Sabemos que la biodiversidad está referida a la variabilidad de organismos vivos, e incluye desde la diversidad de una especie (genética), a especies distintas y diferentes ecosistemas. En un sentido más amplio engloba también las interacciones entre las especies y su ambiente, en definitiva, la diversidad del conjunto de vida en un planeta llamado Tierra. Una biodiversidad que ejerce un papel fundamental en el funcionamiento de los ecosistemas y en el mantenimiento de los servicios básicos que proporciona al humano (entre otros seres vivos): amplios recursos genéticos, alimentos, madera, regulación del clima, régimen de lluvias, control de patógenos, calidad del agua (Babst, 2019) o polinización (Winfree et al., 2011; Fitch et al., 2019) que, recordemos, afecta al 87% de las plantas del mundo (Ollerton et al., 2011), unas 308.000 especies, fertilizadas por animales (abejas, mariposas, moscas, pájaros o murciélagos, por citar solo algunos… y objeto –en los últimos tiempos- de estudios concretos para saber cómo afecta, por ejemplo, la transformación del uso de la tierra a esta función tan esencial).
Si hacemos balance, desde hace unos doscientos cincuenta años, gracias a la taxonomía, alrededor de 1.900.000 especies han sido descritas, la gran mayoría en el medio terrestre. Respecto medio marino tan solo 243.000 (es decir un 16%) (Costello & Chaudhary, 2017). No obstante, un elevado porcentaje permanece ignoto, hallándose pendientes de determinar (en laboratorios de museos) o descubrir (en su hábitat), según Costello et al. (2013), entre 3 y 5 millones; Mora et al. (op cit) dan cifras de un millón y medio y Chapman (2009) unos once millones, es decir, cifras variables según las fuentes consultadas. Vida nueva que espera ser detectada en el lugar más insospechado (laberínticas y profundas cuevas submarinas, espesos bosques, densas selvas, abismos oceánicos) (Trovao et al., 2019). Por ejemplo, en un reciente trabajo, Fisher et al. (2017) estiman en un 5% el número de especies de mamíferos aún pendientes de ser descritas (una cifra elevada dado el tipo de grupo zoológico referido).
También la biodiversidad se vincula con aspectos culturales, recreativos, estéticos o espirituales, muchas veces con ciertas confusiones de percepción sobre la importancia biológica y ecológica de lo observado (Tribot et al., 2018). Pero, como todos sabemos, tiene –ahora más que nunca- graves amenazas. De hecho, los cinco mayores peligros para la biodiversidad son: el aumento de la emisión de gases con efecto invernadero, las especies invasoras/introducidas, la contaminación de origen diverso, acusada modificación del hábitat y sobreexplotación de recursos. Su intenso deterioro, junto con factores, caso del calentamiento (aumento de temperatura global), nos ha hecho vulnerables frente a catástrofes, como incendios, inundaciones, tempestades o huracanes, lo que ha provocado que muchas comunidades, especialmente las costeras (ciudades ribereñas más sensibles por ubicación) se hayan visto afectadas por un mayor número de desastres naturales durante las últimas décadas. En concreto, se calcula que, a causa del cambio climático y la reducción de hábitats que supone, se extinguirán miles de especies al año en el planeta y, a finales de este siglo, el cambio climático será la causa principal de la pérdida de biodiversidad (Moritz et al., 2008).
Un importante aspecto de la biodiversidad es su relación con la salud humana y la generación de medicamentos. La flora ha sido la base de la medicina tradicional durante milenios y continúa siéndolo en la actualidad. Algunos de los ejemplos más importantes son la quinina, alcaloide derivado de la corteza del árbol de la quina (género Cinchona) usada –entre otros- como tratamiento contra el paludismo, o los opiáceos extraídos de Papaver somniferum. También hay que mencionar el origen de las principales familias de antibióticos (penicilina, por ejemplo, extraída de hongos del género Penicillium) o péptidos hallados –recientemente- en caracoles marinos, actualmente en investigación por su efecto analgésico y antiepiléptico, por citar solo algunos de los numerosos ejemplos.
En relación a lo anterior, y teniendo en cuenta las alarmantes cifras sobre desaparición de especies (Kunin, 2019), según Herndon (2010), no conocemos cuántas se han perdido en los últimos años. Las estimaciones hablan de cientos, miles, nunca fueron catalogadas y con ellas también se eliminó su potencial beneficio para la Humanidad (Gascon et al., 2015).
Es curioso señalar –además- cómo el conocimiento, y los beneficios que proporciona (la biodiversidad) para el ser humano, han sido ignorados, menos conocidos, poco divulgados, obviándose el papel que representan en materia de salud, alimentación y conservación de recursos existentes (Jetz et al., 2019).
Según Tewksbury et al. (2014), estudiar determinados organismos, quiénes, cuántos, dónde viven, de qué se alimentan y su comportamiento y papel en la ecología, es vital para la ciencia y la sociedad. Los beneficios de su investigación y conservación repercuten en la salud (Wood et al., 2016), entre muchas otras cuestiones, aunque en algunos casos no esté aún asumido completamente, no se halla divulgado ampliamente.
Este asunto tiene seria repercusión en el caso de las enfermedades infecciosas, los patógenos. Sabido es que algunas alteraciones medioambientales reducen la abundancia de ciertos organismos, propician la multiplicación de otros, modifican la interacción entre ellos y alteran las interacciones entre dichos organismos y sus entornos físico-químicos. La manera en que se presentan las enfermedades infecciosas se ve influida por estas perturbaciones. Entre los procesos importantes que afectan a los reservorios y la transmisión de las enfermedades infecciosas cabe mencionar la deforestación; el cambio en el uso de los suelos; los sistemas de riego, la urbanización descontrolada o la aglomeración urbana; la resistencia a los insecticidas químicos empleados para controlar ciertos vectores de enfermedades; la variabilidad climática; la migración, viajes y el comercio internacional; así como la introducción accidental o intencional de agentes patógenos por humanos (Cavicchioli et al., 2019).
Precisamente, muchas de las estrategias actualmente utilizadas para controlar ciertas enfermedades se basan en comprender la distribución e influencia de especies y comunidades, modo de propagación y prevalencia, como en el caso del mosquito del género Anopheles, transmisor de malaria, que prolifera por deforestación.Es decir, se precisadesarrollar proyectos de investigación sobre especies clave (algo que no siempre ha sido valorado). La alteración de ecosistemas (Ecke et al., 2019), la introducción de especies exóticas o la llegada de invasoras pueden comprometer/alterar la salud humana (por múltiples vías). Citemos al caracol africano (Achatina fulica), especie exótica invasora en Canarias, cuya entrada se relaciona con la alimentación y el comercio de mascotas, aunque también pueden ser introducidos de forma accidental mediante el transporte de mercancías contaminadas con huevos de esta especie. Se trata de una de las peores plagas de caracoles a nivel mundial, tanto por su voracidad sobre cultivos de gran variedad de especies y su alta tasa reproductiva, como por la transmisión de patógenos y parásitos que afectan, tanto a los cultivos como a la salud humana.
Carreteras que se adentran a través de densas y enigmáticas formaciones vegetales en zonas remotas, aumentan la exposición a los agentes patógenos (Eisenberg et al., 2006), abriendo vías para contagios. Precisamente, algunas de las más devastadoras enfermedades infecciosas, incluidos el VIH y el Ébola, han surgido en el proceso de invasión del bosque por el ser humano (Hatcher et al., 2012).
Según MacDonald & Mordecai (2019), autores que han examinado -en fechas recientes- el vínculo entre deforestación y malaria, los impactos ambientales antropogénicos son acuciantes. En el caso de Brasil (Dickie, 2019), el resurgimiento de la dolencia en las últimas décadas ha sido paralelo a la rápida pérdida arbórea y amplio asentamiento en la cuenca del Amazonas, pero la evidencia de un aumento de la enfermedad (según MacDonald & Mordecai, 2019) sigue siendo equívoca. Una causa subyacente de esta ambigüedad es que la deforestación y la malaria se influyen mutuamente en las relaciones causales bidireccionales (la deforestación aumenta la malaria a través de mecanismos ecológicos y la malaria reduce la deforestación a través de mecanismos socioeconómicos) y que la fuerza de estas relaciones depende de la etapa de transformación del uso de la tierra. Para los expertos, MacDonald & Mordecai (2019), basándose en un conjunto de datos geoespaciales que abarcó 795 municipios durante 13 años (2003 a 2015), la deforestación tiene un fuerte efecto positivo sobre la incidencia de la malaria. Así, un aumento del 10% en la deforestación conduce a un aumento del 3,27% en la incidencia de malaria (unos 9.980 casos asociados con 1.567 km2 en el año 2008, el punto medio del estudio, en toda la Amazonía). Sin embargo, este efecto solo es detectable después de controlar la retroalimentación de la carga de malaria sobre la pérdida de bosques, por lo que el aumento de malaria reduce significativamente la tala de bosques, posiblemente mediada por el comportamiento humano o el desarrollo económico. Estiman que un aumento del 1% en la incidencia de la enfermedad implica una disminución del 1.4% en el área forestal despejada. Esta retroalimentación socio/ecológica bidireccional entre la deforestación y la malaria, que se atenúa a medida que se intensifica el uso de la tierra ilustra, según estos científicos previamente señalados, la estrecha relación entre el cambio ambiental y la salud humana. Sobre esto, es interesante señalar que Winegard (2019), en el caso de Asia (durante el siglo XIII) y en relación con las epidemias en épocas pasadas expresa…” el intrincado sistema de canales y embalses utilizados, tanto para el comercio como para el cultivo de arroz y la piscicultura; la tala y deforestación de grandes extensiones y las inundaciones catastróficas durante la Pequeña Edad de Hielo, crearon un paraíso ideal para el dengue y malaria que los mosquitos transmitían…”
Para Muehlenbein (2016), el cambio climático, especialmente las alteraciones en los patrones medios de temperatura y lluvias torrenciales pueden alterar los rangos de hospedadores y tener múltiples efectos sobre la competencia, actividad y distribución de artrópodos, así como otros reservorios, caso de roedores. Por ejemplo, el riesgo de transmisión de malaria es mucho más alto en áreas cultivadas que han visto incrementada la temperatura del agua, provocando concentraciones abundantes de mosquitos (Anopheles spp.), (Pascual et al., 2016), acortando el tiempo de desarrollo parasitario (Afrane et al., 2006). Además, las expectativas para años venideros no son muy alentadoras (Ryan et al., 2019). De hecho, el calentamiento global se halla asociado con el desarrollo de un hábitat cómodo para ciertos organismos, por ejemplo, la garrapata del venado (Ixodes scapularis), vector primario de la temida enfermedad de Lyme (Brownstein et al., 2005) o las garrapatas del genero Hyalomma, presente en Canarias, relacionadas con la trasmisión de enfermedades graves como la fiebre viral hemorrágica de Congo-Crimea, cuya expansión del área de distribución a gran escala, durante las últimas décadas, se vincula con el cambio climático (Capdevila-Arguelles et al., 2011).
Así,en la gripe aviar, el síndrome respiratorio agudo severo, tifus, enfermedad de Lyme, hantavirus, virus de Nilo Oeste o rabia (datos de la OMS), el conocimiento biológico de los hospedadores (estudios de fauna, ecología, biogeografía) ha sido fundamental a la hora de predecir y controlar la dinámica del padecimiento, reducir las tasas de infección y salvar vidas (Suárez & Tsutsui, 2004; Winker, 2004).
Por otro lado, el cambio climático está provocando que algunas zonas libres de ciertas dolencias estén soportando extrañas e intensas epidemias. Hablamos del caso del dengue detectado en Nepal desde el mes de agosto (año 2019) y que ha provocado hasta 9.000 diagnosticados. Recordemos que las montañas del Himalaya han visto incrementada su temperatura una media de 0,2 grados Celsius/década. Por ello, en la actualidad, en Nepal, hay más días/año en que los mosquitos vectores de este tipo de enfermedades encuentren la temperatura ideal para desarrollarse (A. aegypti en torno a 20-30 º C). Áreas –como la capital- están teniendo menos noches de verano con bajas temperaturas (15ºC) cuando el mosquito frena su actividad. Similares patrones de comportamiento, en relación a la temperatura, pueden esperarse para otros insectos vectores de peligrosas enfermedades (ver Ebi & Nealon, 2016).
En los últimos años, se habla de que la pérdida de biodiversidad tiende a aumentar los patógenos, su transmisión e incidencia de las enfermedades. Este patrón se produce a través de sistemas ecológicos que varían –evidentemente- en función del tipo de patógeno, hospedador, ecosistema y modo de transmisión. Por ejemplo, el virus del Nilo Occidental es transmitido por mosquitos, virus para el que varias especies de aves paseriformes actúan como hospedadores. Comunidades con alta diversidad contienen muchas especies, pero –afortunadamente- menos competentes para albergar al virus. Según Kessing et al. (2010), la pérdida de biodiversidad puede afectar la transmisión de enfermedades infecciosas en función de abundancia del hospedador o vector, desarrollo del hospedador, vector o parásito y la condición del hospedador. Y aunque, recientemente, Ostfeld & Keesing (2017) cuestionan si el aumento de biodiversidad es realmente beneficioso, el detallado examen de determinadas circunstancias sobre contagios de hantavirus transmitidos desde hospedadores animales a los humanos (lo que se conoce como zoonosis, Warren & Sawyer, 2019), muestra que las epidemias ocurren –por lo general- en ambientes de alta presión antropogénica y biodiversidad reducida/afectada (Suzan et al., 2008; Pongsiri et al., 2009).
Además, según expresan los autores antes mentados, Kessing et al. (2010), las especies que sobreviven a la pérdida de biodiversidad (las más resistentes, por ejemplo, roedores, más dañinas para los humanos) parecen ser las que más eficazmente transportan y expanden enfermedades. El resultado es que aumenta la densidad de las especies portadoras, lo que incrementa, a su vez, la posibilidad de contagios. Para ilustrar el papel que desarrollan distintas especies en la propagación de enfermedades, los investigadores citan un ejemplo: en Virginia (Estados Unidos), los ratones de pies blancos conviven con zarigüeyas (marsupiales americanos). A ambos ataca la garrapata de patas negras, que contagia la enfermedad de Lyme. Este parásito entra en contacto con la bacteria patógena al alimentarse de su huésped. La diferencia es que las zarigüeyas saben eliminar las garrapatas, deshacerse de ellas, mientras que los ratones, no. Como resultado, los marsupiales no solo portan menos garrapatas, sino que aquellas a las que alimentan tienen menos posibilidades de entrar en contacto con el agente patógeno. Por el contrario, los ratones de pies blancos son un campo abonado para la propagación de parásitos, y las garrapatas que se nutren de ellos acaban casi siempre infectándose con la bacteria.
Es decir, las zarigüeyas ayudan a controlar la infección, porque atraen a los parásitos, pero los matan o los mantienen libres de infecciones. Los ratones, por el contrario, sólo contribuyen a su propagación. Con otros grupos sucede algo parecido, las más resistentes al deterioro del ecosistema son también –curiosamente- las más peligrosas para el humano.
¿Qué papel juegan los museos de ciencias naturales?
Tieu et al. (2018) exponen que las enfermedades infecciosas que se originan desde múltiples hospedadores pueden resultar complejas de estudiar, estando su conocimiento limitado por muestreos de series temporales, algo que puede ser solventado –en parte- por la presencia de colecciones históricas (de cientos de años) en los Museos de Historia Natural repartidos por todo el mundo (Watanabe, 2019) y que, según Monfils et al. (2017), ofrecen oportunidades únicas, in situ o virtuales, para aprendizaje/consulta progresiva.
Por ejemplo, citemos el estudio sobre especímenes presentes en 1.000 museos y colectados durante los últimos 120 años, para evaluar la distribución histórica y prevalencia del virus de la viruela del mono (Monkeypox virus, MPXV) en cinco especies de ardilla de cuerda del África central (Funisciurus spp.). En dicho estudio se encontraron evidencias de infecciones MPXV en especies hospedadoras desde 1899, una centuria anterior al primer caso reconocido en 1958, hecho que sugiere que el contagio entre humanos y no humanos (primates) pudo haber sido causado por el virus mucho antes de lo que se pensaba.
Colecciones de mosquitos del Bernice Pauahi Bishop Museum (Honolulu) han evidenciado diez años después de iniciarse investigaciones con su ADN, qué ocurrió en épocas pasadas, qué sucede ahora y qué podría ocurrir en un futuro con los patógenos que dichos insectos portan (Kemp, 2015) y que produjeron desastrosas epidemias en la región. También, según expresan Pinto et al. (2010), las colecciones de museos han sido fundamentales para estudiar el Trypanosoma cruzi (agente de la enfermedad de Chagas), teniendo como base muestras de tejidos de Neotoma micropus (roedor de la familiaCricetidae), archivadas en el Museo de Texas (algo que, en opinión de los autores, no es habitual).
Es de interés señalar (Scheper et al., 2014) que, en base al estudio de colecciones de museos, se ha constatado pérdida en polen de ciertas plantas o que (Vo et al., 2011) la consulta a colecciones históricas de aves marinas pelágicas ha aclarado aspectos sobre incrementos de mercurio orgánico depositado en los tejidos de esta fauna. También Buerki & Portela (2018) enfatizan en el valor de las colecciones de museos para estudiar determinados aspectos nutricionales de especies amenazadas, referidas en su trabajo. Colecciones del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife (MUNA) han permitido detectar cambios acontecidos en la biodiversidad de las Islas durante los últimos millones de años. El análisis de los gasterópodos terrestres procedentes de unos 50 yacimientos de las islas orientales revela que, durante los últimos 50.000 años, se han producido, al menos, cuatro grandes oscilaciones climáticas (Yanes et al., 2011), que han originado la extinción de algunas especies (Castillo et al., 2006). En el caso de los moluscos marinos también se han observado cambios en la paleodiversidad, como la extinción de especies de gasterópodos marinos desde el Mioceno superior hasta la actualidad (Martín-González, 2016).
De ahí que se hable, Schindel & Cook (2018), de colecciones para nueva generación (museos de ciencias naturales de vanguardia), como esenciales para investigar problemas relativos a enfermedades infecciosas, alimentos y crecimiento de población, adaptaciones al cambio climático y otros retos de investigación, es decir, de interés para el bienestar y desarrollo del ser humano, lo que implica –evidentemente- muchos años de análisis, así como apoyo de personal especializado dedicado a ellas (Bradley et al., 2014; Funk, 2018; McLean et al., 2018; Borths & Stevens, 2019; Mathiasson & Rehan, 2019).
Toda la información que seamos capaces de aglutinar, jugará aún más un papel crítico –decisivo- en el control de amenazas de patógenos en el futuro, incluido el bioterrorismo (Suárez & Tsutsui, 2004; Winker, 2004; Kress, 2014; Dieuliis et al., 2016; Hernández, 2017; Lacey et al., 2017).
Conclusión
Los ecosistemas y sus componentes generan/soportan servicios cuya pérdida puede traer implicaciones graves para nuestro modo habitual de vida. Algo a lo que debemos acostumbrarnos/valorar es que dependemos de la biodiversidad, información que no siempre es evidente, conocida ni apreciada. Y es que los diversos organismos, flora y fauna, ofrecen amplia información que –correcta y respetuosamente estudiada y/o gestionada- puede entrañar beneficios importantes para la biología y ciencias de la salud.
El futuro debe abrir puertas de esperanzas, caso del trabajo de Fernández-Robledo et al. (2019) en relación al potencial de ciertos grupos de moluscos bivalvos para tratar enfermedades. Según leemos, estos investigadores han publicado –recientemente- un artículo sobre la posibilidad de usar estos organismos como modelos en investigación. Destacan aspectos de su biología, la génesis de las conchas, capacidad para combatir patógenos oportunistas y específicos en ausencia de inmunidad adaptativa, referentes para su implicación en salud humana. Recientes trabajos de Gopalakrishnan et al. (2019) relacionan bioluminiscencia marina y detección de células tumorales o grupos de investigación evalúan componentes que se pueden aislar de ciertas plantas (caso del Eriodictyon californicum) para ser destinados a estudios sobre el Alzheimer (Fisher et al., 2019).
Y es que la naturaleza exige que la observemos con detalle, la cuidemos con esmero y la estudiemos con denuedo, porque encierra misterios que están a la espera de ser descubiertos y que nos ayudarán a todos (biota mundial incluida) a vivir mejor en un planeta más equilibrado… ¿A qué esperamos?
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Fátima Hernández Martín, directora del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife