A la luz de una ancha y aceitosa vela que mi Maestro había colocado -con cuidado- encima de la arcaica mesa de madera olorosa, para contarme lo sucedido, mis ojos –arrugados y tristes- apenas fueron capaces de abrir a plenitud los párpados y visionar, como era habitual, a través del colorido toldo ubicado sobre la puerta de entrada, la tenue luz de aquella jornada matutina, plena de niebla lúgubre. Ah…cómo recuerdo aquel instante en que, ansioso por cambiar el rumbo de la historia, me relató con moderado entusiasmo -no exento de preocupación por el futuro- lo que pensaba hacer, pidiéndome al tiempo fuese cauto y no osare divulgar lo que dentro de aquellas cuatro humildes paredes –que constituían nuestro taller angosto y casi secreto- cerca de la calle principal de la urbe, que olía a musgo y exhalaba agua por doquier, iba a ocurrir dentro de poco si él tomaba finalmente la decisión de llevarlo a cabo. Me permití advertirle de su imprudencia con mis ojos dirigidos al suelo, le hablé que podía ser alejado del centro como había sucedido a gremios cercanos, así como de lo extraño que pudiera parecer a otros su decisión pero, firme en su propósito, me apartó hacia un lado, con un golpe certero y brusco de su mano que casi me provoca una caída, instándome a abandonar la estancia de inmediato con su voz grave, mientras su rostro enrojecido, por inusual valentía y aromas de caldos de la comarca, me miraba fijamente. Diga vuescencia, sin temor a equivocarse, que lo acontecido después lo juzgó con beneplácito la historia, aplaudieron los tiempos y empezaron a frecuentar -con el paso de los años- desde los más eruditos hasta el vulgo, aunque al principio con el recato y timidez -propios de jovenzuelos inexpertos- hasta convertirlo en frecuente.
Todo había empezado antes, meses antes, cuando lo venía observando en la distancia, huraño, desconfiado, huidizo, cabizbajo, como urdiendo algo extremadamente peligroso. Sabía de su intención desde hacía tiempo, pues en la esquina donde me situaba para realizar sudoroso mi trabajo – entintando planchas- escuchaba con cierto recelo lo que parlamentaba en voz baja con otros, disimulando presto cuando veía que me acercaba para pedirle que diera acabado final a mi labor. Un día, ebrio del licor afrutado que gustaba frecuentar en oscuras tabernas, de risas y cortesanas voluptuosas, cuando el cansancio hacía mella en su persona después de atender pedidos de clientes, me susurró en la cara -al tiempo que sonreía con sorna y me exhalaba su aliento denso, caliente y especiado- que osaría rebelarse contra las normas, modificarlas, cambiarlas a su gusto, pues sabíase hombre al que las aventuras no incomodaban. Yo le insinué –de nuevo- acerca de las consecuencias, recordé su proceder en ocasiones incauto, pues no en vano su actitud le había traído no pocas peleas entre caballeros por asuntos de lindes de ventas, resueltas en esquinas sinuosas de los bajos fondos en medio de la oscuridad más absoluta. Pero él no se resistió a la prueba y mientras redactaba unas líneas para copiar las reglas que regirían su decisión (aconsejado, diríase ordenado, por su amigo Bembo), volvió a ojear sus libros, aquellos por los que sentía una pasión irrefrenable y le habían dado tantas alegrías y no pocos disgustos desde hacía años …Y, de repente, mandó sacar la nueva hoja…Allí había incluido algo, aparecían aquellos extraños y enigmáticos signos nunca vistos antes (apretados, ocupando menos espacio, angostos, muy juntos), unas formas desconocidas habían sido impresas…nacía la cursiva, allá en la Venecia del XVI.
Epílogo.- Según expresa Alejandro Marzo (2017) en su espléndido libro Los primeros editores, Aldo Manuzio representa para los estudiosos del mundo editorial, lo que Rafael para la pintura, Miguel Ángel para la escultura y Brunelleschi para la arquitectura, es decir, un Maestro. Culto y apasionado por los clásicos, poseía una imprenta en Venecia en el siglo XVI, cuando este arte empieza a extenderse desde Alemania hacia toda Europa y concentra en la República una densidad de impresores tal, que llama la atención por el número elevado para la época. A él cabe la introducción en edición de la cursiva (llamada itálica en el mundo anglosajón, precisamente por su origen y cuyo privilegio de impresión obtiene para todo el territorio de la Serenísima el 14 de noviembre de 1502), pero también de varios adelantos como los signos de puntuación (caso del punto y coma que trasladó a los escritos que se imprimían por entonces, muy bien aconsejado por el humanista y cardenal Pietro Bembo, así como las comas -la primera vez en la obra De Aetna-, los acentos y apóstrofes). También inventó la impresión a dos columnas y el uso de la fuente redonda (roman). Editó libros en pequeño formato, los libelli portátiles, tan lejanos de los gruesos volúmenes de los monasterios, con similitud a los actuales libros de bolsillo. Más baratos y dirigidos a estudiantes que pululaban por las universidades europeas, este hecho favoreció que se propagaran entre la población (nace el concepto de lectura como actividad de entretenimiento, más allá de aprendizaje y de su uso en oficios religiosos). También se le considera el padre del best-seller (recordemos cómo propagó la obra de Petrarca, casi cien años después de la muerte del poeta).
Entre sus clientes y amigos -más habituales- estaban personajes como Federigo Gonzaga, Lucrecia Borgia, el Papa León X, Erasmo de Rotterdam, Giovanni Pico della Mirandola; Marin Sanudo (humanista, patricio y escritor -cuyas crónicas incluían interesantes referencias sobre las islas Canarias-, y dueño de extensa biblioteca que sobrepasaba los 6.000 ejemplares, la colección privada más grande en Venecia hasta 1700); el previamente mentado Pietro Bembo (escritor y cardenal); Ángelo Poliziano o Isabel d’Este. Esta última, exquisita dama, muy culta, sentía auténtica veneración por el coleccionismo. De hecho, en Mantua, en el castillo de su esposo Gian Francesco Gonzaga, logra reunir -entre 1519 y 1525- junto a su importante galería de arte, una variopinta naturalia, destacando la colección de corales, ámbar diverso, cristales, así como numerosos libros raros que precisamente adquiría a Manuzio (por entonces en formato de hojas sueltas que se encuadernaban a gusto del comprador con gran ornato y detalle). Colección que, su hijo, Federico II, remoza y acondiciona protegiendo a pintores e incrementando la naturalia con nuevas incorporaciones, caso de bellísimos corales rojos y blancos, calcedonias, conchas marinas, cuernos de unicornios o dientes de peces por citar solo algunos elementos… y, naturalmente, más libros para la biblioteca, en un momento en que Europa estaba ávida por coleccionar todo tipo de objetos raros.
En el caso de Canarias, según Regueira y Poggio (2014) en su trabajo La historia de la imprenta canaria en artículos de prensa periódica, hubo que esperar al siglo XVIII para que el arte tipográfico se extendiera a Canarias, ya que si algunos autores naturales de las Islas escribían importantes libros, los imprimían en la península. La primera imprenta que se conoce fue establecida en Santa Cruz de Tenerife, allá por 1751, cuarenta y seis años antes que tuviera lugar la memorable y heroica Gesta del 25 de julio de 1797, protagonizada por el valiente pueblo de Santa Cruz de Tenerife. Su propietario era don Pedro José Pablo Díaz Romero, natural de Sevilla, llegado a la Isla –ya maduro, con cincuenta años y dejando esposa cerca del Guadalquivir- en el año 1748. Se titulaba asimismo (dicen que con gran pompa y boato) “Impresor mayor de Guerra y Marina”, ya que contaba con la protección del Comandante General de las Islas y también, por entonces, presidente de la Real Audiencia de Canarias, don Juan de Urbina. La imprenta sita en la calle del Sol (hoy doctor Allart) realizaba trabajos reducidos a meros documentos para oficinas públicas, novenas a santos, tablas de rezos, añalejos para el clero y almanaques…”… sin más orden que su antojo…, si bien a tenor de lo recogido por algunos (Bonnet, 1947), la calidad no era buena por haber traído caracteres…”… muy gastados y ruines…”…que a duras penas puede leerse…” (Bethencourt y Castro, 1780). Aquí se casó (ya viudo) con la santacrucera, Dª Gertrudis Fernández Peñarroja, cerrando el negocio antes de fallecer, el 30 de octubre de 1780, cuando contaba a la sazón más de ochenta años. Legó su industria a la Venerable Orden Tercera de Santa Cruz de Tenerife (cuyo hábito –dicen- vestía públicamente en sus últimos años). En 1752 salió de los tórculos de dicho impresor uno de los libros (hay algunos más) que se considera de los más antiguos “Breves meditaciones sobre los quatro novissimos, distribuidas para cada día del mes, con direcciones para vivir bien en todos los tiempos”
Precisamente, la Real Audiencia de Canarias notificará (en respuesta al Real Decreto de 22 de junio de 1751 que demandaba las condiciones materiales en que debían realizarse las impresiones de libros, gacetas…) que solo existe en estas Islas un impresor: D. Pedro José Pablo Díaz, residente en el lugar y puerto de Santa Cruz. Si bien curiosamente, años después, en 1785, cuando la Real Audiencia de Canarias tenga que cumplimentar una información que se le solicitaba, sobre las imprentas, la contestación fue tajante……”en ninguna de las siete islas hay imprenta…” algo que no se ajustaba a la realidad (Regueiro y Poggio, 2014) pues, al menos desde 1781, los Amigos del País de Tenerife contaban con impresor, de nombre don Miguel Ángel Bazzanti, natural de Liorna, que casualmente había arribado a Santa Cruz como cocinero en una embarcación danesa (enero de 1781) y cuya estancia decidió a la Real Sociedad Económica de Amigos del País comprar la antigua imprenta y los viejos utensilios de Díaz Romero (por 100 pesos del año 1781, quedando instalada y funcionando en la ciudad de La Laguna el día 17 del mes de marzo). En 1783 se propone la adquisición de nuevo utillaje y material a Madrid, encargándose a don Agustín de Bethencourt y Molina (luego muy célebre en Rusia) que, estando en la capital, allí gestionara la compra. El material tras muchos avatares llegó en 1785 a bordo del bergantín “Tritón”, aunque después de alguna zozobra y no pocos quebraderos de cabeza para los ansiosos solicitantes del pedido.
Esta imprenta (según Regueira y Poggio, 2014) tuvo reservada la misión de publicar el primer periódico que vio la luz en Canarias (de acuerdo con el cronista Rodríguez Moure), el Semanario enciclopédico elemental, dirigido por don Andrés Amat de Tortosa, por entonces Jefe en las Islas del Real Cuerpo de Ingenieros y más tarde (agosto de 1808) otro periódico, El Correo de Tenerife. Se imprimieron, asimismo, varios documentos relacionados con el ataque de Horacio Nelson, entre ellos los versos que se escribieron en conmemoración de aquella excelsa Gesta, caso de la oda titulada, A la victoria conseguida por las armas de la isla de Tenerife. También La sombra de Nelson, escrita por Inarco Celenio, seudónimo del famoso autor don Leandro Fernández de Moratín, obra que se imprime en obsequio del Marqués de Cagigal, Comandante General del Archipiélago.
Respecto a otras islas, la imprenta llegó a La Palma el 25 de febrero de 1863 y el 12 de julio de ese mismo año se publicó el periódico El Time, a cuyo frente estaba don Antonio Rodríguez López. En 1866 (tan solo tres años después de la instalación de la imprenta palmera) el erudito Eufemiano Castro y Felipe (1837-1887), vicesecretario de la Junta de Imprenta de Santa Cruz de La Palma, narra la forma en que se introdujeron las artes tipográficas en dicha isla y ese mismo año, 1866, Francisco María de León publicó en El amigo del país “Breves apuntes sobre el arte tipográfico en Canarias”, artículo donde hace un repaso a los orígenes de las primeras imprentas isleñas, centrándose en las respectivas Sociedades Económicas de Amigos del País de Tenerife y Gran Canaria, aunque la del sevillano -en Santa Cruz de Tenerife- es mentada muy someramente.
En el caso de Gran Canaria, el primer establecimiento tipográfico, la Imprenta de la Real Sociedad de Gran Canaria, fue establecida a instancias del arcediano José de Viera y Clavijo (residente en Las Palmas por cargo) y de la Real Sociedad de Amigos del País de Gran Canaria (invirtiendo trescientos pesos), comenzando la producción de textos (eclesiásticos y administrativos), según ciertos escritos, el 8 de septiembre de 1800 (en los albores del siglo XIX), bajo las directrices del lagunero Juan Díaz Machado (que fuese discípulo de Bazzanti), etapa en que se abrió al público la primera tipografía en dicha Isla.
Gracias por existir… (una lectora).
Dra. Fátima Hernández Martín
Directora del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife