Despacio, como si estuviera trabajando una delicada pieza de porcelana, análoga a aquellas que gustaba regalar a su madre por su onomástica, poco a poco –una a una- fue deshilachando la compleja trama de fibras, para luego permitir que el entrelazado se llevara a cabo sin contratiempos. Mientras, gruesas gotas, saladas lágrimas, recorrían la suavidad de su tez, una piel blanquecina nunca antes expuesta a los rigores de la climatología, a los vientos y horas de intenso sol. Hacía tan solo unos minutos le habían cortado su hermosa cabellera –de manera drástica, sin contemplaciones- y con los extensos mechones tomó la decisión de hacer dos piezas (a la usanza del momento), una cadena de cuello y dos brazaletes. Sería algo sencillo y, al mismo tiempo, llamativo, que permitiera a sus poseedoras (a sus destinatarias) llevarlo encima y mostrarlo –orgullosas- en aquellos eventos en los que ella no podría estar durante un tiempo o quizá ya podría estar jamás. Tal vez su tacto, rozar los suaves hilos de pelo engarzados en ornados objetos de joyería (finas cadenitas de oro), permitiría a su madre y a su amiga Mademoiselle Caroline de Nanteuil, recordarla para siempre, durante años, hasta un regreso desde un destino incierto, que tal vez no se produciría. Se miró al espejo y confirmó lo que esperaba sucediera: por fin era un hombre.
Dicen que los días previos a la partida, antes de que el majestuoso navío zarpara hacia tierras lejanas, se había constatado en el bullicioso puerto de Toulon, que un enigmático caballero acompañaba al capitán de fragata, Louis-Claude de Soulces de Freycinet, y luego extrañamente había desaparecido, nadie lo había vuelto a ver. Algunos aseguraron haberle reconocido subiendo a bordo de un carruaje, otros discutían –sin embargo- que se trataba de una mujer, vestida de hombre, que había partido con rumbo desconocido en una pequeña barcaza. Esto último, susurraban, no podría ser cierto, porque se habrían infringido las estrictas ordenanzas a bordo de navíos del Estado, al menos sin autorización especial.
A lo lejos, en la Corte, no se hablaba de otra cosa, sí, sí, de los inexplicables acontecimientos que parece ser se habían producido de noche, en silencio, en la oscuridad más absoluta, ocultos de todos, de todo “…Hemos anunciado la salida desde Toulon hoy, día 17 de septiembre de 1817, a las 07,30 horas de la mañana, del capitán de Freycinet para un viaje alrededor del mundo a bordo de la corbeta L’Uranie….Antes de su partida, se le había visto acompañado de su mujer y luego ella ha desaparecido…se cree que ha subido a bordo. Este acto de desobediencia conyugal merece ser conocido por todos” (podía leerse en un importante periódico de la época, el Moniteur officel, del 4 de octubre de 1817, página 1094).
Contábase asimismo, por entonces, que el Ministro había escrito al Prefecto Marítimo de Toulon y al Cónsul de Gibraltar, Monsieur Joseph Viale, para pedir explicaciones respecto del suceso que traía a todos de cabeza. Y es que corría el rumor por París y por Toulon (especialmente en las lúgubres tabernas del puerto donde se bebían los mejores caldos de la región, mezclados con risas de alborozo y amores fugaces) que el comandante había hecho desembarcar –a propósito- a uno de los oficiales con el que tenía frecuentes altercados (al risueño y mojigato Monsieur Leblanc) para acomodar a un desconocido en uno de los camarotes, una estancia no demasiado ostentosa, alejada del castillo de proa, que se había destinado –en principio- a ubicar el utillaje de Historia Natural que se proponían recolectar en la expedición y, misteriosamente, se había llenado de equipaje demasiado abultado para un sencillo marinero.
Hasta el propio rey, su Majestad, Luis XVIII, informado de la infracción hacia los reglamentos marítimos, quiso ser indulgente. Se cuenta que, riendo de forma socarrona en su alcoba, antes de someterse a los cuidados capilares que precedían las recepciones matutinas, exclamó “…bueno, no me parece contagioso el ejemplo…” Según el cónsul Viale, en carta al Ministro de Marina …”es un hecho constatado que un polizón se encuentra a bordo del barco, pero creo superfluo repetir este dato…”
Relatábase, además, que durante la escala en Gilbraltar, el representante del Gobernador había recibido a la tripulación, al comandante (acompañado del extraño caballero) y casi todo su Estado Mayor, pero no les había atendido como hubiera sido su deseo, alegando –muy nervioso- que estaban inmersos en una compleja campaña en el interior y todas las estancias, incluidas las cocinas, ocupadas con pertrechos. Monsieur Don, el excelso lugarteniente del duque de Kent, a buen seguro les hubiera acogido de manera galante en su mansión, como era habitual en él, pero algo ocurría…Esos días, todos miraban de soslayo, intrigados y sorprendidos, intentando saber quién era aquel oficial (tan apuesto) que no llevaba uniforme (con el que había embarcado), ataviado con levita azul y pantalón del mismo color. “…Escribiremos a París, hay riesgo para la seguridad nacional…” se decía. Durante la recepción que les hicieron el General Don y el cónsul Viale, los invitados observaban extasiados cómo el vivaracho dibujante Jacques Arago -que viajaba en la expedición en calidad de ilustrador- (Arago, 1823) se mostraba fascinado por los cuadros y los libros de la extensa y bien provista biblioteca de la guarnición, mientras se ocupaba de hacer caricaturas de todos, que reían sorprendidos por el detalle y se mostraban ufanos por la deferencia (Diario de Ros, 1927). Hacía caricaturas de todos, menos del enigmático personaje…
Epílogo.– Rose de Saulces de Freycinet fue esposa del oficial que comandaba la expedición, de objetivos científicos, llevada a cabo en el barco francés, l’Uranie, de 350 toneladas, 20 cañones y 36 metros de eslora, que fondeó en la rada de Santa Cruz de Tenerife, el 22 de octubre de 1817. Embarcó como polizona, disfrazada de hombre, para poder viajar con su marido (algo que estaba prohibido por entonces). Después de la escala en Gibraltar (del 11 al 14 de octubre), valiente y osada, en el barco se vistió como una fémina, siendo respetada por todo el cuerpo de oficiales (126 hombres jóvenes e intrépidos) a los que animaba con frecuentes conciertos de guitarra en los tediosos días de navegación hacia tierras australes. Al llegar a Tenerife, las espesas nubes les impidieron ver el Pico del Teide, momento que esperaban todos desde hacía días con ilusión. Por la tarde, dentro de la rada de Santa Cruz de Tenerife y casi a punto de desembarcar, inesperadamente, L’Uranie fue puesto en estricta cuarentena, situación que no había ocurrido en Gibraltar, donde el comandante había dado su palabra de honor de no llevar a bordo epidemias ni otros males, que se rumoreaba afectaban puertos por los que habían pasado, pues llegaban alarmantes noticias acerca de peste en enclaves del Mediterráneo. Ante esta circunstancia (sometidos a control) optaron por quedarse menos tiempo, solo siete días, período que el comandante Luis-Claude de Saulces de Freycinet aprovechó para hacer – como tenía previsto- observaciones astronómicas (recuérdese que tenía también formación en botánica, geografía y geología) en el lugar conocido como Lazareto de la ciudad (una construcción que provocó el recelo y la estupefacción de su esposa Rose). Allí, les entregaron las llaves y -en cuatro ocasiones- pudieron comprar víveres frescos –a distancia- a un guardián y dos soldados, que les dieron las viandas a regañadientes y lo más lejos posible para evitar –creían ellos- contagiarse. Madame de Freycinet se extrañó de las características de la construcción del Lazareto, relatando en una de sus numerosas cartas que, en Francia, estos recintos eran lugares agradables, casas provistas con todo lo necesario para vivir y con plétora de jardines “…es un lugar donde los marineros o pasajeros descansan el tiempo suficiente para certificar que no son portadores de enfermedades contagiosas…”
Para Rose, el Lazareto debía ser un lugar acogedor y delicioso, pero estaba equivocada. Sin embargo, Santa Cruz de Tenerife le pareció une forte jolie ville aunque, por la cuarentena impuesta, no pudo conocer sus encantos, descubrir recoletos rincones de la ciudad de entonces (principios del siglo XIX), por cuyas callejuelas, a buen seguro, habría holgado con complacencia.
Según han escrito algunos estudiosos sobre epidemias y asuntos relacionados, caso de Anaya Hernández y Arroyo Doreste (1984-1986), Belmas y García Guerra (1899), Cioranescu (1977, 1979; 1993), Cola Benítez (2005, 2013), Díaz Pérez (1990), Dugour (1875), Eff Darwich (2002), García Herrera et al. (2008), González Yánez (1955), Ledesma (2018), Martínez Viera (2003), Padrón Albornoz (1988), Poggi y Borsotto (2004), o Quintana Andrés (2000), por citar solo algunos, El Lazareto de Santa Cruz de Tenerife abrió en el año 1784, para aislamiento de pasajeros y tripulaciones que arribaban a puerto, alquilándose un inmueble preexistente, destinado a la salazón de pescados, hacia donde se trasladó la actividad que ocupaba una vieja casa, casi en ruinas, a escasa distancia (Cioranescu, 1977). Dicho solar, conocido como Los Llanos de Regla (Ledesma, 2018), pertenecía a D. Bartolomé Antonio Méndez Montañés (Santa Cruz, 1714-Candelaria, 1784), que había construido almacenes y secaderos de pescado para las capturas que los barcos, de su propiedad, realizaban en las costas africanas, siendo el impulsor de la primera industria relacionada con la mar, la de salazón de pescado. En 1784, estos locales serían arrendados al Cabido para que fueran utilizados como Lazareto de cuarentena, durante las etapas epidémicas que sufría Santa Cruz (Ledesma, op. cit). La estricta observación de las normas sanitarias de la época se vio favorecida por la situación de los inmuebles, alejados de las zonas pobladas, aunque cerca de la costa por donde llegaban los infectados, reales o potenciales (como fue el caso de Rose y sus acompañantes).
No obstante, según Cola Benítez (2005, 2013), el origen del Lazareto hay que buscarlo mucho antes, en el año 1514, cuando Tenerife disponía de un espacio para degredo, en unas cuevas ubicadas en la desembocadura de un barranco en la costa de Santa Cruz, lugar conocido como Puerto de Caballos. El enclave era completamente inadecuado, húmedo e insalubre, por lo que los viajeros que llegaban al puerto en épocas de alarmas sanitarias, si eran capaces de sobrevivir a la cuarentena impuesta en aquellas lamentables condiciones, era que, indudablemente, disponían de una salud a toda prueba (Cola Benítez, 2013).
Volviendo a la historia de Madame de Freycinet, sin duda se trata de un relato de osadía y amor. Burlando la estricta prohibición de damas a bordo, había embarcado clandestinamente con la complicidad de su esposo, que la amaba apasionadamente y con quien se había casado hacía poco tiempo, el 6 de junio de 1814, y con él recorrió la larga singladura, tres años, hasta tierras de Australia, en viaje no exento de toda suerte de incesantes peligros (ataques, naufragios, enfermedades…). La expedición acabó siendo un éxito, a pesar de que l’Uranie naufragó en las islas Malvinas (14 de febrero de 1820), al chocar contra la roca que hoy lleva su nombre, al Este de Punta Voluntario (Berkeley Sound), que era denominada en esa época French Bay. Debido a la magnitud de la tragedia, el barco quedó varado en la playa de Punta Águila, donde tuvo que ser abandonado. Toda la tripulación (que hizo notables esfuerzos para recuperar el valioso material de Historia Natural que poseían) fue rescatada por balleneros americanos y llevada a Montevideo en el Mercury, un barco de tres mástiles que Freycinet acabó adquiriendo y llamando La Physicienne. El navío, una vez reparado en Río de Janeiro, los trasladó hasta Cherbourg (Francia), puerto al que llegaron el 10 noviembre de 1820 (Winfield & Roberts, 2015).
Unas 2.500 plantas de las 4.785 recolectadas se perdieron en el suceso (MacCarthy, 2008). No obstante, 25 especies de mamíferos, 313 de pájaros, 45 de reptiles, 174 de peces, numerosos moluscos, cnidarios, crustáceos, insectos, una cabeza de tapir, 3.000 plantas secas (láminas) de las que 200 eran desconocidas para la ciencia y 900 rocas pudieron ser rescatadas y llegaron al Museo de París, así como 500 dibujos de la expedición que se destinaron a estudios científicos.
Rose actuó por amor, pero se ganó el honor y la admiración de la tripulación, por su valentía en dicha aventura, según cuenta en el Diario que escribió sobre el periplo, publicado tardíamente por sus familiares (en el año 1927) –considerado una joya de coleccionista- y plagado de deliciosas notas y dibujos de gran interés para la Ciencia y la Historia, realizados por Arago y Pellion (ilustradores que viajaban en la expedición junto con otros importantes científicos como Duperrey, Gaudichaud de Beaupré o Quoy y Gaimard). Ya en Francia, al cabo de los años, Rose murió de cólera, en mayo de 1832, al contraer la enfermedad mientras cuidaba a su esposo que padecía dicha dolencia. Él, sin embargo, sobrevivió y falleció diez años más tarde, en 1842 (Basset, 1962, Rivière, 1996).
Una isla en Samoa (la isla Rose), una paloma de Nueva Guinea, Columba pinon, actualmente, Ducula pinon; así como varias plantas: Hibiscus pinonianus, hoy Alyogyne pinoniana o Pinonia splendens, denominada recientemente Cibotium splendens, un helecho que el botánico de la expedición, Charles Gaudichaud-Beaupré, le dedicó, aluden a su nombre de soltera (Rose-Marie Pinon), al igual que otro género de plantas, género Freycinetia, de la familia de las Pandanaceae que comprende entre 200-300 especies en todo el mundo (Rizki et al., 2015; Huynh, 1995, 1996, 1997, 1999, 2000, 2002), de las cuales 150 se hallan en Indonesia, fue dedicado a su esposo, el capitán de fragata, Louis-Claude de Soulces de Feycinet (Baptista, 2019, Gaudichaud-Beaupré, 1826-1830; St. John, 1985).
Años después, el capitán de La Coquille, Louis-Isidore Duperrey, que había participado como hidrólogo en la expedición de L’Uranie, durante el viaje de circunnavegación, 1822-1825, que también hizo escala en la isla de Tenerife, en recuerdo de la esposa de su antiguo comandante, aquella maravillosa mujer que les acompañó en la travesía, como señal de respeto y estima (Duperrey, 1825) denominó con su nombre una zona costera, cercana al Cabo de Freycinet, en concreto, Pico y Ensenada Rose…en Shark Bay, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1991, sí, sí, allá, en la lejana Australia.
“…He llamado a esta isla, isla Rose, el nombre de alguien extremadamente querido por mí…” (Diario de a bordo de Louis-Claude de Saulces de Freycinet)
Bibliografía
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Pies de foto
IMAGEN 1.- Lámina de Columba pinon (paloma que le dedicaron a Rose de Freycinet, en la actualidad denominada Ducula pinon)
IMAGEN 2.- Ducula pinon (en los bosques de Nueva Guinea)
IMAGEN 3.- Llegada de la expedición a Timor (Indonesia) (versión oficial, sin representar a Rose de Freycinet). Pintado por Pierre-Antoine Marchais.
IMAGEN 4.- Llegada de la expedición a Timor (Indonesia) (versión extraoficial, representando a Rose). Pintado por J. Arago.
IMAGEN 5.- Material tipo del helecho dedicado a Rose de Freycinet (colecciones del Museo de París) (Pinonia splendens, ahora denominada Cibotium splendens)
IMAGEN 6.- Aspecto del Lazareto de Santa Cruz de Tenerife, en torno a 1880, sesenta años después de la llegada de l’Uranie (1817)