Coraza vegetal
Una existencia sin orden termina por apabullarnos. Una vida perceptible consiste en no desperdiciar energía intentando descifrar que nos deparará el mañana. Sin embargo, algo dentro de mí hace que me precipite hacia lo desconocido, a probar cosas nuevas provocadas por el vértigo de una imagen y el proyecto que va surgiendo se alimenta de mi encierro y su rareza imita la rareza del mundo en el que estoy inmersa. Que una aventura personal supone riesgos, es un hecho; que merece la pena, también, aunque a veces nos asalte la soledad, el fracaso o la tentación de arrojar la toalla. Me adentro en un mundo inédito que solo yo voy conociendo en la medida que va naciendo. Un mundo en el que no debemos acomodarnos nunca, sino buscar nuevas rutas y sobre todo, derribar muros que nos puedan limitar. Esa andadura indecisa al principio, tiene como única asidera nuestra intuición y esa verdad que en definitiva nos configura y define. Se trata de despojar las capas de un hecho cotidiano hasta llegar al núcleo vital que, una vez hallado, pueda fermentar hacia una manifestación más honda del acto creativo, donde no existan poses estudiadas ni elementos superfluos. Para un creador, una imagen puede convertirse en un punto de partida y desde ahí, avanzar hasta completar la obra. En el flujo de asociación libre, un tema conduce a otro y este a su vez a otro hasta que las piezas se unen orgánicamente y todo ese conjunto se convierte en un solo cuerpo. En el suelo extiendo media docena de hojas de papel hecho de manera artesanal. Se trata de un papel esponjoso, lleno de fibras. Empiezo el proceso manchando con acrílico muy líquido y ese soporte tan rico y orgánico propicia que se integre rápidamente en él. Pasadas unas horas, comienzo el dibujo a carboncillo y una vida va abriéndose a mis pies. Pronto una corriente de energía se hace visible, van saliendo imágenes, cartografías de la memoria, realidades versionadas de la cotidianidad que contemplo a diario. Es la vegetación, esa que estaba reclamando su espacio en el exterior, la que va invadiendo mi estudio y entre trazos el papel se presta a convertirse en arbustos, cardos o ramas que quieren acomodarse con sus vecinas. Es emocionante ver como cobran forma unas simples manchas transmitiendo sentimientos, emociones, tensión. Todos estos dibujos obedecen a reglas muy sencillas, trazos y texturas que el lenguaje vacío de la realidad se encarga de rellenar. Poseen la particularidad del conocimiento local, pero también podrían hallarse en cualquier otra parte. A veces me surge una pregunta: ¿dónde estamos cuando creamos? Lo visual es siempre el resultado de un encuentro irrepetible, momentáneo y subjetivo. La obra que surge proviene de los deshechos de todo aquello que se ha conocido con anterioridad y las formas dibujadas que empiezan a tomar cuerpo, se convertirán en la puerta tras la cual se podrá entrar en momentos de mi vida.Lola del Castillo (marzo-abril 2020)
Natura recóndita
La obra de Lola del Castillo, cada nuevo lienzo que pinta decidida con sus pinceles queridos, nos cautiva con acabados insuperables que tan bien refleja la autora. Son diferentes unos de otros, pero similares, como si de un nexo secreto dispusiera la artista. Algunas son improntas extrañamente emergentes del olvido, robadas al tiempo en que los arbustos se mecían al viento gélido que, en ocasiones, azota su jardín oculto. Otras fueron sorprendidas con destreza, tras largos periodos de paciente espera, por ella, camuflada, inerte o silente que –en esos instantes- se siente feliz de ser ignorada, pues su afán es no distorsionar la tranquila existencia de la flora, aquella que desborda -poblando entusiasta- tranquilos amaneceres o agónicos atardeceres en la frondosidad de enclaves vegetales cercanos.
Y así, nosotros, embriagados por las notas de la brisa que, a buen seguro, arropa constantemente la espesura boscosa de las medianías isleñas, nos acercamos al Museo, recordando paisajes donde –con tantos desvelos- fueron plasmadas esas pinturas. Imaginamos –extasiados- aguerridos cardones, insumisas piteras, dragos centenarios, enhiestas palmeras, delicadas tabaibas, así como combativas tuneras donde una pléyade de pequeños animalillos, aprovechando los rayos solares, juegan y liban -tímidos y presurosos- el néctar de flora canaria de colorido exultante, una flora que compite con desgarbadas tuneras salpicadas de tonalidades apasionadas.
Se trata de una botánica salvaje, caótica, agreste y cuidada al tiempo, detenida por las paletas de Lola. Capturada, mientras desarrolla la vida, por amantes entregados, como son los que gustan retratar las plantas envolventes de sus entornos, como es Lola del Castillo, una mujer embelesada ante la naturaleza cercana a su hogar, su arraigo, sus cosas, los suyos.
En su obra, teñida en ocasiones de una pátina de tristeza, desasosiego, pesadumbre, podemos intuir –casi sentir- el frío, la humedad, la escarcha…tal vez recordándonos inconscientemente la densa bruma que envuelve melancólica -en numerosas ocasiones- su campo, allá, en lo alto, en su casa de Guamasa.
Y es que la artista une el placer de mezclar la extraña y desgarradora belleza de la flora, gea, de los ambientes… no solo en el pequeño detalle algo desfigurado, sino de manera pletórica, en lienzos extensos, grandes, como inmensa es la biota… y, gracias a este evento, organizado por Museos de Tenerife, nos invita –al tiempo- a conocer en profundidad otros organismos, más reales para todos, entre pasillos y galerías del MUNA. Ornado con la dedicación de la ciencia, al calor de vitrinas, expositores y un continente neoclásico repleto de conocimiento sobre biodiversidad, arriba, en las salas de exhibición, se acrecienta la admiración por el patrimonio natural, que el Museo de Ciencias Naturales de Tenerife custodia, estudia y difunde no solo para estos tiempos, sino en especial para los que vendrán después, un legado que, al igual que hacen todos los artistas, quedará para las futuras generaciones...
Dra. Fátima Hernández Martín
Directora del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife
Botánica fantástica de Lola del Castillo
En su cuaderno Apuntes sobre el dibujo, el poeta Yves Bonnefoy sostiene que el dibujo simboliza “la confesión de una insuficiencia”, pues al igual que la poesía, este solo sugiere la epidermis del objeto, su coraza, una sutil arquitectura. Y, así, las líneas se convierten en el elemento crucial de la previsualización de aquello que solo existe en la mente. Los dibujos arbóreos de Lola del Castillo llevan a la práctica esta idea, puesto que dan la espalda a las descripciones minuciosas que ilustran los libros de botánica, de modo que las ramas y tegumentos que prefiguran sus tallos y hojas, entrevistos a través de la masa oscura de un gesto desenfrenado y rabioso, se nutren de la materia de los sueños y existen tan solo en la imaginación.
La artista explora las posibilidades del dibujo gestual y aprovecha el estímulo automatista para dar forma a estas extrañas especies vegetales. Hay algo de tachismo y de abstracción en su realización: existen en ellos formas reconocibles e irreconocibles a un tiempo, como quien al despertar recuerda solo vagamente el decurso de lo soñado, aferrándose a unas luces, a unas imágenes y voces inconexas . En efecto, el impulso gestual de estas obras se nutre de una práctica en la que convergen técnica, azar y espontaneidad, pues esta arboleda fantasma ha surgido de una pulsión de energía en la que la artista da rienda suelta al acto pictórico guiada tan solo por la potencia creativa de la intuición y la sorpresa. El resultado es esta serie de dibujos vegetales concebidos como retratos y no como paisajes: formas aisladas, solitarias, desliga-das de cualquier referencia del mundo real.
En su Diccionario de símbolos, el escritor y mitólogo Juan Eduardo Cirlot afirma que el árbol es “uno de los símbolos esenciales de la tradición”, y subraya su naturaleza: “eje del mundo y expresión de la vida inagotable en crecimiento y propagación”. Lola del Castillo, en esta nueva serie, parece reconducirnos a este paraje esencialmente natural, primigenio. En ella reconocemos imágenes de prototipos vegetales de otro tiempo, formas fósiles que se levantan desde el fondo de la imagen, como el rostro fantasmagórico de especies de tiempos pretéritos halla-das sobre una superficie mineral. Sus árboles nos hablan de otros árboles envueltos en la magia de la tradición y la leyenda. Y es que, estas formas arborescentes dibujadas sobre el papel, ¿no parecen invocar la imagen de aquel árbol de agua, mítico, venerado por los isleños en tiempos remotos y bajo cuyas ramas los enfermos ansiaban sanar por el efecto benigno de la bruma que envolvía la envergadura de su tronco? Ante la contemplación de estos dibujos, ¿no se interpone ante nuestros ojos la sombra, majestuosa, del drago cuya savia curaba las heridas de los enfermos; aquel Gigante de Arautava −el drago más admirado de todos los tiempos, referido por los viajeros a las Islas Canarias y dibujado por J. J. Williams en su cuaderno de viaje–, algo tan antiguo e impreciso que solo podría revelarse a través de las formas acuosas e imprecisas de la tinta o del carboncillo sobre el papel? Y, sin embargo, la tradición parece truncada, porque no hay nada verde en estos dibujos que haga reconocible el lugar. El jardín primigenio es únicamente una sombra carbonizada, un indicio que tiende al ocultamiento, un no-lugar.
Si el pintor es, antes que cualquier otra cosa, un vidente, y su función es la de darnos a ver imágenes ignotas, misteriosas, enigmáti-cas, desconcertantes, quizás perdidas en el laberinto de los siglos, imá-genes revividas o entrevistas en sueños –quizá futuras–, o tal vez impo-sibles, estas obras de Lola del Castillo nos provocan un recuerdo co-munitario de significación simbólica, pero también el presentimiento de que sus piteras, palmeras y dragos no son hijos del sol que conocemos ni del aire que respiramos. Una botánica ciertamente fantástica e inquie-tante.