La sala se llena de luz cada vez de que una de esas gavetas se desliza lentamente sobre sus rieles y muestra la belleza infinita de unos seres frágiles y hermosos que posan inertes, aunque llenos de vida, para el deleite de aquellos que los contemplan enmudecidos y sobrecogidos por su irresistible encanto y su grácil finura.
Clasificadas y ordenadas por colores, formas y texturas —como si de exóticos y valiosos tejidos se tratasen—, se presentan en toda su frescura y exquisitez. Albas, ribeteadas o rematadas en amarillo son las primeras; abren la pasarela con sus suaves formas, delicadas y sencillas, puras e inocentes.
En segundo lugar, se presentan ellas, alegres y luminosas —y amarillas, muy amarillas, deslumbrantemente amarillas—, arropadas por el ardiente naranja. La locura y la envidia se manifiestan en forma de criatura alada.
Y llegan divinas y coquetas las más serenas, envueltas en azul: azul royal, azul cobalto, azul marino… Flúor, brillos y matices de otras tonalidades adornan sus diseños, reminiscencia de mares y océanos, de aguas pesadas y gélidas.
Ya asoma el color funesto. Enlutadas y en la pena, irrumpe este grupo de mal augurio. Inundan de oscuridad la estancia; tan solo unas motas amarillas y blanquecinas las separan del aderno.
Trompetas de júbilo y alegría anuncian luz y vida. Una explosión de color rompe la monotonía. Dulce transición hacia el siguiente grupo. Casi en conjunto se arrastran y colisionan con las que destacan por su singular rareza: alas de dragón, garras de felino, telas de araña, dientes de tiburón… ¡Se dispara la imaginación!
Infinidad de formas caprichosas de esos magnéticos atributos que las alzan al vuelo se muestran ante mis ojos. Y entre marrones y tostados, saludan mostrando sus largas colas, algunas; sus pequeños apéndices, otras.
Se van acercando tímidas las que vienen de otras tierras, las que han cruzado mares y grandes océanos de aguas templadas, frías y gélidas. De entre todas, destaca ella, con su luz natural, con su mágica quietud. Cerúleo infinito, arrebato iridiscente, presencia hipnótica, hechizo sureño, delirio consciente: morpho menelaus, morpho menelaus, morpho menelaus…
Escapo un instante del embrujo y continúo mi insaciable búsqueda de la belleza etérea, de este adictivo encantamiento que llena de júbilo mi alma.
El final ya se aproxima. Me invade una profunda pena, pero la curiosidad y la ilusión opaca mi tristeza. Y allí vibran de nuevo, verde lima y gualda, rojo intenso con azul, veteadas y estampadas. Relucientes y altivas asoman las más bellas, las más deseadas. Junto a estas, se intuyen otras, que se mimetizan, se camuflan sin decoro.
Y como dos tenues rayos de sol de una mañana clara se despiertan del letargo él y ella: él estirado y con largas piernas; ella, más de miembros cortos.
Las siguientes, las temidas, son astutas y taimadas. Se disfrazan de amarillo, con máculas negras, con topos níveos, transparencias y dorados. Sugerentes y sibilinas, se acercan con malicia.
Un «hasta siempre» farfullan las que reciben el día con alegría; un «hasta pronto» barbotean las que prefieren la quietud de la noche. Es el colofón final, el adiós definitivo a sinuosas siluetas de intenso colorido y volúmenes diversos. Un auténtico festival de los sentidos en el que se enredan, en delicada armonía, espejismos de azules, fantasías de naranjas, nebulosas de albugíneos, y el negro…, el aciago negro que siempre vuelve. Es el ciclo de la vida; es el ciclo de la moda.
El desfile ha terminado. Me dirijo hacia la puerta temblorosa y abrumada. De pronto, a mis espaldas, destellos intermitentes de luz blanca detienen mis pasos. Sonidos cristalinos y agudos envuelven la estancia. Mi corazón palpita con mucha fuerza. Me giro lentamente, y allí están, agitando sus delicadas alas. Van saliendo de su dulce encierro; ordenadas, livianas. En pocos segundos, la sala se llena de magia. Cromatismo en movimiento, brillos celestiales inundan el habitáculo. Se agrupan y dispersan con suave movimiento. Parlotean en otras lenguas, otros dialectos. Son hermosas y refinadas, discretas y sensatas. Metamorfean para llenar el mundo de belleza, de color, de luz, de vida. ¡Es la fiesta de las mariposas! Perpleja, contemplo inmóvil la escena. Me cautiva, me embelesa, me paraliza, me eleva... Y desde allí, desde lo alto —y con los ojos bien abiertos—, vivo mi propio sueño alado.