La saca de lana, que ella había tejido con noble complacencia a la luz de la candela de grasa de joroba, aún estaba caliente, deforme y conservaba numerosas manchas de sangre, barro y hierbas, símbolo de lo que había sido aquella brutal batalla campal. Cansada, se echó para detrás el mechón de pelo que, sobresaliendo del pañuelo, caía sobre su rostro, aún hermoso a pesar de los años, aunque ajado por el duro trabajo cotidiano. Comprobó a su alrededor que no la vigilaban y corrió veloz de nuevo a esconderla, nadie debía saber lo que ocultaba, temerosa de que decidieran aplicarle un castigo cruento por ser desobediente, estando sola (sin marido) desde hacía diez años.
Sonrió sutilmente mientras recordaba la primera vez que lo había visto rondar la casa, sí a él, tan apuesto y altanero. Ella, por entonces, absorta, recogía cansina la cosecha que, a duras penas, intentaba sacar adelante en un huerto, protegido de rateros y maleantes por un muro que ella misma -con sus manos callosas – había construido con roca volcánica. Y cómo desde hacía tiempo él sonreía pícaro, mientras se dirigía presuroso hacia la loma colindante con el palmeral, mostrando gestos bravucones, no en vano sabíase protegido del nuevo regidor cadañero, desde el año anterior (allá por 1615) cuando había perdido a su madre afectada de puntada, a pesar de haber bebido (según le recomendaron) infusiones hechas con hojas de higuera negra, eucaliptus, ortiga y cola de caballo, puestas a cocer en lumbre con tres o seis cochinillas de humedad.
Arriba, mientras ella ponía con cuidado la ropa lavada a blanquear a los vientos y al sol, él le contaba aventuras (casi todas inventadas) sobre andanzas en el Nuevo Mundo (donde nunca había estado), y ambos vigilaban el ganado guanil que se decía -en los últimos tiempos- estaba muy hambriento y presto a atacar. Rememoró también el plan que habían urdido juntos, cuando ya su amor era evidente y él se acercaba sigiloso en horas vespertinas para susurrarle –al oído- la tonadilla que ella gustaba decir le emocionaba, trayéndole aires de infancia, lejos, en la otra aldea del sur insular, antes de que la casaran a la fuerza (siendo aún casi una niña) con un fornido mercader –venido de fuera- con el que nunca había intercambiado más de dos palabras, no la cortejó con artimañas, y había muerto de tabardilla hacía tiempo, a pesar de sus vigilias, de días enteros cuidándolo abnegadamente junto a su lecho, haciéndole beber aguas de grama, pimpollos de limón y caña santa, como le recomendó el galeno (un amañado no graduado como médico) que –desde la otra isla- cada año visitaba el lugar, pues aún por estos tiempos no se había dispuesto destino fijo para dicho cometido, ni tampoco para botica que suministrara remedios.
Aquella noche, ella le propuso que la ayudara a deshacerse de los cuerpos…Si el alguacil se enteraba de lo ocurrido, de lo que había hecho en un alarde de tozudez, para no sentirse en desigualdad de condiciones, quizá le daría castigo ejemplar y, lo peor de todo, lo haría delante del pueblo. Sentía miedo sobretodo de las viejas comadres – en especial de la partera- que tanto la criticaban desde que a su esposo se lo habían llevado las Ánimas y yacía para siempre bajo el suelo pedregoso de la ermita cercana, donde gustaban reunirse los de la comarca para elegir al nuevo Regidor por las fiestas de Santa Inés. Por eso, aquella jornada fría y ventosa que presagiaba tormenta, según los lugareños por la forma de las nubes y el andar de los animales (se contaba por lo bajo que una camella había dejado de dar leche de repente y un perenquén había aparecido boca arriba a la entrada del pueblo), lo habían organizado todo en secreto. Él llegaría al amparo de la penumbra de la tarde, ya a oscuras, entre vísperas y completas, cuando se empezaban a oír en lontananza las corujas y ella, advirtiendo que ningún aldeano la estuviera acechando, lo llevaría al granero –de la mano- para, una vez allí, señalarle el lugar donde -ocultos tras unas piedras- los mantenía encerrados, lejos de ojos indiscretos y lenguas desafiantes y viperinas. Ya hacía días que la saca empezaba a oler mal, el hedor nauseabundo emanado desde el cobertizo era tan intenso que ni siquiera el perro, tan leal al difunto, se atrevía a acompañarla cuando veía a su ama dirigirse al hoyo donde los iba depositando, cada vez que daba muerte certera a uno de ellos, en especial a aquellos cuyas voces recordaban la de su esposo. El entuerto era demasiado peligroso.
El mozo, apuesto y gallardo, tal como estaba previsto, apareció a la hora señalada, se quitó el sombrero y después de lanzarle un…”no hay nadie en la vereda…” se encaminó junto a ella hacia la parte posterior de la casa. Al señalarle –nerviosa- el pesado envoltorio donde estaban los inocentes, un halo de desilusión alteró su rostro, al comprobar -con pesar- que eran pocos, menos de los esperados y disgustado y temeroso salió corriendo, mientras el perro ladraba con vehemencia y ella se quedaba presa de pánico.
Horas después ya había entregado los cadáveres a las autoridades, certificando ufano -ante el escribano- que había sido él quien los había matado con sus manos, a todos, de un golpe….
Epílogo.- En las crónicas de los siglos XV, XVI y XVII, en relación a la naturaleza de Canarias, llama la atención las referencias alusivas a la extrema abundancia de ciertos animales, como asnos, dromedarios, conejos o cuervos. Este último (el cuervo) (Corvus corax canariensis Hartert & Kleinschmidt, 1901) subespecie endémica de las Islas, en algunas etapas históricas y ciertos lugares del Archipiélago, llegó a ser tan numeroso que alcanzó la categoría de plaga, atacando ganado, robando huevos y comiéndose los cultivos, incluso destrozándolos, en definitiva, desesperando a la población. En la carta que Guillermo Coma (año 1493) envía al sabio Ludovico María Sforza, de la que conocemos contenido a través de la traducción en latín que hace Nicola Squillace, puede leerse “… En las nonas de octubre, disuelta la bruma que cubría el mar, Lanzarote y Fuerteventura aparecieron en el océano. Tierra generosa, fácil e inofensiva, si no fuese por el insulto de los cuervos que azotan la isla y hacen huir hasta los mismos mercaderes; tanto es el daño que ellos causan que ha sido decretada una inviolable y severa ley para exterminarlos: cada colono es obligado por esta ley a presentar anualmente a los magistrados cien cabezas de cuervo. Quien no cumpliese con esta disposición, es condenado a una multa…”
Asimismo, en relación a los abundantes cuervos, ya en 1534, Philipp von Hutten (explorador, descubridor y conquistador alemán) comentaba algo interesante sobre dichas aves cuando pasó por Canarias”…que cada hogar debe entregar cuatro ejemplares, pues se comen las semillas y las frutas. Solo las viudas parece ser estaban exentas…” De hecho, en el siglo XVII fueron notorias las plagas de los años 1608, 1616, 1624 y 1627 (Díaz Hernández, 1988). Por ello, los Cabildos dictaban órdenes en las cuales los pobladores tenían la obligación de coger hasta junio, un número determinado de cabezas de cuervos y cuyo incumplimiento conllevaba castigos severos (Acuerdo del Cabildo, legajo1, folio 180, 24 de octubre de 1616).
Curiosamente, lo que fue plaga en épocas pasadas, hoy en día está protegido. De hecho, el cuervo canario (Corvus corax canariensis) se halla incluido en el anexo I (pues es una especie en peligro de extinción), ley 4/2010 de 4 de junio (BOC nº 112). Los motivos de la reducción actual de las poblaciones de esta especie (Barone, 2004 y Siverio et al., 2010) con un amplio espectro de ingesta, dado que es omnívora (carroñera, frutívora y granívora), hay que buscarlos en la existencia de tendidos eléctricos, uso de venenos y pesticidas, ausencia de cadáveres de animales (por disminución notable de la cabaña ganadera) y menor número de espacios cultivados, lo que ha llevado a incluir a la especie en los listados antes señalados y a mimar, en la actualidad, algo que antaño fue muy perseguido. Qué curioso, cómo cambian los tiempos. No obstante, hay que señalar que todo organismo tiene (en el engranaje ecológico del Planeta) su lugar y función, ninguno sobra, ninguno debe faltar. En el caso del cuervo, según Nogales (1992), no debemos olvidar el importante papel que desempeña esta especie en los ecosistemas canarios como dispersante de semillas de plantas superiores, además de constructor de nidos susceptibles de ser ocupados posteriormente por otras especies, caso de Asio otus (búho chico), Accipenser nisus (gavilán) o Neophron percnopterus (alimoche). Excelente controlador de poblaciones de vertebrados terrestres y plagas de insectos, consume animales muertos (carroñero), facilitando la limpieza de ambientes terrestres. Antes y ahora, dos versiones de lo que no es precisamente una sistema en equilibrio y es que en medio, como es habitual, se encuentra el hombre.
BIBLIOGRAFÍA
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Dra. Fátima Hernández Martín
Directora del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife