La comitiva, dispuesta y organizada, se dirigió a un nuevo destino en su misma planta: las colecciones de otras islas, esto es, “una muestra insular”. Isora refunfuñaba para sus adentros, por Dios, qué necesidad de este paseo por las otras islas, con todo lo que hay que ver de Tenerife en la primera planta; en fin, vamos allá.
Santos, para amenizar el paseo, había encargado a Isora escoger un objeto que le gustara de cada isla y así la tendría entretenida y sin molestar. El Nene la ayudaría. Carlos y
La Argentinita, a la búsqueda del tesoro misterioso y él y Andrés marcando la ruta y viendo si obtenían alguna información sobre el suceso extraordinario que había paralizado el museo.
En El Hierro, el objeto elegido fue el tablón funerario de Guarazoca con su elegante inscripción, así lo elogió ella; había visto otros tan deteriorados que este le encantó. Qué pena desconocer su significado, eran tan pocos los que sabían escribir, a ella no le había interesado aprender y ahora lo lamentaba; seguro que decía algo bonito, pero no se lo podía inventar, sería demasiado evidente.
En La Gomera se fijó en el cuenco de madera, más frecuentes que las vasijas de barro, mira qué apañados estos gomeros, no me los hubiera imaginado tan creativos…, oye, ¿y aquel muchacho del que hablaban en casa, que llegó en una balsa de odres de piel hinchados y troncos de tabaiba? Era de La Gomera y de tanto contemplar Tenerife decidió un día viajar a esa isla que veía suspendida entre nubes. Recordaba vagamente que se había visto implicado en algún suceso y había desaparecido. Triste, muy triste era esa historia, decían sus padres cuando les preguntaba, y no añadían nada más a esa respuesta hermética.
Andrés se acercó a Santos para confirmarle sus peores augurios: es una enfermedad grave, muy contagiosa, con muchas muertes, sobre todo entre los ancianos. Santos pensó de inmediato en lo débiles que se volvían lo cuerpos vencidos por la edad, apenaba ver el declive de quienes habían sido tan fuertes, tan inquebrantables ante cualquier desgracia; él mismo había aguantado las que le habían tocado en suerte y no le faltaron los cuidados ni la atención de sus seres queridos hasta que su tiempo se extinguió. Por eso sentía piedad por esos ancianos que iban a morir en la más absoluta soledad, privados de la caricia y de las palabras de sus allegados, con el rostro de un desconocido suspendido en su retina sin saber por qué.
Ellos eran jóvenes y no habían sentido cómo disminuían las fuerzas, cómo se borraban los recuerdos y cómo llegaba, poderoso, el olvido. Habían sido afortunados al no haberlo vivido; habían muerto jóvenes, sí, pero llenos de fuerza, con sus recuerdos intactos y la sonrisa plena. Estaba claro que no se podía tener todo.
Carlos y
La Argentinita interrumpieron la caída libre de sus pensamientos. —Hemos explorado toda la planta, y no hay nada que se parezca a un tesoro, bueno hay una tela teñida con púrpura, un colorante natural muy valioso que había en las islas.
—No en todas, Carlos.
—Sí, ya, Tinita, había un taller muy importante en el islote de Lobos. Y era muy, muy caro, solo estaba al alcance de los muy ricos, ¿a lo mejor la familia de Isora podía usarlo, verdad?
—No, Carlos, se vendía todo, se obtenía en las islas y se vendía fuera, a personas de mucha categoría.
—Tú y tus categorías, qué estrecha de miras eres, Tinita, no me extraña que tuvieras tan mala vida, con la vista todo el rato en el suelo no abarcas el horizonte que se te ofrece a poco que amplíes la mirada. En fin, intenta aprovechar esta oportunidad, mujer.
Isora seguía con mediano entusiasmo su recorrido insular. En La Palma se sorprendió con la grandeza de la cueva de Belmaco, y con su cerámica oscura, casi negra, tan bellamente decorada, muy artísticos estos palmeros, sí señor.
En Gran Canaria se entretuvo un poco más. Recorrió todo el módulo y tuvo que admitir que le gustaba mucho lo que veía. —Qué nivel, repetía una y otra vez, agricultura excedentaria, poblados con calles iluminadas con antorchas, recipientes de cerámica pintada, idolillos, túmulos funerarios, pintaderas… Eligió por fin la pieza de cerámica pintada, una belleza por su forma y su técnica de elaboración.
El Nene se movía por su cuenta, pero casi lo prefería, así podía dedicarse a conocer algo más de la vida de las otras islas y que hasta ahora había ignorado por completo. En Fuerteventura se fijó en las cuevas hondas, excavadas en la tierra para huir del calor o del viento, en los grabados podomorfos de la montaña sagrada de Tindaya y en los tofios para el ordeño de las cabras. Convenció a Isora para que los grabados fueran aquí su elección, guardianes eternos del lugar sagrado de Tindaya.
Por último, en Lanzarote Isora contempló los grandes contenedores de cerámica, los poblados en lugares elevados y los probables silos rectangulares para almacenar los granos, y hasta un idolillo de la diosa egipcia Tueris, reverenciada en el mundo mediterráneo por su protección a las embarazadas y sus bebés. Le gustó ese “silo” de previsor almacenamiento.
Navegué durante el día para no perderme y en varias jornadas había llegado al sur de la isla blanca. Después de esconder los útiles del viaje, recorrí la playa en la que había desembarcado. Comencé a ascender por unas lomas en busca de un lugar habitado y tras varias horas infructuosas, en el interior de una hondonada descubrí varias cabañas formando un pequeño poblado. Me acerqué con cautela, pero a la vez decidido a presentarme y explicar mi llegada. Miedo fue lo primero que percibieron mis ojos, miedo al desconocido, al extraño que viene a perturbar su normalidad; quizá también yo tendría la misma reacción si estuviera en su lugar, pensé. No entendía su lengua, pero señalé mi isla, tan reducida desde mi nueva altura, para indicar que de allí venía. Algunas mujeres me acercaron un poco de gofio que recibí con agrado pues hambre sí que tenía. El que parecía el jefe y algunos otros me señalaron un refugio a medio hacer para que pudiera pasar la noche, si bien comprendí enseguida que uno de sus acompañantes no estaba de acuerdo con la decisión de convertirme en huésped del poblado; pronto descubriría que me había ganado un enemigo. El lugar se llamaba Majagora, el menceyato, Adeje.