De acuerdo con Muehlenbein (2016), en su interesante artículo titulado: Disease and Human/Animal Interactions, dependemos de la biota que nos rodea, así como de la constante observación de los sistemas naturales, para nuestra supervivencia. Un vínculo puesto de manifiesto, desde las primeras representaciones zoológicas, con amplia y variada iconografía plasmada en grutas o cavernas (Valladas et al., 2001; McDermott, 2020 y 2021; Van der Val, 2022)
Así, para Nyhus (2016), las diversas y complejas interacciones de humanos con la fauna, flora y gea ha resultado una experiencia definitoria de nuestra existencia. Recordemos que, desde antaño, los primeros homínidos compitieron intensamente con la vida silvestre de sus entornos, tanto por alimentos como por recursos de variada tipología. Lograron combatir algunas especies consideradas peligrosas, a otras las domesticaron conviviendo en armonía con ellas (Purugganan, 2022) y, a no pocas, las esquilmaron de forma drástica (y dramática). Y es que las conexiones entre organismos han sido claramente complejas y comprender la influencia de estas conexiones sobre determinados aspectos, como la salud global (One Health), continuará estando obstaculizado –en ocasiones- por un tradicional y compartimentado enfoque de algunas investigaciones.
De hecho, Nyhus (2016), en su artículo antes señalado que titula: Human–Wildlife Conflict and Coexistence, aplica toda suerte de enfoques sociales, conductuales y técnicos para explicar dichas interacciones. Un conflicto que ha provocado –como hemos señalado- algunas extinciones muy crueles, durante las cuales han desaparecido especies, al igual que se han reducido poblaciones de otras hasta llegar a considerarlas, actualmente, extremadamente amenazadas (Turvey & Crees, 2019).
Según Dirzo et al. (2014), desde el siglo XV, cuando se iniciaron los grandes viajes de exploración y los europeos contactaron con organismos de tierras lejanas que jamás habían visionado, por ejemplo, trescientas veintidós especies de vertebrados terrestres (de las publicadas) se han extinguido y el resto de las poblaciones se han visto mermadas en un 25%, fenómeno que se conoce –especialmente en el grupo de los vertebrados- como defaunación. Respecto a invertebrados, según Cowie et al. (2022), desde el siglo XVI, entre un 7% y un 13% (150000–260000) de las especies conocidas de moluscos, es decir, registradas oficialmente, también se han extinguido. Como también exponen Isbell et al. (2022), para el conjunto de organismos (estableciendo entre el 16 y 50 % de pérdida de biodiversidad desde el siglo XVI), señalando –además- no solo la gravedad de dicha pérdida, sino las repercusiones que ello conlleva sobre las funciones de los ecosistemas, vitales para la vida.
Respecto a la afectación del medio marino, McCauley et al. (2015) ya señalaban que el efecto de dicha defaunación en los océanos estaba aumentando a ritmo e impacto vertiginoso. Y si bien los humanos han causado menos extinciones completas en los océanos que en medio terrestre a lo largo de su historia, sí son responsables de deterioros que han cambiado/modificado los principales enclaves marinos de vital importancia. El cambio climático amenaza con acelerar dicha defaunación y aunque la alta movilidad de muchos organismos marinos está ofreciendo cierta ventaja, aunque muy limitada, para que las especies respondan al estrés climático, al mismo tiempo las expone a mayor riesgo respecto a determinados factores, como se ha visto ocurre en el medio terrestre según las conclusiones recientes de Carlson et al. (2022), en relación a la aparición de nuevos patógenos por efecto de los obligados desplazamientos y nuevos contactos entre especies. Asunto que por nuestra alta dependencia de los océanos (alimentación, disfrute y servicios) nos hace estar en alerta ante cambios tan dañinos y rápidos…
Además, ciertas afirmaciones de que las tasas de extinción marina -a nivel global- son más bajas que en el medio terrestre parecen inexactas, ya que se ha evaluado el riesgo de extinción de menos especies (que en medio terrestre) y las consecuencias sobre los ecosistemas en aguas oceánicas, sobre todo a grandes profundidades, aún son poco conocidas (pensemos en comunidades de respiraderos hidrotermales, emanaciones frías o esqueletos de ballenas) (Menini & Dover, 2019).
Es por ello que los avances de comprensión, en este asunto, han llevado a un número creciente de publicaciones sobre coexistencia. Puede ser, ahora, según Nyhus (2016), el momento oportuno para identificar un nuevo campo, que él define como anthrotherology, y quepermitiría reunir profesores, investigadores y profesionales de diferentes disciplinas para abordar este conflicto, es decir, la convivencia equilibrada entre humanos y vida silvestre. Esto conducirá (según el autor) a avanzar en nuestra capacidad para conservar la diversidad biológica y -al tiempo- abordar las necesidades de salud y bienestar de las personas, algo que se halla englobado en el actual concepto One Health, recientemente extendido al aún más complejo, One Biosecurity (Hulme, 2021; Smith & Sandbrink, 2022).
En este tema que comentamos, hay que indicar que el contenedor, el continente, representa un papel fundamental. Y es que, de acuerdo con Tribot et al. (2016, 2018a y b), aunque el valor estético de los paisajes/ambientes contribuye al bienestar humano (puro deleite) (Russell et al., 2013), sin embargo, los estudios que han profundizado en el estrecho vínculo entre biodiversidad y servicios de los ecosistemas no han tenido en cuenta -muchas veces- aprovechar (involucrar) el valor estético.
Así, en los curiosos e interesantes estudios de Tribot et al. (2016, 2018a y b) se evalúa cómo percibe el público ciertos ecosistemas y cómo dichas preferencias están relacionadas –precisamente- con la necesidad de indagar posteriormente en el conocimiento de diversos aspectos de dicha biodiversidad (taxonómicos, filogenéticos y funcionales) (Langlois et al., 2022). Recordemos que la mayor parte de la bibliografía ecológica, aquella que explora la relación entre la biodiversidad y el funcionamiento y servicios de los ecosistemas, se ha centrado hasta ahora en aspectos económicos (provisión o regulación), señalando que facetas, como la belleza, también deberían ser fundamentales en nuestras motivaciones para preservar la diversidad, algo que ya se puso de manifiesto en la Hudson River School, allá por el siglo XIX, cuando un grupo de artistas entusiasmados por la naturaleza, invitaba a la reflexión y a conocer/detallar la biota, en especial el mundo vegetal, a través de sus extraordinarios lienzos sobre paisajes, que para ellos no pasaba desapercibido.
Los resultados de los estudios de Tribot et al. (2016, 2018a y b), tienen importantes implicaciones para la conservación de los ecosistemas, ya que la experiencia estética debería inducir a querer comprender la ecología y, por tanto, su conservación. El paisaje parece, pues, un buen mecanismo para instruir al público en general en cuestiones medioambientales, si bien para relacionar preferencias estéticas con importancia de esos ecosistemas, aún es necesario comprender/abordar el funcionamiento ecológico y que estos conocimientos lleguen a más gente, como solución de convergencia (Chan et al., 2016). Sería interesante reflexionar sobre las conclusiones de un estudio, recientemente publicado (ver Chang et al., 2022) sobre la predisposición que se pudiera tener (según opinan los autores), a sentir filia por la naturaleza, y además a su disfrute y protección…algo -evidentemente- más complejo aquí de discutir.
En este contexto, según Czekanski-Moir & Rundell (2020), los organismos grandes y llamativos han resultado muy útiles para la enseñanza de la biología/ecología y como ayuda para la conservación de la biodiversidad detectada a simple vista. Organismos que también juegan un papel fundamental en la mitigación del cambio climático, aspecto no valorado, según nos exponen recientes investigaciones (Malhi et al., 2022). Es decir, los animales de gran tamaño contribuyen a la adaptación de los ecosistemas al cambio climático al promover la complejidad de las redes tróficas, aumentar la heterogeneidad del hábitat, mejorar la dispersión de organismos o aumentar la resistencia al cambio abrupto del ecosistema mediante la modificación del microclima. Incluso se hallan englobados en términos complejos y, por lo general, mal definidos, caso de megafauna, concepto donde se incluyen invertebrados y vertebrados de grandes proporciones/talla (entre otras muchas características, hay algunas más…) (Moleón et al., 2020). Pero si los divulgadores no insisten, de igual manera, en los organismos de pequeño tamaño, en los microorganismos, dejan involuntariamente a los estudiantes y, al público en general, con la idea de que está favorecida exclusivamente la complejidad y el tamaño, es decir, que todos los animales de mayor tamaño son siempre más antiguos (pensemos en medusas cuya historia evolutiva se remonta a 600 millones de años) (Parfey et al., 2011; Koonin et al., 2020; Gonçalves et al., 2022). En su trabajo, Czekanski-Moir & Rundell (op. cit.) demuestran que los animales invertebrados pequeños y –en ocasiones- repulsivos para algunas personas (de acuerdo con nuestro concepto de belleza o repulsión) proporcionan un contrapunto a las ideas –en ocasiones- erróneas sobre la evolución. Enseñar sobre determinados animales invertebrados -en ciertos contextos- destierra algunas ideas equivocadas de linajes (Tree of life) (Hinchliff et al., 2015) (tanto para los alumnos/as como para el público en general), proporcionando elementos para comprender la biota que existe o ha existido, y ayudando a formar o alentar futuros expertos (vocaciones) en taxones poco conocidos, extraños y, por qué no decirlo, cuando se conocen, fascinantes (Turner, 2004). De hecho, nuevos estudios (Bolam et al., 2022) insisten en las lagunas aún existentes sobre conocimiento geográfico y taxonómico de numerosos grupos de organismos, algo que incide en acciones concretas a fin de evitar el riesgo de extinción de un porcentaje de especies muy elevado.
Czekanski-Moir & Rundell (2020) se preguntan en su estudio ¿pueden nuestras impresiones dar lugar a un enfoque preferencial en ciertos grupos, mientras que a otros los ignoramos? algo que se refleja cuando nos centramos, por ejemplo, en peces, ballenas o gorilas, tal vez más accesibles, grandes e ¿impactantes? para explicar aspectos biológicos y aplicar programas de conservación (que indudablemente también son muy necesarios). Incluso cómo la influencia de determinados productos (televisión, parques, canales online, reportajes…) incide en nuestro concepto de fauna amenazada (Courchamp et al., 2018). Una percepción sesgada que perjudica en ocasiones los esfuerzos de conservación, porque la gente -a veces- no es consciente de que los animales que aprecia/está habituada a observar en toda suerte de productos se enfrentan a una extinción inminente o no consideran su urgente necesidad de conservación…son los animales que se encuadran en la denominación de carismáticos (Gopalaswamya et al., 2022).
Algunos trabajos, tomando como base encuestas realizadas a niños y niñas, entre 3 y 6 años, señalan que la infancia prefiere las especies de orden superior y los animales domésticos a los salvajes, siendo los invertebrados el grupo de organismos hacia los que muestran menos empatía. Todo esto particularmente importante a la luz del creciente uso de fauna en diversos contextos educativos o terapéuticos, y también desde una perspectiva de bienestar animal y el concepto de biofilia (Borgi & Cirulli, 2015).
También, según Fukushima et al. (2020), respecto al comercio ilegal de vida silvestre, industria multimillonaria que está llevando a varias especies hacia la extinción, la mayoría de los análisis hasta la fecha se han centrado en una selección de vertebrados carismáticos, un sesgo significativo que en parte impide (según Fukushima, op. cit) el desarrollo de estrategias más integrales de conservación (Cowie et al., 2022), señalándose ciertos casos de la Red List (IUCN).
Algo parecido ocurre con la ciencia-ciudadana (Troudet et al., 2017) que (en principio) había dedicado algo más de atención hacia aquellos organismos atractivos/accesibles y de mayores dimensiones, mientras que otros diminutos o imperceptibles, aunque de notoria importancia (ecológica y funcional), quedaban más olvidados. Para los autores señalados, estudiar todas y cada una de las especies es uno de los principales retos de la taxonomía (disciplina que identifica seres) en el siglo XXI, y aunque la mayoría de taxones sigue siendo desconocida, otros acaparan mucha atención de público. Según sus resultados, las preferencias sociales tienen una gran influencia para proteger ciertos organismos. Por ello, para Troudet et al. (2017) los científicos deberíamos -además de estudiarlas lógicamente (Cowie et al., 2022)- divulgar mayor número de especies de variados filos, haciendo que el público se interese por ellas, aunque no todas sean igual de conspicuas. Para Troudet et al. (2017), al igual que para otros autores (Cowie et al., 2022; Roberts, 2022), estudiar la biodiversidad de forma equitativa (algo que, insistimos, no siempre es fácil y sería objeto de otra discusión) es un requisito urgente, y en esto los museos de ciencias naturales están desarrollando un papel relevante con específicos programas (Bakker et al. 2020), a fin de colaborar en planes de conservación eficaces, así como en divulgación global del medio ambiente, estéticamente hermoso, aunque no toda la biodiversidad se aprecie a simple vista…
Fátima Hernández Martín.
Directora del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife
Organismo Autónomo de Museos y Centros
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