El calor era agobiante en Sevilla, si bien cerca del Guadalquivir la brisa vespertina del estío, que ese año había llegado de forma tardía, le trajo –de súbito- añoranzas de suaves aires oceánicos, aquellos que tanto gustaba disfrutar con los ojos cerrados en la cubierta de su vieja embarcación. Recordó cómo dichos aires, plenos de susurros de oleajes embravecidos y perfumes de sales marinas y conchas nacaradas, enojados por profanar sus dominios, rompían con vehemencia contra el casco del buque. Ahora, en estos instantes de dudas y temores, con esas emotivas imágenes intentaba calmar los sofocos que le producía pensar en la incógnita que tendría el final del entuerto. Sería aproximadamente la hora que los frailes llamaban “de vísperas” cuando se vistió presuroso con las calzas de los días de feria, el sombrero con adorno de plumas de faisán y un cinturón añoso -aunque querido- que había recibido en herencia de un antiguo compañero de batallas, un tal Segismundo de Villasanta, que le había acompañado en sus primeras aventuras de ultramar y había fallecido a manos de un grupo hostil cuando intentaba cruzar un riachuelo en lugar selvático. A la hora convenida, ya se hallaba delante de la Casa de la Contratación (que le era tan familiar) donde, por fin, después de mucho tiempo de rogatorios, se había accedido a discutir a quién correspondía la razón de aquel embrollo que le había traído tantos quebraderos de cabeza. Incluso el abandono del amor de sus amores, Dª Rosalía de Castrovellido, una joven damisela que le prometió accedería a su petición de matrimonio si en la dote incluía aquella joya preciada, desaparecida misteriosamente desde hacía días. Aunque nervioso, reconoció que en estos momentos no se hallaba tan furioso como días atrás, cuando en un estado casi irascible estuvo a punto de retarse a duelo con su conocido por saberle autor del engaño. Sus gritos pudieron oírse en lontananza y era desgarrador ver cómo estuvo dispuesto a llegar a donde fuese necesario para recuperar aquel tesoro que él aseguraba le habían arrebatado sin complacencia, basándose en la confianza y la amistad que ambos caballeros se profesaban desde hacía muchos años.
Antes de entrar y enfrentarse a su enemigo recordó que, meses antes, alguien le había hablado de la intriga que le supuso a él también descubrirlos -por primera vez- en aquel rincón oculto (casi invisible) de un cuadro extraño, pero de gran belleza, que le contaron habían encargado a Lucas Cranach (el Viejo) a fin de plasmar para la posteridad la imagen delicada de una dama. Con gran dificultad y mucha paciencia se había percatado de la presencia diminuta y casi de soslayo, de aquello similar a lo desaparecido y por lo que estaba a punto de perder toda su hacienda.
Según Pieper (2006), el interés por las aves que se traían de América manifestado por las élites europeas formó parte del afán coleccionista generalizado en los siglos XVI y XVII, que se extendía a toda clase de naturalia y artificialia, ya fueran los objetos mismos o sus descripciones e imágenes. En el caso que nos ocupa, los primeros papagayos americanos llegaron a Europa en 1493 (regreso de la primera expedición de Colón). Los animales desembarcaron en Sevilla y acompañaron al almirante y su séquito hasta la corte castellano-aragonesa, que en aquel momento se hallaba en Barcelona, allí fueron regalados a la reina Isabel la Católica que se entusiasmó con ellos. Cuatro años más tarde, un cronista veneciano (Marino Sanudo) menciona que el embajador Francesco Capello había traído a la ciudad papagayos desde dicha Corte como primer vestigio de estos animales más allá de la Península Ibérica, Italia en concreto. Unos seis años después, 1503, Lucas Cranach (pintor y grabador alemán, muy relacionado con humanistas de esa época) retrató –por encargo del esposo- a Anna Cuspian con un ara (papagayo) rojo, procedente del Brasil, lo que confirma que dichos animales habían llegado más allá, al norte de los Alpes, siendo esta referencia una de los primeras menciones de estas aves en pintura. Y es que según Pieper (op. cit.) catorce años después del regreso de la primera expedición colombina, la llegada y posesión de papagayos de América era digna de mención en la correspondencia letrada entre máximos representantes del humanismo alemán.
Resulta anecdótico comentar que todavía en 1534 había pleitos en numerosos lugares de Europa acerca de estas aves exóticas. Recordemos el que sostuvo Sebastián Caboto contra Juan Junco por el robo de un papagayo. Caboto, Piloto Mayor de la Casa de la Contratación entre 1518 y 1548 era hijo de Giovanni Caboto, y en 1525 dirigió una expedición que se proponía llegar a las Molucas a través del Estrecho de Magallanes, aunque no pasó del Río de la Plata. Esto le ocasionó numerosos problemas cuando volvió en 1530 (Pardo Tomás, 2006). Allá por 1534 denunció la falta de un papagayo de su propiedad que dicha Casa de Contratación se encargó de esclarecer. Años después, 1548, abandonó su puesto en Sevilla para trabajar con el rey de Inglaterra como había hecho tiempo atrás ¿creen ustedes que finalmente llevaría consigo el papagayo? Quiero imaginar que sí, que hubo final feliz…
María Fátima Hernández Martín, doctora en Biología Marina y directora del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife.