En esta síntesis contextualizamos el devenir histórico y las condiciones ambientales del norte de África durante la Antigüedad partiendo de fuentes escritas grecorromanas, evidencias arqueológicas, información paleoambiental y etnología tribal. Este acopio de datos permite una reinterpretación de los ecosistemas norteafricanos en contacto con los grupos humanos, una visión innovadora de un entorno continental dinámico que ha ido transformándose a lo largo de los siglos.
Un relato pionero
En el siglo I grupos líbicos norteafricanos se alzaron contra Roma. Tras meses de duros combates las tropas romanas derrotaron a Aedemon, líder de los insurrectos, pero las tribus que no aceptaron la paz se trasladaron a las montañas del Atlas y, al año siguiente, recomenzaron la guerra. Para neutralizar esta segunda rebelión, el Emperador Claudio César Augusto Germánico envió como Legado en el año 42 a Suetonius Paulinus, el primer jefe romano en traspasar la cadena montuosa y describir los asombrosos y –hasta entonces– desconocidos parajes donde localizó grupos tribales como los Canarii y los Perorsos.
Suetonio Paulino confirmó que la altura del Atlas era bastante elevada y que su base la ocupaban bosques densos y profundos de árboles con troncos altos, brillantes y sin nudos. Recorrió y traspasó los márgenes de un río llamado Ger, atravesó desiertos de polvo negro con rocas que parecían calcinadas y localizó montes llenos de elefantes, fieras y serpientes.
Bosques, marfil y fieras
En este epicentro ambiental interactuaron la orografía, la vegetación, la fauna y los grupos étnicos tribales sublevados en las montañas, coincidiendo con los datos que el Legado Imperial envió al Senado Romano para informar sobre su campaña expedicionaria. De hecho, los hallazgos arqueológicos y los estudios paleoambientales del Magreb tipifican la existencia de bosques de cedro (Cedrus atlantica) y de thuya (Thuja articulata), el león del Atlas (Felis leo barbaricus), el leopardo de Berbería (Panthera pardus panthera), el elefante del Atlas (Loxodonta africana pharaoensis) y el oso del Atlas (Ursus arctos crowtheri); además de herbívoros como el carnero de Berbería (Ammotragus lervia), la gacela del Atlas (Gazella cuvieri), el alcelafo (Alcelaphus buselaphus buselaphus), la gacela dama (Nanger dama), el órix blanco (Oryx dammah) y la gacela marroquí (Gazella dorcas massaesyla); carnívoros como el chacal dorado o moro (Canis aureus), el zorro pálido (Vulpes pallida) y la hiena rayada (Hyaena hyaena), además de reptiles como la boa jabalina (Eryx jaculus), el varano gris (Varanus (Psammosaurus) griseus) y la víbora hocicuda (Vipera latastei). A los que habría que añadir la jirafa (Giraffa camelopardalis), la avestruz del Sahara (Struthio camelus camelus), el asno salvaje del Atlas (Equus asinus atlanticus) y el puercoespín crestado norafricano (Hystrix cristata), entre otros.
Mesas, cetros, tronos y pieles
Los hechos demostraron el interés económico subyacente en el relato: bosques de cedro y de thuya, esto es, maderas preciadas; elefantes, es decir marfil con el que labrar objetos suntuarios; así como fieras y otros animales para la obtención de pieles, los espectáculos, juegos y cacerías. De la misma forma que sucedía con otros lugares distantes en la fachada atlántica como Mogador (actual Essaouira, Marruecos) y su entorno, fuentes de materias primas muy cotizadas como madera, goma sandáraca, marfil, fauna silvestre, pieles, múrex y púrpura.
Las fuentes grecorromanas citan que en el norte de África se fabricaban mesas de madera hermosamente veteada y grandes dimensiones que se exportaban a Roma, donde alcanzaron un precio situado entre medio millón y un millón trescientos mil sestercios, que equivalían a 91 kilogramos de oro en la segunda mitad del siglo I, pues una de ellas podía llegar a alcanzar el valor de una explotación agraria. A fines de esta centuria las mesas de madera de thuya se hicieron descansar en pies de marfil, con el que también se hacían los cetros y tronos de los emperadores y las estatuas de los dioses que se colocaban en los templos.
Color púrpura
El rey Juba II hizo reinstalar talleres de púrpura en una pequeña isla cercana al enclave de Mogador que procuraba la famosa púrpura Maure, pues ya era conocida desde época cartaginesa otra factoría que producía púrpura de Girba en la actual isla de Djerba (Tunicia), sede posterior de un establecimiento de púrpura imperial romana.
El uso de la púrpura para teñir la vestimenta fue muy considerado por los romanos pudientes, quienes la combinaban con el oro en las celebraciones triunfales. Y es llamativo que mientras el salario anual de un legionario romano ascendía a 900 denarios, el precio de una libra romana (equivalente a 270 gramos) de púrpura violada ascendía a 100 denarios de plata, mientras se pagaban 1.000 denarios por una libra de la famosa púrpura Dibaphia Tiria que era teñida dos veces. Con el paso del tiempo los precios no dejaron de subir, hasta el punto de que una libra de púrpura Serico blatta (exclusiva del Emperador) llegó a costar 150.000 denarios.
Como la obtención de la púrpura era muy costosa –pues un solo gramo del producto se extraía de más de 10.000 ejemplares– «vestir la púrpura» estaba reservado a reyes, emperadores, gente adinerada y sumos sacerdotes. No es extraño que llegase a ser monopolio imperial porque si bien otros tintes se decoloraban, el color púrpura era indeleble convirtiéndose en símbolo de eternidad y en el color oficial del Imperio Romano.
Dr. José Juan Jiménez González, conservador del Museo Arqueológico de Tenerife.