De “los trabajos de cada día” se ocupó de nuevo Carlos. Él siempre había disfrutado de todos los placeres que la vida le había proporcionado sin poner en duda su merecimiento. Una buena mesa estaba entre sus preferidos; de las mujeres a las que encandilaba, mejor no hablar, aunque sonreía intentado encontrar un número para el que no le alcanzaban sus manos. Pero también tenía su corazoncito, y si había que colaborar para que este paseo inesperado prosperase, ¡pues adelante!, estaba dispuesto.
— ¿Cómo se alimentaban nuestros antepasados? —empezó Carlos —pues aunando los recursos disponibles y los conocimientos acumulados, por eso la ganadería era una actividad muy importante, que practicaban con la compañía de sus perros. Las cabras proporcionaban todo tipo de recursos: de consumo directo eran la carne, la leche y derivados como la manteca; de los huesos se hacían punzones para coser o decorar la cerámica; las pieles se usaban para vestir, calzarse, amortajar, cubrir las cabañas…; los tendones eran los hilos de costura; los cuernos podían usarse como azadas, anzuelos o garrotes de pastor —regatones—con refuerzo de cuerno en la parte inferior. En fin, ¿les suena todo esto?
—Claro —respondieron todos al unísono, y La Argentinita apenas pudo contener unas lágrimas al verse ayudando a su madre en el curtido de las pieles, metiéndolas en el agua del mar, poniendo la sal y enrollándolas durante unos quince días antes de teñir y cortar. Ellos además de cabras tenían cerdos, el cerdo negro, y otros miembros de la familia, ovejas. Pero no siempre fue así, y a ella le tocaron los tiempos peores, pero, en fin, eso ya no se podía cambiar.
—De la leche y de la carne podemos hablar sobre todo en el sur, —intervino Isora más tarde de lo que todos esperaban—, porque en ese norte no salían de los vegetales; cuánto vegetariano tenía que haber en esos árboles genealógicos, y nunca mejor dicho lo de árboles —pensó. —También había ganadería, pero las condiciones climatológicas eran más propicias para la agricultura y tuvieron que adaptarse al medio para sobrevivir, ¡qué caramba! Todos lo hicimos, lo sé, pero me gusta marcar las diferencias, no puedo evitarlo.
—Pues sí, Isora, en el norte como dices, nos centramos en cultivar la tierra, lo facilitaba la humedad disponible en esa vertiente —respondió Carlos, un poco dolido—¿a ver, de dónde si no, salía el gofio que tú le ponías a la leche? De la cebada y el trigo bien tostados y molidos y hasta de las raíces de helecho. ¿Y las arvejas para los guisos?, ¿y las uvas pasas?, ¿y los higos que tanto te gustaban, la golosina de tus tardes de invierno? Todo salía de la tierra. Siempre fuimos muy laboriosos y resistentes ante las dificultades. ¿Que faltaba el agua?, no importaba, volvíamos a intentarlo, siempre adelante, con todos los brazos dispuestos para la siguiente tarea, hombres, mujeres, niños. Y además, mira lo que te digo, tan mal no nos alimentábamos a pesar de no consumir tantas proteínas como tú, porque la vida era más larga en las tierras del norte, ¡hasta los treinta y seis años en Tegueste!
Santos estuvo a punto de hablar para apostillar que, en el caso de los cuerpos mirlados, como ellos, la calidad de vida era mejor, al margen de su lugar de procedencia, pero calló para premiar el esfuerzo de Carlos frente a la arrogancia de la princesa del sur.
Ahora hasta El Nene habló:
—A mí me gustaba mucho coger lapas y burgados y ayudaba a mi padre a pescar viejas, sargos y bocinegros. Con la leche de cardón adormecía a los peces en los charcos para atraparlos mejor. ¿También era buena comida?, ¿no?
—Claro, Nene, y muy buena, por cierto —la calma ya era manifiesta en la respuesta de Carlos—. Estábamos bien alimentados, con lógicas variaciones, por supuesto, pero teníamos buena salud en general. Nosotros, que fuimos conservados con esmero, disfrutamos sin grandes sobresaltos del tiempo que nos correspondió, otros no pueden decir lo mismo. Así que, a seguir con el paseo, que nos sobran fuerzas para continuar.
—Espera, espera, cuéntanos algo sobre por qué estamos tan bien conservados —preguntó tímidamente Tinita a Santos, el mayor experto en este tema. Había llegado el momento de hablar de “el mundo funerario” .
—¿A que el proceso de conservación de Tenerife, era el mejor?, ¿verdad, Santos?
—Pues sí, Isora, esta vez tienes razón, bueno, también otras. La verdad es que nuestros antepasados perfeccionaron muy bien el procedimiento, si bien es verdad que el medioambiente de las cuevas favoreció la conservación de nuestros cuerpos sin que en muchas ocasiones interviniera ningún elemento más. El mirlado, así lo llamaron los que vinieron de lejos, en realidad era un secado exhaustivo y aunque a veces se nos compare con las momias egipcias, el único punto en común es el propósito de conservar el cuerpo de la forma más parecida posible a como fue en vida—Santos esperaba así despejar todas las dudas de una vez.
—O sea, ¿que nos estás diciendo que nos parecemos al pescado salado o a los higos pasados? ¡No me lo puedo creer! —bufó Isora, tras sofocar una risa mezcla de fastidio e incredulidad—, pero si hasta nos han comparado con las momias egipcias, el mayor ejemplo de belleza inmortal. —Isora no volvió a hablar, tenía que digerir poco a poco toda esa información— ¡habrase visto semejante degradación!; —corría el peligro de ahogarse en su propio malhumor y no estaba dispuesta a ello. Esta vez, y sin que sirviera de precedente, se mantendría callada.
Santos recuperó la palabra pues parecía que todo estaba en calma.
—El proceso que voy a explicar no siempre garantizaba la conservación del cuerpo, que requería un buen lugar, una buena cueva, con condiciones adecuadas de temperatura y humedad para alcanzar el éxito. Muchas veces eso era lo más importante. Dicho esto, procedo a la explicación. Lavaban nuestro cuerpo, es posible que varias veces y durante varios días, como primer paso del ritual —escuchaban todos en atento silencio—. Luego los cuerpos se exponían al sol durante el día y al humo y al calor de las hogueras por la noche, porque tenemos mucha agua en el cuerpo que al morir es el ambiente ideal para que se desarrollen las bacterias. Para combatirlas, y que no vivan a nuestra costa, nada mejor que deshidratar el cuerpo, secar los órganos expulsando los fluidos. El lavado se completaba con el uso de sustancias absorbentes de diferente origen, por ejemplo: picón, manteca de ganado, pinocha, semillas de mocán … y algún antiséptico se ha encontrado como el musgo neckera intermedia, que Carlos tiene en su interior casi de manera exclusiva. Se calló que podía ser una presencia accidental, no quería herir su orgullo.
—Madre mía, pues sí que era complicado —dijo Tinita—. ¿Y no se equivocaban? Si soy yo, seguro que me olvido o confundo el orden de los pasos.
—Para evitarlo —siguió Santos— ese trabajo lo hacían unas pocas personas escogidas, aunque eso sí, estaban mal vistas por relacionarse con los muertos, y ellas como respuesta a ese desprecio, guardaban todo lo que hacían en riguroso secreto.
—¿Cuánto duraba todo el proceso? —se abrió paso de nuevo Tinita— Unos quince días según las descripciones posteriores y al finalizar envolvían los cuerpos con pieles, ya sabemos Isora, que las familias más ricas llevaban muchas, muchas capas y las menos, tan solo una, aunque a veces no se haya conservado. Se transportaban generalmente sobre tablones de madera y se depositaban en cuevas “inaccesibles”, tapiadas con piedra seca, a salvo de ladrones y alimañas, o al menos ese era el deseo.
—Bueno, al menos sabemos que intentaron preservar nuestro descanso, aunque no lo consiguieron, una lástima —se entristeció Tinita. Santos detuvo aquí sus palabras, se cansaba física y mentalmente cuando hablaba del mirlado y de sus consecuencias.
El padre de May apenas respiraba bajo el cielo abierto, denso el aire, áspero el paladar, pero tuvo fuerzas para contemplar aquella mirada, aquella sombra mal dibujada que se aproximaba de frente, acortando distancias, de espaldas a su presa sentenciada. Veloz como el fuego que lo consumía, certero como el águila tras su pieza voló el dardo de madera y solo el aire aplacó su pena al devolverle el chasquido de la vértebra rota, la muerte en vida, el dolor inasible de la derrota. Las voces silentes de miradas atónitas contemplaron la escena: ella dentro, ellos fuera, dibujando un triángulo imperfecto de muerte y vida, cercano, eterno. Él estaba arrodillado, cubriéndose la cara con las manos, no me arrepiento, aceptaré el castigo, ninguno será comparable con el sufrimiento que me acompañará de por vida al haber abandonado a May, al no haber valorado el peligro al que la exponía. Sus lágrimas empapaban el silencio de los demás, solo roto por los quejidos del herido, el hijo de la «casa grande», grande había querido ser, pero no había podido, y pronto atronó el silencio en aquella noche de infernal tormenta.