Esta tarde lluviosa rememoro, con tristeza y alegría al tiempo y el cansancio que provoca mi senectud, solo porque vuestra merced señor Platter me lo ha pedido, la jornada en que mi señora, Doña Catalina, hízome llamar a través de su alocada protegida, La Jardinière, para hablarme de asunto extraño que me rogó no comentase con nadie. Turbada y llena de temor me hallaba en mi pequeño gabinete del ala este de palacio, cuyos ventanales daban al escondido jardín privado, cuando a toda prisa vestí mis mejores galas, incluída la nueva cofia bordada y ornamentada con broche de coral (al estilo parisino), de aquellas que la reina pedía lleváramos, obligatoriamente ante su presencia, en el salón de costura y cantares. Cuando estuve delante de mi soberana en su cámara –bellamente decorada con exquisitos tapices, algunos de reciente adquisición como era menester y gustaba tanto a mi Señora en los últimos tiempos-, empezó a comentarme con voz pausada y autoritaria que nuestro buen señor, Don Enrique, antes de fallecer, y ella misma con gran complacencia habían ordenado iniciar los preparativos de mi enlace matrimonial, acto al que no debía oponerme, bajo castigo de apartarme de la Corte y volverme a mi casa, o quizá someterme a pena más dura aún…es decir, encerrarme en convento cercano el resto de mis días, como todas sabíamos había ocurrido durante el último estío con la dama Isabela d´Anjou, por amoríos con conde díscolo.
También díjome Doña Catalina que no me agitase ante la nueva, pues el elegido era hombre noble, de modales cuidados, dominante de varias lenguas, con cargo en palacio y de confianza absoluta, aunque algo mayor que mi persona, pues había visto la luz, no solo en tierra lejana de la que hablaban curiosos prodigios, sino alrededor de veinte años antes que yo. Luego añadió la reina que esto -antes que apenarme- debía ser motivo de goce, pues de este modo aprendería todas aquellas cosas que, por edad y condición de fémina, me habían sido –justamente- negadas. Al escuchar estas palabras una leve tonalidad rojiza invadió mi cara en aquel momento, rostro que decían, Don Félix, otrora era tan hermoso, pálido y bien acomodado en líneas faciales sutiles, que parecía trazado delicadamente por genialidad de la pintura, como bien osaba hacer para algunos familiares de mi Señora, la dama Lavinia Fontana. También recuerdo que, antes de ordenar que me retirara, me comentó la reina que solo tendría un inconveniente para el que debía estar preparada cuando llegase el momento de mis nupcias, a las que ella misma se encargaría de poner fecha. En ese instante bajó el timbre de su voz y me susurró al oído que…el único obstáculo sería que jamás podría ver el rostro de mi esposo, si bien no quería dar más detalles de este asunto. Cuando finalmente mencionó el nombre del afortunado, yo no le recordaba, pues tratábase de caballero al que no había prestado atención, ni yo, ni alguna de las doncellas que me acompañaban en la Corte de la reina viuda y a las que luego menté este detalle. He de decirle, a usía, que de mis esponsales y primeros días de casada poco puedo ni debo contar, pues relatar lo que el destino me había preparado no entra en mis planes al parlamentar con vuestra merced, solo decirle con la verdad que puede albergar un corazón enamorado que mi esposo, llegado misteriosamente de tierras lejanas y prodigiosas y del que nadie conocía referencias, ahora que la edad avanzada me impide holgar y trabajar en la vida como me gustaría, me ha hecho la mujer más dichosa de este mundo, aunque jamás, como mencionó mi Señora, he podido ver su rostro… el de un hombre bondadoso que amaré hasta el final de mis vidas.
(Fragmento de la conversación entre el doctor Félix Platter con Catherina González, Basilea, año del Señor de 1591)
D. Pedro González, natural de Tenerife y de origen noble (descendiente de menceyes) fue enviado y entregado (como dádiva) el 31 de mayo de 1547 al rey Enrique II de Francia algo antes de su coronación. En dicha corte aprendió lenguas (latín especialmente) y obtuvo algún cargo de cierta confianza (sommelier de panneterie bouche). A la muerte del monarca, lo casaron con una dama de la reina viuda, una joven muy hermosa de nombre Catherina, veinte años menor que él. Don Pedro murió a la edad de 80 años, su esposa años más tarde, el 5 de junio de 1623, en Capodimonte. Toda la familia y sus componentes de forma individual (padre, madre, algunos hijos e hijas) fueron retratados por importantes artistas de la época (entre los que cabe destacar a Lavinia Fontana, Joris Hoefnagel o Dirck de Quade von Revesteyn entre otros). Los cuadros y referencias manuscritas acerca de ellos fueron objeto de deseo por parte de algunas de las más importantes cámaras de maravillas (a la usanza de entonces), caso de la que poseía Ulisse Aldrovandi (Palazzo Poggia, Bolonia), Fernando II en Ambras (Innsbruck, Tirol) o su sobrino, el misterioso y psicópata, Rodolfo II, en Praga. Y es que Don Pedro padecía hipertrichosis universalis congénita, llamada en la actualidad síndrome de Ambras (precisamente por el castillo donde Fernando II poseía numerosos cuadros sobre D. Pedro y familia, dentro del contexto de una Europa –siglo XVI- ávida de coleccionismo). La enfermedad que solo heredaron algunos de sus numerosos hijos, provocaba que la mayor parte del cuerpo estuviera completamente cubierta por densas masas de vellos muy lisos, que medían alrededor de nueve centímetros de largo e impedían ver, por ejemplo, el rostro, algo que jamás observó Catherina, como le habían advertido cuando la casaron, si bien ella indicó una tarde a su médico personal, allá en Basilea, y él recogió en sus notas en latín, nunca le hizo falta para ser…muy feliz.
Fátima Hernandez es Directora del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife