Los que trabajamos vinculados a los océanos, nunca nos cansamos de descubrir fenómenos relacionados con ese medio inmenso, azul, profundo, enigmático, desconocido en parte e incomprendido en ocasiones, que engloba a las aguas marinas. Los que estudiamos con pasión -y por obligación- detalles fuera de lo común, localizados en fangos o lodos, arenas o rocas; algas o fanerógamas; cuevas submarinas, la propia masa de agua, animales o vegetales
nos quedamos completamente absortos mientras manipulamos, examinamos, analizamos, fotografiamos y sobre todo opinamos con rigor
en relación a seres de pocos milímetros o muchos metros, de cuerpos densos y opacos o delicadas y sutiles transparencias que no habían salido a la luz, que vivían en el más absoluto anonimato en su ambiente, cumpliendo una función ecológica la suya- como parte del entramado complejo y confuso, que es el proceso que rige el funcionamiento del ecosistema. Todos y todo hay que tenerlo en cuenta- tienen una misión fundamental en el mismo. Desde los organismos que mueren y cuyos cadáveres van al fondo o se diluyen en las aguas, generando partículas vivificantes que se incorporan a los ciclos bioquímicos, permitiendo que la vida se renueve cada día
hasta soportes de todo tipo (praderas vegetales, arenas ondulantes, rocas ornamentadas por el paso de años, escarpadas cornisas, laberínticas grutas o recónditas ensenadas
) que acogen, anclan o esconden a los antes mentados
forman parte de un componente fundamental para el planeta Tierra: el océano. Sólo hace falta mirar un mapamundi para darnos cuenta de la extensa superficie que ocupa, un 70%, muchísimo, si lo comparamos con la terrestre que, aunque menor (30%), siempre la hemos considerado más relevante.Precisamente, uno de los fenómenos más curiosos que a mí siempre me ha cautivado, lo estudio desde hace años con dedicación al igual que otros científicos para los que sigue constituyendo un caso abierto, es el que se conocía a finales del XIX como «mare sporco» (mar sucio), es decir, un cambio brusco en el aspecto o tonalidad de las aguas. En tiempos pasados los habitantes de las costas mediterráneas decían aterrados «malattia del mare» (enfermedad del mar), cuando aparecía repentinamente lleno de masas gelatinosas, resbaladizas al tacto, babosas, amorfas, de consistencia mucosa y tonalidad blanquecina. Y, al igual que otros fenómenos que se consideraban erróneamente «plagas de algas», trajeron de cabeza otrora y hoy en día aún lo siguen haciendo- a autoridades, gestores de instalaciones turísticas y científicos. Muchas veces, evidentemente, son las algas microscópicas las que causan estas anomalías, tiñendo el agua de color rojo, amarillo o marrón. El fenómeno llamado «marea roja», puede ser muy tóxico un problema grave-, afectar a zonas de cultivos vinculadas a marisco e incluso llegar al hombre y por ingesta o simple inhalación provocarle la muerte. En otras ocasiones son otros organismos del plancton (medusas o salpas), los que debido a ciertas condiciones, por ejemplo un exceso de nutrientes, cambios bruscos en temperaturas, dirección de vientos o de las corrientes crecen desorbitadamente (bloom), transformando el aspecto del agua, que se vuelve mucosa, es decir, se densifica. Además, algunos fragmentos de plancton (ya muerto) dan lugar a otro aspecto muy interesante, la llamada «nieve marina». Esta nieve marina, restos de envolturas e incluso paquetes fecales, va cayendo lentamente hacia las grandes profundidades a una velocidad entre quince y trescientos metros por día. Si la visualizamos, podemos definirla como si nevase en el fondo del mar (eso sí, una delicada nevada, tranquila y pausada). Pensemos además que, en ocasiones, este material es lo único que pueden conseguir como sustento algunos organismos de gran profundidad, que lo esperan como maná caído del cielo, es decir, desde superficie.
Recuerdo que cuando empecé a participar en campañas oceanográficas, hace algunos años, y contemplaba la inmensidad de las aguas, este detalle me llamaba curiosamente la atención. Era uno de los muchos misterios que encerraban los mares, al igual que me sorprendían los violentos temporales que elevaban olas impetuosas contra las costas norteñas tan amadas. Pero es cierto que lo he podido disfrutar, también, en atardeceres plácidos y sosegados, o en momentos de calma extrema durante amaneceres en lugares cercanos, como mis Islas, o lejanos como el Trópico sofocante donde la visión del exiguo rayo verde te mantiene siempre expectante. Ese océano, sí, el mismo, que cautiva como apuesto guerrero o sirena anhelada. Y nos puede, nos gana, nos atrapa, y aunque lo intentemos
no lo dominamos, porque creemos que lo conocemos todo y apenas sabemos nada. Sin embargo, confiamos con desvelo que aún albergue soluciones para hambrunas y nostalgias, que siga hablando de seres mitológicos y de patrañas; de límites y sueños, de profundidad y distancia, de tristes despedidas, de encuentros y llegadas, de brisas y de calmas, de intrépidas barcazas, de inquietantes susurros y canciones cantadas; de pescas y de hazañas, de aventuras narradas, de antiguos navegantes, de aguerridos marinos, de velas o mesanas. El océano, sí, el océano
¡ah, cómo me embriaga!
Fátima Hernández Martín
Conservadora de Biología Marina