Lamentablemente el medio ambiente está en boga, sin haber estado nunca muy de moda. El hombre gira su mirada, de forma preocupante, hacia cuestiones que hace algunos años le hubieran parecido baladí: cambio climático, efecto invernadero, deterioro de la capa de ozono, deshielo en los Polos, incremento de la temperatura global, «El Niño», «La Niña», Corriente del Golfo, tropicalización de zonas marinas, aumento de lluvias torrenciales, frecuencia e intensidad de tornados, ciclones, huracanes y tifones…. Evidentemente algo pasa, porque de lo contrario no dedicaríamos tanto tiempo a este tema, nosotros ni tampoco nuestros gobernantes. Pero hay que ser serios, muy serios con el asunto, porque de lo contrario la opinión pública, en especial las personas ajenas al mundo científico, que no están acostumbradas, familiarizadas con determinada terminología, ni a dilucidar temas complejos en ciencia y cuando digo complejos, se consideran muy complejos- podrían incurrir en contradicciones engañosas que les conducirían al desaliento y hasta
al terror.Evidentemente, no podemos ignorar que algo está ocurriendo
y algo que no es normal. Pero tampoco podemos olvidar, que la Tierra, nuestro hermoso, agredido, incomprendido y vital planeta azul no es un elemento estático, constante, igual o monótono dentro del Sistema Solar, no lo ha sido y no lo será. La Tierra no siempre ha estado igual. Desde tiempos inmemoriales, tiempos geológicos que indiscutiblemente no se pueden comparar con los tiempos a que estamos acostumbrados los humanos, ha sufrido cambios, cambios importantes, sólo basta mirar hacia atrás para entender algunas cosas, por ejemplo: que ha habido épocas de frío glacial intenso (glaciaciones) que se alternaban con épocas más cálidas, más tropicales.
De hecho y según expertos en la materia, ahora nos hallamos en un periodo interglaciar, pero aún con evidencias claras de lo acontecido en la última glaciación, ya que restos de sus hielos siguen dominando una extensión considerable del planeta (Ártico, Antártida o Groenlandia ).
Claro que
todo esto ocurría, en condiciones diferentes a las actuales, con la naturaleza en equilibrio, antes del desarrollo imparable de la revolución industrial, momento en que el hombre introduce un elemento desestabilizador y agresivo: «las emisiones», sus productos de desecho, sus restos contaminantes. Por eso, aunque digamos que todo seguirá el curso establecido, no podemos olvidar que el hombre está poniendo su granito de arena, mejor dicho su bloque de cantera, para que las cosas se modifiquen o, incluso, cambien drásticamente. Lo que no sabemos es a qué ritmo, a qué precio y tampoco las consecuencias finales de la influencia humana, aunque según dicen los entendidos se puede, a partir de esquemas programados, tener modelos muy aproximados de lo que quizás ocurra.
El efecto invernadero, por ejemplo, del que todo el mundo habla y a veces tan frívolamente
no hay que olvidar que es un fenómeno natural y además
necesario. De hecho, si no existieran en la atmósfera -junto con el oxígeno- los gases invernaderos (vapor de agua, anhídrido carbónico, metano, ozono y óxidos de nitrógeno) -que atrapan parte de la energía solar que llega a la Tierra, dejando escapar el resto y que mantienen agradable la temperatura media global del planeta (15 grados centígrados)-, tendríamos unos 33 grados menos de los que disfrutamos en la actualidad. Observen el dato señores, medítenlo
¡qué sería de nosotros sin los gases invernaderos, soportando valores por debajo de los cero grados! Lo que ocurre es que estos gases estaban en la atmósfera en una determinada proporción, la justa, la necesaria, ni más ni menos, y dicha proporción no se debe alterar.
A modo de ejemplo, y comparando con el resto del sistema solar, en Venus (donde el efecto invernadero es muy intenso, es decir, la proporción de gases invernaderos es alta) la temperatura media está en torno a 480 grados centígrados, mientras que en Marte (donde apenas hay concentración de estos gases) los valores se sitúan en 63 grados centígrados
bajo cero.
Lo que ocurre es que, aquí en la Tierra, el hombre ha estado emitiendo a la atmósfera gases de este tipo sobre todo por quema de combustibles fósiles: petróleo, gas natural y carbón- además de otros que actúan también provocando ese mismo efecto invernadero, caso de los CFCs (los tan nombrados clorofluorocarbonos que se usaban/¿usan? para refrigeración). Se alteran, por tanto, los valores existentes de estos gases y se incrementan sus concentraciones que estaban de manera natural. En consecuencia, dado que todos son calentadores, que atemperan el frío que deberíamos tener, la temperatura
sube, pero más de lo necesario, con las consecuencias que todos estamos leyendo, conociendo y ¿padeciendo?…
Pero hay un aspecto que a mí como involucrada en estos temas me interesa destacar especialmente: el papel de los océanos en este entramado del llamado «cambio climático». Los océanos (70% de la superficie de la Tierra, de ahí el nombre de planeta azul) juegan un papel vital y fundamental, pero muchas veces ignorado en esta problemática. Por ejemplo, sabemos que las corrientes marinas y los vientos oceánicos inciden sobre el clima, caso de Canarias donde gozamos de una temperatura ambiental y marina suavizada gracias a estos dos elementos mencionados. Pero curiosamente los océanos, y mucho, se ocupan también de los comentados gases invernaderos, al expulsar oxígeno y captar dióxido de carbono, transformándolo en carbonatos utilizables por organismos marinos, absorbiendo por tanto aquellos excesos que el hombre en su loca carrera industrial lanza hacia la atmósfera. Al final del ciclo este carbonato acaba depositándose en el fondo de los océanos y los científicos midiendo sus valores son capaces de conocer cuánto es capaz de absorber el océano desde la atmósfera.
De ahí la importancia de considerar este aspecto a veces ignorado. Pero ¿por qué esta indiferencia? En mi opinión, porque dejamos de lado lo que yo denomino «el océano invisible» es decir, millones de organismos vegetales microscópicos, fitoplancton, que juegan un papel fundamental a la hora de captar «los excedentes incómodos de dióxido de carbono» así como de expulsar ese «maravilloso oxígeno generado por su fotosíntesis a la atmósfera». Recordemos que cuando el dióxido de carbono de la atmósfera entra en contacto con la superficie de los océanos queda disuelto en el agua y se convierte en aporte para microorganismos de la capa superficial del agua. El fitoplancton capta este carbono y el zooplancton se alimenta de fitoplancton. Por tanto, el carbono que se encontraba en la atmósfera como anhídrido carbónico (en exceso) ha pasado a formar parte de la cadena trófica dentro del ecosistema marino. Moraleja: el océano actúa como agente de equilibrio y atenúa, rebaja el incremento del efecto invernadero, pero siempre que disminuya, al mismo tiempo, la emisión de desechos. De lo contrario ¿hasta cuándo podrá el océano seguir mitigando estos excesos?
Por otro lado, y como dato de especial relevancia, también estos microorganismos emiten alrededor del 70% del oxígeno a la atmósfera, mucho, muchísimo más que bosques y selvas tropicales que parece que sí que nos importan, sobre todo cuando oímos hablar de desastrosas talas abusivas de árboles en amplias zonas boscosas o selváticas del planeta. Sin embargo, es raro que se nombren estos organismos, que nos sean familiares, que los conozcamos sobradamente, que el gran público esté familiarizado con ellos.
El problema radica, desde mi punto de vista, en que son pequeños, muy pequeños, imperceptibles al ojo humano. Estos organismos que, además, como añadido, sin pasión profesional diré, son espectacularmente curiosos, coloristas y de gran belleza y rareza, se ven afectados por fenómenos graves y frecuentes como contaminaciones por agentes agresivos, mareas negras, etc… pero no parece que a nadie o a casi nadie le preocupe, no se habla de ello, sin darnos cuenta que el efecto dañino de una de estas mareas negras es capaz de destruirlos.
Por eso, desde estas líneas aprovecho para reivindicar la biodiversidad de los olvidados de las masas de agua, de millones de organismos vegetales que pululan sólo en los primeros metros, ya que en profundidad, sin los rayos del sol, no pueden vivir. Se hacen esfuerzos, muchas veces inútiles, para darlos a conocer, revalorizar su actuación, entender su papel ecológico y proponer más estudios sobre los mismos. Igual que ellos, a otra escala, se hallan los organismos del zooplancton, el mundo microscópico pero de naturaleza animal que alimenta a ballenas y a numerosos filtradores de interés pesquero, como sardinas o chicharros entre otros, y de los que podríamos escribir páginas y páginas o ver imágenes que nos dejarían extasiados, aunque
mejor otro día, mejor mantener la incógnita y también la ilusión, que no está mal en los tiempos que corren. En estos organismos microscópicos se buscan también, afanosamente, sustancias de valor alimenticio o medicinal, quizás con la esperanza de hallar nuevos recursos con los que el hombre pueda saciar hambrunas o paliar enfermedades y, aunque estudiados por determinados colectivos entre ellos el equipo del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife, no se conocen suficientemente, aunque sean tan fundamentales como otros grupos marinos.
Es loable, serio, razonable y lógico que nos preocupen las majestuosas ballenas, a mí la primera como bióloga marina; los hermosos charcos de las zonas de mareas, los intrépidos atunes, los ingentes bancos de pesca, los sutiles cefalópodos, las aguerridas lapas o las terribles y amenazantes plagas de erizos
Pero eso, todo eso, no existiría si antes, mucho antes, unos minúsculos organismos, pequeños y diminutos con la única ayuda de la luz del sol y algunas sales disueltas en las aguas, por sí solos, sin ayuda de nadie, sin tener que ingerir nada y con la indiferencia de todos
generaran, sintetizaran materia orgánica su alimento básico- la que les proporciona toda la energía necesaria que da arranque a la cadena de vida en mares y océanos. Y muy pocos, muy pocos se ocupan de ellos. Claro que ya lo dice el refrán: ojos que no ven