El calor sofocante de la estancia, bellamente decorada con pinturas, cristales tallados, maderas nobles, porcelana exquisita y todo tipo de ornatos imaginables, traídos expresamente desde el Viejo Continente; solo era aliviado cada tarde por los parsimoniosos y rítmicos bailes de grandes abanicos, que unos jóvenes apáticos impulsaban con desidia inusitada. En la larga mesa, donde le habían situado en lugar de honor, comprobó con terror cómo todos –entre risas- se disponían a probar -de nuevo- aquel brebaje extraño que él se había resistido a saborear en la última visita, por mucho que su anfitrión había insistido, una y otra vez. En esta ocasión tenía escapatoria. Si en la anterior reunión le obligaron a ingerirlo como única bebida en el curso de la tertulia a la que había sido invitado en la mansión del gobernador, curiosa aventura de las muchas que se llevaban a cabo en aquellas exóticas tierras, quizás esta vez sería diferente y podría salir airoso de la prueba. Cómo detestaba aquello…pensó. Apurado secó el sudor, que se evidenciaba a modo de gruesas gotas, con el pañuelo bordado que le había regalado la delicada viuda Elizabeth Langley (a la que estaba cortejando con insistencia no solo por sus encantos, decían… también por su opulenta dote). Dichas gotas caían en cascada por su rostro, envejecido en pocos meses de una manera tan evidente que llegó a dudar si no había contraído alguna extraña dolencia.
Con disimulo miró de reojo la nota que le habían hecho llegar, a toda prisa, por medio de un angustiado emisario que no lo había encontrado en su casa. Quizás fuese la excusa perfecta para evitar lo incómodo de la situación. No podré estar mucho tiempo, comentó a los que iban llegando y acomodándose alrededor de las suculentas viandas que se iban sirviendo con un orden escrupuloso. En la nota lo requerían con urgencia se justificó. Volvió a pensar en su cliente, sabía que no le gustaba que le hicieran esperar, y no estaba dispuesto a comprobar su venganza… Cuando sirvieron todas las bebidas, intentó a duras penas tragar de nuevo el extraño líquido extremadamente espeso y oscuro, y se mostró sorprendido. Algo había cambiado… ¿qué había sucedido? No era el mismo, el sabor no era igual, ahora le parecía suave, agradable, quería repetir… Todos los presentes en la sala estallaron en carcajadas ante la expresión de su rostro que, por primera vez, no adoptó el rictus de repugnancia que siempre el enigmático elemento le provocaba. Ahora le gustaba, sí, sí, estaba completamente seguro que le gustaba… Bebió más y más hasta que acabó con la cantidad que le habían suministrado junto al nuevo ingrediente que alguien había añadido a las tazas de porcelana, de la colección personal de la esposa del gobernador, donde estaba depositado el líquido. Su sorpresa fue tal que, en ese momento y ante la extrañeza de todos, se levantó, tocó una campanilla y anunció con voz firme la decisión trascendental que había tomado, lo trasladaría en su viaje de vuelta a casa, sí, lo llevaría a su mansión del centro de Londres y lo ofrecería como pócima a sus amistades…a sus clientes, a modo de elixir mágico.
Sir Hans Sloane (1660-1753) fue un personaje muy curioso que aceptó el cargo de médico personal del excéntrico segundo duque de Albemarle, designado gobernador de Jamaica a propósito -según comentaban- para alejarlo de la Corte, allá por 1687. A Sloane su puesto en aquellas tierras, acompañando al mentado duque, le dejaba mucho tiempo libre, que aprovechó para dedicarse -como distracción- a recolectar numerosas especies animales, vegetales así como muestras minerales, que le hicieron -con el tiempo- ser poseedor de una de las más importantes colecciones de Historia Natural de la época. Además de atender al aristócrata y su familia, llegó a instalar un pequeño consultorio al que acudían personajes muy interesantes del Caribe, caso del bucanero Morgan (que iba con frecuencia muy irascible, por estar aquejado de intensos dolores de cabeza y serias dificultades para dormir).
Sloane, a la muerte del duque -al que mantuvo embalsamado mucho tiempo y conservado en ron para preparar su travesía de vuelta- decidió regresar también al Viejo Continente, instalándose en Inglaterra donde trabajó como médico. Su reputación creció, sin embargo, mucho más como afamado coleccionista de curiosidades, aquellas que había logrado reunir con tesón y estudiado con mimo y deleite durante su estancia en las Indias Occidentales. Sucedió a Isaac Newton en su puesto de Secretario de la Royal Society, siendo además el galeno preferido de la reina Ana y del príncipe Jorge de Dinamarca y recibiendo honores de la Universidad de Oxford. Los salones de su casa de Bloomsbury, ante el estupor y enojo constante de su ya esposa Elizabeth, se convirtieron por arte de dádivas y donativos de conocidos de todo tipo (marineros, aventureros, comerciantes, científicos o viajeros) en un gigantesco gabinete de curiosidades inimaginables, a la usanza del XVIII, albergando cientos de miles de objetos (400.000 ordenados e inventariados).
Monedas, conchas, medallas, relicarios, miles de mariposas y otros insectos variados, pájaros, frutos, fósiles, minerales, antigüedades de todo tipo, momias, libros, peces, espadas, tierras, vasijas, dientes, semillas o bezoares, por citar solo algunos elementos… ocupaban más de once amplias y espaciosas estancias en su mansión que, más tarde, originó (por donación) el famoso Bristish Museum. Pero… lo que muchos no recuerdan es que, durante su estancia en Jamaica, sir Hans detestaba beber chocolate con agua (a la manera del Caribe), hasta que un día lo probó mezclado con leche, quedando cautivado por su sabor y aroma. Dicha mezcla la decidió popularizar en Inglaterra, sirviendo de inspiración a una conocida marca que la comercializó de esa guisa… con el éxito que, ustedes, ya conocen…
María Fátima Hernández Martín, doctora en Biología Marina y directora del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife.