La obra de Lola del Castillo, cada nuevo lienzo que pinta decidida con sus pinceles queridos, nos cautiva con acabados insuperables que tan bien refleja la autora. Son diferentes unos de otros, pero similares, como si de un nexo secreto dispusiera la artista. Algunas son improntas extrañamente emergentes del olvido, robadas al tiempo en que los arbustos se mecían al viento gélido que, en ocasiones, azota su jardín oculto. Otras fueron sorprendidas con destreza, tras largos periodos de paciente espera, por ella, camuflada, inerte o silente que –en esos instantes- se siente feliz de ser ignorada, pues su afán es no distorsionar la tranquila existencia de la flora, aquella que desborda -poblando entusiasta- tranquilos amaneceres o agónicos atardeceres en la frondosidad de enclaves vegetales cercanos.
Y así, nosotros, embriagados por las notas de la brisa que, a buen seguro, arropa constantemente la espesura boscosa de las medianías isleñas, nos acercamos al Museo, recordando paisajes donde –con tantos desvelos- fueron plasmadas esas pinturas. Imaginamos –extasiados- aguerridos cardones, insumisas piteras, dragos centenarios, enhiestas palmeras, delicadas tabaibas, así como combativas tuneras donde una pléyade de pequeños animalillos, aprovechando los rayos solares, juegan y liban -tímidos y presurosos- el néctar de flora canaria de colorido exultante, una flora que compite con desgarbadas tuneras salpicadas de tonalidades apasionadas.
Se trata de una botánica salvaje, caótica, agreste y cuidada al tiempo, detenida por las paletas de Lola. Capturada, mientras desarrolla la vida, por amantes entregados, como son los que gustan retratar las plantas envolventes de sus entornos, como es Lola del Castillo, una mujer embelesada ante la naturaleza cercana a su hogar, su arraigo, sus cosas, los suyos.
En su obra, teñida en ocasiones de una pátina de tristeza, desasosiego, pesadumbre, podemos intuir –casi sentir- el frío, la humedad, la escarcha…tal vez recordándonos inconscientemente la densa bruma que envuelve melancólica -en numerosas ocasiones- su campo, allá, en lo alto, en su casa de Guamasa.
Y es que la artista une el placer de mezclar la extraña y desgarradora belleza de la flora, gea, de los ambientes… no solo en el pequeño detalle algo desfigurado, sino de manera pletórica, en lienzos extensos, grandes, como inmensa es la biota… y, gracias a este evento, organizado por Museos de Tenerife, nos invita –al tiempo- a conocer en profundidad otros organismos, más reales para todos, entre pasillos y galerías del MUNA. Ornado con la dedicación de la ciencia, al calor de vitrinas, expositores y un continente neoclásico repleto de conocimiento sobre biodiversidad, arriba, en las salas de exhibición, se acrecienta la admiración por el patrimonio natural, que el Museo de Ciencias Naturales de Tenerife custodia, estudia y difunde no solo para estos tiempos, sino en especial para los que vendrán después, un legado que, al igual que hacen todos los artistas, quedará para las futuras generaciones...
Dra. Fátima Hernández Martín
Directora del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife