Recorrió jadeante y nervioso las tortuosas callejuelas, colindantes con los canales, que conducían hacia la hospedería donde se hallaba instalado –casi diríase oculto- desde hacía varios meses. Al llegar, se dirigió de forma presurosa hacia la habitación, situada en el desván oscuro y angosto que ocupaba. Como cada tarde, desde su posición en la balconada, podía escuchar los embates del agua, el agua de tonalidad incierta, quizás por esconder demasiados secretos de amores, que se disputaba el lugar de honor en la frontera ínfima entre las vías adoquinadas y los fondos de la hermosa laguna, más bella si cabe al ocultarse el sol en el horizonte lánguido, bajo acordes de gondoleros nostálgicos. Reflexionó con tristeza, a veces creía sentir una extraña sombra que le seguía, sí, estaba seguro que le perseguían desde hacía semanas cuando –inquieto y temeroso- decidió mudarse de hotel, desde aquel que se hallaba junto a la Plaza hasta el actual, más pequeño pero no por ello pero menos acogedor y coqueto. Algunos conocidos le habían ofrecido, con insistencia y para mayor privacidad, una antigua residencia que habían comprado cerca de la vieja calzada que conducía hacia el centro.
La premura de la mudanza habían sido los ecos de una profunda discusión que se había originado entre dos compatriotas suyos debido a su presencia. La contienda había tenido lugar en el hall de un emblemático establecimiento, situado muy cerca de la majestuosa Catedral de San Marcos, donde a él le gustaba pasear al caer la tarde y mirar hacia el norte en un intento desesperado de encontrar inútilmente la silueta de su amado origen. Como había confiado a sus más allegados con mucha preocupación, últimamente sentía miedo, casi pavor, sudaba en exceso, se despertaba de noche temblando, con tal angustia que –desesperado y llorando- cerraba como un loco puertas y ventanas y hasta el simple aullido de un perro en la lejanía o el tañido melancólico de algún campanario en lontananza le ponía en estado de alerta, provocándole intensas palpitaciones. Una sensación difícil de explicar durante la que sentía que, en cualquier momento, podían llevarle de nuevo a casa y eso quizás sería nefasto para sus planes de futuro. Reconoció que se hallaba cansado, quizá demasiado extenuado. Se tumbó apático sobre la cama alta de sábanas ribeteadas de añosos -aunque blancos encajes- y miró los objetos de colección traídos, desde Campania y Apulia, con dificultad no exenta de recelo por parte de lugareños. Los dispuso encima de una vieja cómoda de caoba y al rozarla recordó con añoranza su mansión amplia y confortable, situada muy cerca del Palacio.
Allí había creado su particular santuario atiborrado de detalles especiales. Rememoró el día que, a sabiendas de los tumultos de la turba, los escondió con rapidez en un lugar secreto del sótano y salió de viaje, de noche, solo con lo puesto. Volvió entonces a cavilar sobre la posibilidad de regresar, a pesar de que unos amigos, que llevaban tiempo acompañándole en esta tierra extraña, le aconsejaron que no lo hiciera, le habían advertido que su vida corría peligro… No puedo volver a mi patria, será el final, pero he de recuperarlos, no deben hallarlos, si los encuentran estoy perdido. No tengo paciencia… volveré ¿qué me ocurrirá entonces? pensó…
Vivant Denon (1747-1825) fue nombrado director general del Museo Napoleón (Louvre) por el propio emperador. Años antes se había convertido en un personaje controvertido. Diplomático al servicio del rey, coleccionista apasionado y grabador talentoso, durante la Revolución Francesa, huyó a la deliciosa Ciudad de los Canales, a Venecia, lo que le permitió salvar su vida. Originario de la zona de Borgoña, este curioso personaje de origen noble, tiempo atrás, ya había cautivado por su palabrería a Luis XV, que le nombró conservador de la extraordinaria colección de piedras preciosas de la inquieta Madame de Pompadour. Asimismo fue nombrado gentilhombre de cámara y por dicho cargo viajó -muchos años- por toda Europa en numerosas misiones diplomáticas. De hecho, conoció a Federico II, Catalina La Grande e incluso intentó inútilmente ser recibido por Voltaire en su refugio de Suiza, provocando una curiosa anécdota (que merece la pena ser contada algún día) en la que se atrevió a gastarle una broma al famoso pensador.
Durante su vida había conocido no solo a los personajes antes mentados, también a otros con los que había viajado, como es el caso de Elisabeth Vigée-Lebrun (la que fuera pintora de cámara de María Antonieta), que le acompañó en uno de sus primeros desplazamientos por Italia, antes de que estallase la Revolución. Durante la misma, como hemos comentado, se exilió a Venecia. Allí vivía obsesionado por la suerte que había corrido su colección privada de arte, a la que había escondido en un lugar secreto de su casa de París. A pesar del peligro que esto suponía y de los consejos de sus allegados que no lo hiciese, un buen día optó por regresar a sabiendas que sería detenido y condenado. El pintor J. Louis David le defendió ante el gobierno de la época y así pudo salvar la vida. Ya en etapa napoleónica organizó, en cierta manera y por primera vez, el discurso expositivo de las obras de arte del Museo de París, ordenándolas de forma seriada por escuelas, etapas, evolución…emulando, según comentan algunos de sus biógrafos, la manera de clasificar de las ciencias naturales.
María Fátima Hernández Martín, doctora en Biología Marina y directora del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife.