Escapo un instante del embrujo y continúo mi insaciable búsqueda de la belleza etérea, de este adictivo encantamiento que llena de júbilo mi alma.
El final ya se aproxima. Me invade una profunda pena, pero la curiosidad y la ilusión opaca mi tristeza. Y allí vibran de nuevo, verde lima y gualda, rojo intenso con azul, veteadas y estampadas. Relucientes y altivas asoman las más bellas, las más deseadas. Junto a estas, se intuyen otras, que se mimetizan, se camuflan sin decoro.
Y como dos tenues rayos de sol de una mañana clara se despiertan del letargo él y ella: él estirado y con largas piernas; ella, más de miembros cortos.
Las siguientes, las temidas, son astutas y taimadas. Se disfrazan de amarillo, con máculas negras, con topos níveos, transparencias y dorados. Sugerentes y sibilinas, se acercan con malicia.
Un «hasta siempre» farfullan las que reciben el día con alegría; un «hasta pronto» barbotean las que prefieren la quietud de la noche. Es el colofón final, el adiós definitivo a sinuosas siluetas de intenso colorido y volúmenes diversos. Un auténtico festival de los sentidos en el que se enredan, en delicada armonía, espejismos de azules, fantasías de naranjas, nebulosas de albugíneos, y el negro…, el aciago negro que siempre vuelve. Es el ciclo de la vida; es el ciclo de la moda.
El desfile ha terminado. Me dirijo hacia la puerta temblorosa y abrumada. De pronto, a mis espaldas, destellos intermitentes de luz blanca detienen mis pasos. Sonidos cristalinos y agudos envuelven la estancia. Mi corazón palpita con mucha fuerza. Me giro lentamente, y allí están, agitando sus delicadas alas. Van saliendo de su dulce encierro; ordenadas, livianas. En pocos segundos, la sala se llena de magia. Cromatismo en movimiento, brillos celestiales inundan el habitáculo. Se agrupan y dispersan con suave movimiento. Parlotean en otras lenguas, otros dialectos. Son hermosas y refinadas, discretas y sensatas. Metamorfean para llenar el mundo de belleza, de color, de luz, de vida. ¡Es la fiesta de las mariposas! Perpleja, contemplo inmóvil la escena. Me cautiva, me embelesa, me paraliza, me eleva... Y desde allí, desde lo alto —y con los ojos bien abiertos—, vivo mi propio sueño alado.