Dicen que ya no son tan frecuentes como antes, durante aquellos años que tanto recordamos, tranquilas y sosegadas etapas de nuestra niñez y adolescencia cuando, temerosos y asombrados, acudíamos a la zona costera (a los charcos de la orilla risueña y pletórica de algas y todo tipo de vida marina) a la búsqueda de aquellos enigmáticos seres que, de manera grácil, casi elaborando una danza ritual de extraño significado, se movían sutilmente ante nuestros ojos, para luego escurrirse de nuestras manos, entre las oquedades, lugares a los que no podíamos acceder y desde los que –sabíamos- nos miraban cautelosos y desafiantes para evitar ser rozados por nuestros dedos de curiosidad juvenil. Nunca perseguimos capturarlos, solo examinarlos y, ellos, sabedores de nuestra odisea, huían a toda prisa hacia donde tenían previsto observarnos.
Cuenta Plinio -en su Historia Natural- que fue un pulpo, el monstruo misterioso que se subía a las ramas de un árbol, allá –lejos- en los viveros que había en Carteya (lugar que se ubicaba otrora en la Bética, entre Algeciras y Gibraltar) y que gustaba saquear las salazones costeras. Contábase -con miedo- que los guardianes le tendieron trampas, numerosas barreras, pero él, capaz de atravesarlas, acababa finalmente subiendo a lo alto del arbusto, huyendo de sus captores. Solo el olfato de los canes, con sus incesantes ladridos de alerta, lo rodearon una noche, quedando los hombres aterrados ante lo que veían sus ojos. Hablábase que, de tamaño inaudito, color extraño e impregnado en salmuera, exhalaba un olor tan atroz y pestilente, que era difícil mantenerse en combate a su lado. Tras vencerle, ufanos, mostraron a Lúculo su cabeza, extremidad que alcanzaba el tamaño de un tonel con capacidad para quince ánforas y, fascinados, decidieron conservar sus restos para asombro de los lugareños…
Pulpo fue el dibujo que se hizo para la obra de Verne, Veinte mil leguas de viaje submarino, aunque no era intención del artista esbozarle de ese modo, pues todo se debía a confusión con calamares gigantes a los que el maestro de la aventura y la fantasía, aludía, es decir, plasmó en su obra. Se inspiraba en el suceso del buque Alecton, sí, sí, que ocurrió cerca de Santa Cruz de Tenerife, aquel noviembre de 1860, siendo cónsul Sabino Berthelot quien –presuroso- notificó el hallazgo, allá, a París, a la Academia, dando detalles sobre el ser singular que el navío, mentado, había recogido en aguas del septentrión de Canarias.
Curioso también el boceto que realizó Victor Hugo para su obra Los trabajadores del mar, donde quedan muy bien reflejados los movimientos insinuantes del cefalópodo, en medio de fondos de penumbras, al estilo del maestro Francisco de Goya, del que se ha escrito tomaba inspiración el admirado escritor francés, autor de Los miserables.
Y la obra del pintor, Alejandro Tosco, no ha sido impasible a estos medrosos animales, les ha captado, curioseando, en un face à face (ver catálogo de la exposición Deconstrucción atlántica, 2017), mientras el artista soporta estoicamente la arrogante mirada del molusco, que parece indicar a su retratista cómo quiere ser inmortalizado, que nos habla sin palabras de lo pendiente que está de sus gestos, de su manera de vigilarle mientras dibuja. Este organismo esquivo muestra lo fatuo de la existencia, de los escondrijos que buscamos en situaciones complejas, aunque al final siempre salimos de las guaridas para enfrentarnos una vez más –como hace el pulpo- a vivir un nuevo instante de la vida, que es –sencillamente- maravillosa.
Octopus vulgaris (pulpo)
Molusco cefalópodo
Animal invertebrado que, predador muy activo, vive desde la zona costera hasta el borde de la plataforma continental (200 metros aproximadamente), aunque su rango más habitual se sitúa desde el intermareal (charcos de orilla) hasta los veinte metros de profundidad, sobre sustratos de distinta tipología, tanto rocosos, arenoso-rocosos o fangosos. Por lo general, durante el día se refugia en oquedades, cuevas o entre restos de conchas o piedras, permaneciendo camuflado u oculto, y abandonando sus guaridas (madrigueras), especialmente durante la noche, para capturar aquellas presas que constituyen su alimento, es decir, pequeños invertebrados o peces. Las hembras realizan dos puestas al año, con 400.000 huevos en cada una, que depositan (a modo de racimos) en las grietas del fondo. Las larvas forman parte del plancton y al cabo de unos días de desarrollo se depositan sobre el lecho marino para llevar vida bentónica. Solitarios y muy territorialistas, los individuos, sin embargo, se agregan/concentran durante la época de reproducción, que tiene lugar en aguas muy someras. Esta especie se distribuye por aguas cálidas tropicales y subtropicales y templadas. Se le considera un organismo con comportamientos de aprendizaje muy desarrollados.
Imagen: Octopus vulgaris (técnica mixta sobre lienzo, 2017). Alejandro Tosco (artista canario)
Dra. Fátima Hernández Martín
Directora del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife