El extraño olor que flotaba en el ambiente, en especial el aroma que emanaba del final de la estancia, dirigió a los dos hombres, sin ellos darse cuenta, al extremo angosto y en penumbra que semejaba una oquedad, una gruta desconocida aún por descubrir. Fue en ese momento cuando percibieron una corriente de aire y hablaron del frío que se había instalado en la localidad desde hacía mucho tiempo, cubriéndolo todo de nieve. De hecho, se había humedecido tanto la madera que pareciera exudaba agua, debido a las bajas temperaturas de los últimos meses. La escasa luz del amplio despacho, recargado de libros, alambiques, cartas y mapas, aumentaba el efecto, mientras todo seguía oliendo de forma inusitada. Entonces, el más longevo condujo a su colega hasta un curioso armario. Iban en silencio, expectantes, como aguardando un acontecimiento de sumo interés. Uno de los dos hombres, el más aguerrido, propietario del inmueble, movió con cierta dificultad el manubrio del escondite secreto que se ocultaba –camuflado- tras un trampantojo del añoso escritorio, policromado y lleno de repisas y anaqueles diminutos. De allí, con sumo cuidado, extrajo el objeto, desplegando para ello las numerosas capas de la tela brocada en que la joya había sido envuelta, a modo de escudo protector. Dicha tela, de lujoso bordado, daba idea de lo valiosa que era la pieza que arropaba en su interior y de la que el caballero se sentía custodio desde aquel lejano día en que, no sin cierta dificultad y faltándole la respiración, diríase ahogándose, la había recogido –allá en lo alto- y trasladado oculta con muchas penurias desde aquel enclave, situado en medio de la Mar Océano. Allí, según habladurías, se ocultaban especies de una belleza excepcional y tanta importancia comercial que hacían soñar a ricos factores de regiones del septentrión. Con cuidado la tomó en la mano, la mostró a su colega, sonrió con sorna, y ambos coincidieron que apenas pesaba. Era ligera y sutil, cual burbuja que hubiera caído desprendida del cielo, del arco celestial que, en las noches estrelladas, solía contemplar absorto, mientras navegaba tediosamente de regreso a su casa… Uno de los dos hombres, el más joven y osado, incluso se atrevió a acercarse el objeto, despacio, a las fosas nasales, con temor, como presintiendo el rechazo que el perfume pestilente que exhalaba le iba a provocar. También, el dueño del souvenir en un alarde de valentía, propia de aquellos que habían soportado aventuras en ultramar, sorteado obstáculos, combatido en batallas, sobrevivido a tempestades violentas e incluso habían sido testigos de algún que otro ataque de piratería de extrema crudeza, tuvo la gallardía de colocarse el objeto en la boca, llevado por la curiosidad de conocer qué sabor tendría. El gusto amargo le provocó un vómito amarillo inmediato, al tiempo que un rictus de asco invadió su rostro. Unos minutos después, su propietario, despacio, de modo no exento de un mimo y una ternura digna del más egoísta de los coleccionistas, la devolvió al lugar recóndito y oculto de donde la había sacado instantes antes y, nervioso, cerró el dispositivo secreto, dando varias vueltas a una pesada y herrumbrosa llave que había insertado en una angosta y labrada cerradura.
Epílogo.– André Thevet (1503-1592) fue un franciscano, viajero, escritor y cosmógrafo real (vivió en la corte de Catalina de Médicis como capellán) que visitó diversas zonas de Europa, Oriente y América del Sur a lo largo de su vida. En el curso de estos viajes, estuvo dos veces (haciendo escala) en las islas Canarias (la segunda visita, allá por mayo de 1555). Sus impresiones sobre naturaleza canaria quedaron plasmadas en sus libros. Una de sus obras más conocidas es La singularitez de la France antartique (1558), también La Cosmographie Universelle (1575). Precisamente, según especifica Aznar Vallejo (2003) en la publicación El capítulo de Canarias en el Islario de André Thevet, uno de los aspectos de la naturaleza isleña que impresionó a Thevet, durante su escala en Canarias, fue el material volcánico. Así puede leerse en sus relatos…En ella (se refiere a Tenerife) se encuentran piedras porosas como esponjas, muy ligeras si se considera su proporción, de las que por curiosidad traje algunas, con otras muy raras, que todavía están en mi despacho. Estas piedras tienen un olor sulfuroso, lo que procede de la naturaleza del lugar, que es una mina de sulfuro…
Según recuerda Aznar Vallejo (2003), las posibilidades mineras del Teide, en siglos pasados, alentaron siempre –erróneamente- grandes expectativas, aunque nunca tuvieron consistencia real. Considérese, por ejemplo, la concesión en 1515 de las minas de oro, plata, alumbre de la Sierra del Teide y la Montaña de Armajen, a favor de los licenciados Zapata y Aguirre (Aznar Vallejo, 1981: Documentos Canarios en el Registro General del Sello (1476- 1517). No olvidemos que, por entonces, Europa se hallaba ávida por coleccionar –atesorar- especímenes zoológicos, botánicos o muestras geológicas procedentes de las tierras que se iban conociendo. Todo asombraba y maravillaba a los estudiosos.
Mencionemos que –antiguamente- la recogida de azufre (a partir del siglo XVI), así como la extracción de piedra pómez y arenas en el Teide se hacía en cantidades muy pequeñas debido a la dificultad que entrañaba el traslado. Posteriormente, con la demanda de materiales y la mejora de comunicaciones, este aprovechamiento creció tanto que se convirtió en un serio problema para el Parque del Teide. Esta explotación se cancela definitivamente cuando entra en vigor de la Ley 5/1981 de reclasificación del Parque Nacional del Teide prohibiendo la recogida, así como todo tipo de trabajo de búsqueda y explotación de minerales (artículo 3). Asimismo, por decreto 153/2002 de 24 de octubre, el Plan Rector de Uso y Gestión del Parque Nacional (BOC nº 164 de 11 de diciembre de 2002) establece, en el artículo 5.2.2, la prohibición de alterar el relieve mediante excavación, aterramiento u otras acciones…el arranque, cogida, recolección o extracción de tierras, áridos, piedras, rocas minerales o cualquier otro tipo de material geológico. Se permite solo -como uso tradicional- la extracción de tierras de colores en Las Cañadas para la elaboración de las alfombras, las que decoran las hermosas calles de La Orotava una vez al año.
Curiosamente, una piedra de azufre, recogida en el Teide, fue llevada a Francia por el monje franciscano André Thevet en una época (mediados del siglo XVI) en la que algunos (muy pocos) viajeros del Viejo Continente llegaban a Canarias, atraídos por una naturaleza (fauna, flora y gea) sublime y pletórica, aunque con finalidad más comercial que científica. Para interés científico por nuestra excelsa naturaleza, para eso, hubo que esperar aún algún tiempo, hasta el siglo XVIII.
*Fátima Hernández Martín es directora del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife