Temor manifiesto rezumaba por doquier en aquellas jornadas que parecieren eternas, donde se barruntaba lo que acontecería y no había lugar para calcorrear. Aún las recordamos, sí a ellas –las muy ladinas- más peligrosas que ir cautivo en gurapas, derrochando altanería, paseando arrogancia, firmes y decididas, burlándonos, prestas a combate, sin amollarse, en posición de ataque inminente para los que sufríamos su permanente asedio. Mirábanles a ellos (lea vuecencia a nosotros) que, atemorizados, ni siquiera atrevíamos a dar paso al frente para afufarlas, por miedo a reacción que su actitud causare en nuestros fornidos cuerpos. Temblábamos como incautos y hallándonos presos de inmovilidad, roídos por los nervios, no holgábamos a nuestras anchas, pues es bien sabido que descanso necesitáramos después de tanto marinear en el maritornar. En nuestras manos, agarrando con fuerza, portábamos gruesos estoperoles, cuerdas de cáñamo y enhiestos palos con los que pensábamos hacerles frente siguiendo la voz del cómitre. Ellas, colocábanse prietas, unas con otras, haciendo que mostraban sonrisa y enseñando dientes despacio, mientras realizaban maniobras en cercanía, dirigidas por la cabecilla que organizaba con cierto caos el grupo. Hasta los más bisoños, en la oscuridad, tropezando con mareaje, nos dábamos órdenes en lengua malina, con nuestra jerigonza.
Baste decir que, en tocando hombros, asegurábamos estar vivos, a sabiendas que ellas querían arrebatarnos a toda costa la vitualla, la escasa vitualla disponible para tan solo algunas horas más… Llevábamos días en situación de gran crudeza, tiempo que parecía no tocar fin, pues hubiéremos de estar vigilando constantemente el agua que, sellada en barricas, empezaba a desprender hedor nauseabundo aunque estuviese lejos de los jardines e impidiéndonos garlar de nuestras cosas como fuese menester. El tocino hallábase picado por moho y el bizcocho -que el bueno del galeno obligaba a comer a los enfermos de delirios de la mar– plagado de gusanos, que eliminábamos con fuerte manotazo. Hacíamos turnos de tres en tres, pues número menor sería peligroso y daría ventaja a nuestras adversarias. En ocasiones, por dolor, cansancio y ánimos debilitados, notábanse los más gallardos (obligados a pilotear) cómo gotas de sudor recorrían sus cuerpos, enrojecidos por la tensión, pareciendo rígidos estandartes, pues señalábase la musculatura como lección anatómica.
Pláceme narrar que, por entonces, para infundir consuelo en la desesperación, durante vigilias, cuando se recrudecían las peleas, entonábamos viejas romanzas –aprendidas en oscuras tabernas de sorna y descaro, hartos de embuciar mufla– al tiempo que, entre violentos bandazos por fuerte mano, mojados por salitre empujado por maestral, aniquilábamos de manera lacerante las que podíamos (no muchas, doy fe de ello), golpeándolas sin piedad en las cabezas, hasta quedar como mazamorra y provocarles el óbito entre gemidos estertóreos, a la par que chorros de sangre viscosa manchaba los jirones de nuestros sucios apretados. Sí, aún recordamos cuando morían las más ancianas y cómo juntábamos sus cadáveres cerca de los bandines. Pardiós, exhaustos estamos… llegó a gritar el pañolero la mañana en que, con pesar, él mismo comprobó que cuatro gatos y siete papagayos, por los que sentía gran cariño, destinados a noble de la Corte, pariente del Oidor de Audiencias, D. Diego García de Palacio, famoso escribiente de una Instrucción Náutica fechada en 1587, habían perecido, desgarrados sin piedad por las más lozanas, y –horrorizado- describió al grupo de unas cincuenta, alborozadas, devorando sus cadáveres e impidiéndole acercarse para evitar sufrimiento de los pobres animales con golpe certero, pues mirábanle con desparpajo a la cara.
Deben saber vuestras mercedes que los alguaciles tuvieron noticias de hurtos de comida, tan frecuentes que ni siquiera los más avezados podían facer las labores habituales dispuestas por el contramaestre. Infierno, estaribel, era la palabra que describía aquello, zozobra de la que no creímos sobrevivir… Cada vez eran más y nosotros, su Señoría, menos poderosos. La visión del continente –aquella mañana soleada-, como si navegáramos al pajaril, abrió halo de esperanza en nuestros corazones. Quizá todo acabase pronto, prometiendo que, en llegando sanos y salvos a puerto, todo lo escribiríamos, sin dejar ningún detalle para olvido y así supieren hijos y nietos, o todos aquellos que quisieren leerlo y sosegarse con estas letras de sufridos y a la par soñaran aventurarse como bravoneles, como sesudos varones de garnacha en largas singladuras, sí, sí… que supieren lo que bien podría ocurrirles… buscando nuevos horizontes en la Mar Océana.
Epílogo.- Según relatan los estudiosos (caso de Moreno Cebrián, 1989), muchos problemas se podían presentar en las flotas y galeones de Indias, en relación a los viajes de ultramar, destacando –entre otros que sería largo detallar relacionados con la salubridad a bordo – las plagas de ratas…
Uno de los casos más llamativos fue el narrado por Antonio Vázquez de Espinosa, fraile carmelita que dedicó parte de su vida a recorrer las Indias occidentales -a principios del siglo XVII- y cuya obra más representativa «Compendio y Descripción de las Indias» permaneció inédita hasta el siglo XX. Durante la navegación de varios meses entre Veracruz y Cádiz (junio-noviembre de 1622), su navío fue asaltado (tomado literalmente) por una plaga de ratas (que se inició en Trujillo). Durante la escala en La Habana aniquilaron miles de ellas, pero al iniciar de nuevo la singladura se reprodujeron -en tal cantidad- que iban horadando las maderas, facilitando que entrara agua, con el daño que esto suponía. Muertas de hambre, atacaban ferozmente a los hombres para robar toda la comida disponible a bordo (que tampoco era mucha): bizcocho, tocino, tasajo, quesos, frutos secos, agua… Fue tal la voracidad que se llegaron a comer –incluso- algunos papagayos y gatos, animales que viajaban a bordo y que iban destinados a ser entregados como dádiva en la Corte (según costumbre de época). Este suceso fue narrado al llegar al puerto español, por una tripulación que sobrevivió de milagro a estos… ¡malditos roedores!
Dra. Fátima Hernández Martín
Directora del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife