En esa sala Carlos estuvo a punto de sufrir un ataque de ansiedad pues todavía recordaba el dolor producido por la trepanación que le practicaron. La sinusitis que padecía no se iba a curar así pero había que intentarlo. La Argentinita también vio ejemplificada la detención de su crecimiento y Santos contempló en sus pulmones los efectos de la antracosis por inhalación de humo. Isora, por supuesto, solo se fijó en la dieta: mucho más consumo de vegetales en el norte y más consumo cárnico y lácteo y por tanto proteico, en el sur, los territorios ganaderos por excelencia. No había más que verla a ella: seis capas de piel de cabra y algunas decoradas, todavía hay clases, y miraba a los demás por encima del hombro. Situaba a sus compañeros varios escalones por debajo de ella en su imaginaria clasificación social; estaban bien conservados, aunque le costaba reconocerlo, pero, ¡qué escaso y recosido era su fardo funerario! No recordaba, o no quería hacerlo, que el sacrificio de los animales se hacía en épocas concretas y no siempre había disponibilidad de pieles por lo que su reutilización y el aprovechamiento de los retales eran prácticas frecuentes.
Andrés y El Nene, más alejados, observaban las vitrinas buscando alguna señal del ansiado tesoro pero nada veían, salvo otras enfermedades que desconocían: la atrición o desgaste dental y los traumatismos por disputas territoriales, de ganado o por caídas accidentales, que fracturaban los huesos de los brazos en el norte, ¡era lo que tenía el pasarse la vida sembrando!, y los de las piernas en el sur, que caían mientras cuidaban de sus rebaños.
Algo le vino a El Nene a la cabeza al pensar en los rebaños de cabras de su tierra pero no logró hilvanarlo. ¿De qué hablaban sus padres una y otra vez la noche de la gran tormenta? Le preguntaría a Isora cuando se cansase de presumir.
A todos les llamó la atención un nombre al final de una vitrina: modorra. Santos y algo menos Carlos conocían su significado. Una epidemia, muchos muertos que tosían sin parar hasta que ya no podían respirar, el mal de los extranjeros que solo afectaba a los nuestros, mencionaban los dos con el miedo reflejado en sus ojos. Si en Tenerife vivían en torno a veinticinco mil habitantes, murieron entre cuatro y ocho mil (entre 15-30 %); era tan alta la proporción que Santos siempre la recordaba.
La Argentinita escuchaba con atención y se le ocurrió una idea:
— ¿Y si ahora estuviese pasando algo parecido, muriendo gente quiero decir, y por ese miedo las personas están escondidas y no hay nadie en el Museo ni en los alrededores? Se calló de inmediato, era una tontería, seguro.
Pero Andrés, parco siempre en palabras, tomó en cuenta su sugerencia y pensó que a lo mejor debería hacer alguna averiguación clandestina para confirmarla o no. Ya tenía algo interesante de lo que ocuparse además de la búsqueda de ese tesoro incierto. Sentía afecto por
La Argentinita, su desvalimiento era notorio y también, como él, estaba enfardada con retales, a saber cuántas veces se habrían reutilizado sus pieles. En cambio, a Carlos le faltaba tiempo para presumir de su excelente estado de conservación, que si es gracias a un musgo muy exclusivo, que si está reservado a muy pocos; y, cuando la mirada penetrante de Santos lo iba a taladrar, a regañadientes confesaba que también lo tenía un compañero que residía en Canadá pero que procedía del Barranco de Santos.
Tanto Carlos como Isora no perdían ocasión para humillar a
La Argentinita y aunque a Andrés no le gustaba, tampoco quería estar en continua confrontación con ellos. Siempre hacían lo que querían sin pararse a pensar en los daños que sus palabras o acciones pudieran provocar.
Volvieron a su módulo de residencia para comprobar cómo iban sus constantes: todo en orden, 45 % de humedad relativa, 21 ⁰C de temperatura. Respiraron aliviados al no haber sufrido ningún deterioro pero el descanso les vendría bien, después de las emociones experimentadas.
Cueva de Majagora (Guía de Isora), 1974. Pisadas agitadas, ruidos de voces y manos codiciosas revolviéndolo todo, alterando la paz de siglos y el descanso de los cuerpos muertos. Era una sepultura colectiva pero mezclaron los restos en su afán expoliador. Cuando me despierto recupero el ritmo pausado de mi respiración, calmada la agitación por mi segundo drama: el expolio sepulcral.
Los investigadores, además de los restos desordenados de treinta y dos cuerpos, recuperaron once cráneos y la prueba de mi asesinato: mi vértebra dorsal atravesada por el dardo de madera.
Discusiones y peleas las había, no voy a negarlo, pero la vida era dura y sacrificada, te caías con frecuencia entre tantos barrancos y lomas y te volvías inútil para el trabajo durante un tiempo a veces muy largo. No era fácil mantener la calma y las peleas estallaban como tormentas, con furia inclemente. Yo a mis más de treinta años ya tenía varias fracturas en las piernas pero esperaba seguir viviendo. Sin embargo, todo se complicó cuando ÉL llegó.