Leo con detenimiento una interesante publicación («Usos industriales de las algas diatomeas», Illana, 2008) en relación al uso que de la tierra de diatomeas o diatomita se hace en sectores de la industria: sanidad, agricultura, farmacia, etc. La llamada tierra de diatomeas o diatomita (kieselguhr), es un lodo o fango muy peculiar que se forma en el lecho de océanos y ríos a partir de los depósitos milenarios de unos organismos vegetales muy curiosos: las diatomeas.
Estas algas unicelulares microscópicas flotan en las aguas, estando su minúscula célula protegida por dos cubiertas de sílice, una superior y otra inferior, que ajustan a modo de cajita, como las populares cápsulas de Petri. Cuando mueren caen lentamente al fondo y allí, en el curso del tiempo, por fricción y presión, se van transformando en un lodo que va aflorando, constituyendo unos depósitos terrosos muy característicos. Ya en el siglo XIX, cuando se encontraban de forma circunstancial, llamaban la atención por su estética, ya que observadas al microscopio se veían ornamentadas con líneas, poros o dibujos muy originales, que provocaban exclamaciones de admiración al investigador. Un dato curioso del artículo me llama especialmente la atención: Estados Unidos es el mayor productor y consumidor de diatomita, donde además se estima que se halla una cuarta parte de la reserva mundial. Según la opinión del profesor, antes mentado, en el año 2005 extrajo casi setecientas mil toneladas y, de esas, casi ciento cincuenta mil las exportó. El segundo país productor es China que, en el curso del año 2005, alcanzó quinientas mil toneladas, cifra importante si tenemos en cuenta que la producción anual mundial está en torno a dos millones de toneladas. Cabe hacernos entonces la siguiente pregunta ¿de qué tipo de material estamos hablando que parece tan interesante para algunos países de los llamados poderosos/influyentes, y resulta quizás tan mal aprovechado en general? Haciendo un poco de historia, recordemos que ya se usó en el siglo VI en construcción, cuando bloques de poco peso -hechos en parte con esta tierra- se emplearon para realizar la cúpula de la exquisita Santa Sofía (en la actual Estambul). También conviene citar que en el siglo XIX (1867) Alfred Nobel inventó la famosa dinamita, gracias a que mezcló nitroglicerina líquida -muy inestable- con diatomita, –fango de diatomeas-, que actuó como absorbente, permitiendo su cómodo transporte con relativa facilidad.
Otro uso muy característico es el que proviene de su alta capacidad filtrante, dada su porosidad. De ahí que se emplee de modo idóneo como componente en filtros para piscinas, acuarios, procesos de fabricación de cervezas, vinos, licores, depósitos de excrementos de mascotas, así como múltiples productos farmacéuticos. Una de sus utilidades, debido a su carácter abrasivo, es la de pulir por ejemplo metales. Y aunque a finales del siglo XIX esta tierra era un componente fundamental de pastas de dientes que se comercializaban en Estado Unidos, en la actualidad no se utilizan por resultar abrasivas en exceso para el delicado esmalte dental. Sin embargo, algunas cremas exfoliantes –corporales y faciales- sí contienen fango de diatomeas y no resulta complicado localizar este componente en productos que están actualmente en el mercado, evidentemente no se pueden dar marcas. Pero, sin duda, una de las aplicaciones que más nos intriga es el hecho de que Estados Unidos y Canadá comercializan algunos insecticidas que incluyen básicamente diatomita (85-95%) y no resultan nocivos para el medio ambiente, ni tampoco para el hombre. La actuación del producto es de forma mecánica y no por ingesta. Es decir, el polvo se deposita sobre la cubierta del insecto y le causa la muerte por deshidratación, actuando de modo inocuo para las personas que manejan o inhalan dichos productos. Se emplea además para eliminar grandes plagas, diluyendo diatomita tratada en el agua de riego y pulverizando sobre extensos cultivos vegetales. Por otro lado quisiera destacar su implicación en Medicina Forense. El llamado test de diatomeas permite saber el lugar exacto donde ciertos óbitos –ahogamientos no clarificados- han tenido lugar. Hay que tener en cuenta que cuando se produce un fallecimiento de esta tipología en medio acuático, las diatomeas que se ingieren involuntariamente se depositan en determinados órganos del cuerpo de forma muy específica, así como en la médula ósea. La presencia de especies concretas que se sabe vinculadas a zonas geográficas, la situación en dichos órganos, además de otros datos, puede llevar al investigador a deducir si dicho óbito tuvo lugar o no en el entorno donde fue encontrado el cuerpo, es decir, si hubo traslado, manipulación, cuánto tiempo llevaba fallecido… ¿no les parece interesante? Además las cubiertas silíceas, debido a su exiguo tamaño y forma, resultan muy indicadas para introducir sustancias –medicamentos, vacunas, isótopos- en el organismo humano, pudiendo señalarse múltiples usos en tratamientos de Medicina nuclear.
Lo antes expuesto me confirma, una vez más, que nos hallamos ante un referente para mirar detenidamente hacia lo que yo denomino el “océano invisible”, es decir, millones de organismos –animales y vegetales- que flotan en las aguas y que resultan indiferentes a determinados sectores de la Ciencia, aunque no a ciertos grupos de trabajo. No, no me cansaré de insistir que debemos observar el océano, sí, pero también de otra manera a como lo hacemos actualmente, con otros objetivos igual de válidos, intentando ocuparnos de los ignorados, de aquellos que por tamaño y modo de vida parece que no interesan demasiado, sin tener en cuenta que de forma discreta, casi anónima si consideramos las escasas cuantías de especies descritas, están regalando a la atmósfera constantemente un oxígeno vivificante, casi un 70% –mucho más que bosques y selvas tropicales-; nos están librando de parte del dióxido de carbono que emitimos en exceso desde la Revolución Industrial, y renuevan -para todos- la vida en las masas de agua, donde de vez en cuando habría que mirar los temas de lupa…con más detalle.
Dra. Fátima Hernández Martín, Conservadora del Museo de la Naturaleza y el Hombre.