Doolittle Walcott, nacido en 1850, en Utica, cerca de Nueva York (Estados Unidos), está considerado uno de los más eminentes paleontólogos de todos los tiempos, por estar vinculado a un descubrimiento que forma parte de los manuales de enseñanza de dicha especialidad. Ya de niño, tal era su pasión por dicha disciplina que, cuentan, logró reunir una colección de fósiles, tan interesante, que fue adquirida por el famoso Louis Agassiz como parte de los fondos de su museo de Harvard. Convertido en un destacado experto -toda una autoridad- en el campo de los trilobites (artrópodos fascinantes y misteriosos que dominaron los océanos durante unos 290 millones de años a lo largo de prácticamente todo el Paleozoico (Cámbrico-Pérmico) durante la que fue llamada explosión cámbrica), en 1879 le nombraron investigador de campo en el Servicio Geológico de Estados Unidos, implicándose con tanta dedicación que, con el transcurrir de los años, llegó a dirigir dicho Servicio. Asimismo, ejerció de secretario del Instituto Smithsoniano, cargo que conservó hasta el año 1927 en que falleció. Curiosamente, también fue fundador del Comité Nacional Asesor para la Aeronáutica (marzo de 1915), institución que -con el tiempo- se convertiría en la NASA. De hecho, a Doolittle Walcott se le conoce como el abuelo de la era espacial.
Según cuenta Bryson (2016), en el verano de 1909, mientras cabalgaba con su esposa por los alrededores del encantador pueblecito de Field (Columbia Británica) y a causa de un accidente que tuvo el caballo de su mujer, descubrió casualmente un espectacular afloramiento de pizarra, pletórico de fósiles, de la época del Cámbrico (de extraordinarias proporciones, su tamaño era comparable a una manzana de edificios), el llamado Burgess Shale, (losa o pizarra de Burgess), en alusión al lugar donde estaba ubicado. En realidad, se trataba de un yacimiento que hace 500 millones de años (etapa en que se formó) estaba situado, al pie de una montaña, en una cuenca oceánica. Cuando se desplomó la formación montañosa, todas las criaturas de las aguas que estaban debajo quedaron atrapadas, sepultadas y aplastadas en lodo, pero mantuvieron sus rasgos característicos en detalle.
Aunque, después de su descubrimiento, Burgess Shale no estuvo exento de polémica entre investigadores (se discutió tipología y posición sistemática e identificación de la amplísima variedad de animales hallados…entre otras muchas cuestiones),ha sido considerado como el prototipo de yacimiento paleontológico y, evidentemente, un hallazgo de gran importancia, al que se han unido (en época más actual) novedosos resultados de otros proyectos de investigación que han aportado conocimientos y defendido tesis sobre la diversificación de la vida (evolución de organismos en épocas pasadas). Recordemos que muchos científicos del siglo XIX y principios del XX, pensaban que la vida podía haberse originado en el Cámbrico, y concebían esas formas que se estaban encontrando -por entonces- sin la existencia de otras anteriores.
Charles Doolittle Walcott trabajó en Burgess Shale con miles de ejemplares desde el año 1910 hasta 1925 (unos 60.000 según las estimaciones que hizo, en su día, la National Geographic), que fue trasladando -poco a poco- a Washington para estudios futuros pormenorizados, en concreto como parte de las colecciones del Museo Americano de Historia Natural donde quedaron -por la amplitud del material- “olvidados”. Con el devenir de los años, esos lotes de colecciones históricas (numerosos contenedores con especímenes) empezaron a ser consultados y analizados (detalladamente) por grandes expertos, que los revisaron durante muchísimo tiempo y discutieron sobre su identificación y posición en el desarrollo de la vida en la Tierra. Hoy se sabe que Burgess Shale no presentaba la altísima diversidad considerada en un principio, mientras muchos de los animales del yacimiento eran totalmente desconocidos, otros fueron relacionados con filos vivientes en la actualidad. Yacimientos similares al de Burgess Shale fueron descubiertos, en lugares distintos y distantes, caso del año 1984, cuando el Profesor Hou Xian-Guang, halló en la provincia de Yunnan (China), la biota de Chengjiang, también de proporciones gigantescas. Y es que cada nueva investigación aporta interesantes novedades taxonómicas sobre fauna extraordinaria, antigua, extraña, misteriosa, aunque gracias a los científicos… ya no tan ignota.
¿Y los fósiles de Canarias?
El registro fósil de Canarias se remonta a unos 140 millones de años, cuando se desplazaron sedimentos desde el fondo hasta la superficie del océano Atlántico por la intensa actividad generada, y que se pueden observar en algunos lugares puntuales del oeste de la isla de Fuerteventura, donde se han hallado ammonites (fósiles parientes de los cefalópodos actuales). No obstante, dada la ed ad de las Islas, la mayoría de fósiles que aparecen en Canarias no superan los veinte millones de años (edad de las Islas más antiguas). De hecho, se centran en los últimos 15 millones de años, situándose los yacimientos del Archipiélago, principalmente, en playas levantadas, tubos volcánicos y dunas fosilizadas con contenido variado (desde conchas de moluscos terrestres, restos óseos de vertebrados y huella de actividad biológica).
El Museo de Ciencias Naturales de Tenerife (MUNA) dispone de una valiosa e interesante representación de fósiles (incluyendo colecciones históricas y otras de nueva creación producto de novedosos proyectos sobre cambio climático). Si visitan el Museo, en la sala de paleontología, pueden observar desde curiosos moldes de hojas de ancestrales bosques (por ejemplo, las halladas en Gran Canaria), huevos de tortugas terrestres y aves no voladoras procedentes de las islas orientales, huesos de lagartos y ratas (gigantes)… hasta conchas de moluscos terrestres que, según los estudios científicos del equipo del Museo, hablan de cambios en el nivel del mar y de distintas condiciones climáticas en épocas pasadas.
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