Hay un fenómeno acaecido en Canarias entre mediados del siglo XIX y parte del siglo XX concerniente al primer poblamiento humano del archipiélago, que trajo como consecuencia una creencia que ha perdurado durante más de ciento setenta años: las islas habrían sido pobladas por gente que poseía una elevada estatura, la piel blanca, el pelo rubio y los ojos claros. Esta apariencia física propició parentescos culturales, vinculaciones geográficas y correspondencias cronológicas, cuyo corolario real guarda relación con las propensiones de las potencias europeas decimonónicas y la consiguiente subordinación científica de los investigadores locales respecto a los centros de toma de decisiones.
El mito de las islas felices
El archipiélago Canario ha sido considerado un receptáculo mitológico en el cual el legado prosaico se antepuso siempre a los descubrimientos geográficos, porque el mito antecesor es recurrente mientras el hallazgo certero y la ocupación humana primigenia semejan su trasunto, la retaguardia, aquello que se pudo reinventar, reelaborar, amplificar o relegar.
Desde la Antigüedad se aplicó a las islas la denominación de Campos Elíseos, Jardín de las Hespérides, Islas Felices, Islas Afortunadas o Islas de los Bienaventurados, e incluso la pretendida morada de los herederos de un continente sumergido en el fondo del mar tras un cataclismo cuyo recuerdo fue descrito por Platón. Pero, después de reinterpretarse adecuadamente la concepción mítica que se tenía en el Mundo Antiguo y descartada Canarias como el último resquicio testimonial de la Atlántida, el mito devino en una simbiosis que sostenía variopintos orígenes remotos para sus primigenios pobladores. Más que un dilema científico apreciamos una reelaborada secuencia mitificada sobre Canarias trasladada a la época contemporánea que halló un terreno abonado en las percepciones de su primera colonización humana. Es así como el poblamiento subyace a lo que podría presentarse como un recurrente mito enigmático.
Esta nueva elucubración y especulación se gesta y surge de una referenciada complicidad y de una interesada negatividad, incapacidad o imposibilidad de responder objetivamente a unos breves interrogantes: ¿quiénes poblaron originariamente el archipiélago Canario? ¿Desde dónde, cómo, cuándo, por qué y para qué se arribó a sus costas y a colonizar su territorio?
El mito que llegó tras los mitos
Nos detenemos en una de las elaboraciones que, en otro lugar, hemos denominado el mito de las gentes del norte atendiendo a su propia tipificación antropológica, geográfica, lingüística y sociocultural.
Teniendo en cuenta los postulados de los primigenios evolucionistas socio-biológicos y los posteriores planteamientos raciológicos, difusionistas y evolucionistas unilineales, implicados en la denominada Escuela Histórico Cultural e interesados focalmente en el binomio raza/cultura, se fueron construyendo distintos parentescos raciales y socioculturales y diversos lugares de procedencia de la población prehispánica de las islas Canarias que se corresponderían con la prehistoria de Europa.
La motivación –casi intrahistórica– que subyace en estos ingredientes antropodinámicos viene de la mano de la recíproca rivalidad promovida por las potencias europeas decimonónicas (Gran Bretaña, Francia y Alemania) con la finalidad de establecer sus posiciones de dominio en el archipiélago Canario instalando en las islas sus oficinas comerciales y, con ellas, sus gabinetes de influencia en esta zona estratégica del Atlántico que presagiaba el futuro de un conflicto de intereses en los comienzos del imperialismo y el colonialismo modernos en África.
Canarias inauguró un escenario del discurrir antropológico europeo desde mediados del siglo XIX a buena parte del siglo XX, auspiciándose –de paso– su incorporación a otros tantos foros de debate e interés en el propio ámbito científico de la arqueología, la antropología y la prehistoria global.
El prototipo racial
En la configuración de ese libreto contemporáneo el primer elemento enunciado por los científicos, los estudiosos y los eruditos, fue resultado de las investigaciones antropológicas que descollaban en Europa y redundaron en el hallazgo de un prototipo racial paneuropeo conocido como el hombre de Cro-Magnon, frente a los especímenes menos evolucionados descubiertos en otros enclaves de Europa, África y Asia.
Los restos craneales del sapiens sapiens exhumados y rescatados en Europa fueron comparados con los de algunas otras zonas del planeta con la finalidad de proponer y postular su recóndita procedencia, grado evolutivo y ámbito de irradiación. Una de estas zonas fue el archipiélago Canario donde, en la segunda mitad del XIX –merced a la influencia francesa y, posteriormente, también alemana– se realizaban los primeros trabajos antropológicos y el acopio de restos craneales y post-craneales conjuntamente con herramientas, enseres y otros utensilios arqueológicos.
La más que aparente similitud morfológica de los cráneos de Canarias con sus homónimos europeos fue conciliada con las tempranas referencias escritas de los navegantes genoveses y florentinos y las de los primeros cronistas e historiadores del Archipiélago, que hablaban episódicamente de algunas gentes indígenas de gran estatura y cabellos rojos o rubios. Por tanto, se entendía que había existido una evidencia antropológica, arqueológica, histórica y documental, que demostraba la presencia en Canarias de grupos desgajados de un supuesto tronco paleolítico europeo y semejaban parecerse de forma inequívoca a estos otros Cro-Magnon del sur, portadores de una serie de utensilios que retrotraerían su ascendencia en algunos miles de años como sucedía en la mismísima Europa occidental.
Sobra decir que las pretensiones cronológicas de esas propuestas eran meramente referenciales y basadas en la aplicación comparativa del método tipológico, empleado –además– únicamente sobre algunos de los más arcaizantes artefactos encontrados; o sea, que se trataba de la puesta en práctica de criterios concernientes a la obtención de secuencias relativas –entonces pristinamente en uso– y no de la aplicación de adecuadas técnicas de laboratorio para registrar la datación de cronologías absolutas, que fueron conocidas y aplicadas en arqueología sólo a partir de los años cincuenta del siglo XX.
Pero, concretamente, ¿de qué zona de la Europa occidental procederían? Ateniéndose a los paralelos físicos y a la hipotética irradiación espacial de estas poblaciones fueron proponiéndose distintas áreas más concretas. En primer lugar, el ámbito del macizo central francés, de donde provenían los primeros hallazgos conocidos del hombre de Cro-Magnon. En segundo lugar, el área megalítica de Bretaña relacionada con los galos, como zona de aislamiento y de refugio situada frente a las islas Británicas. En tercer lugar, el sector centroeuropeo vinculado con el mundo ario y, posteriormente, con el ámbito germánico que acabó siendo ampliado también a los vándalos del Bajo Imperio romano. En cuarto lugar, el espacio delimitado para el mundo celta que incluía el norte de Francia, Irlanda, Gales, así como parte de la periferia del ambiente galaico-portugués. Y, en quinto lugar, el área medieval de procedencia de los vikingos, que incluía Dinamarca y la zona costera central y occidental de la península Escandinava, así como las islas adyacentes del Báltico próximas al continente europeo que suponían influenciadas con similares pautas culturales nórdicas.
Contando también con la presunta arribada de contingentes norteños de rubios de ojos azules al Mediterráneo norteafricano, a través de la península Ibérica y de la península italiana y Sicilia, se les enraizó más tardíamente con grupos humanos periféricos de estirpe cromañoide, incluidos posteriormente entre los paleobereberes y los protobereberes. Es en ese momento cuando comienza a hablarse de la influencia antropológica europea en las dos orillas del Mediterráneo: la norte y la sur. Aseveración que coincidió con la subsiguiente y renovada expansión colonial europea en el área del Magreb.
Por todo ello, el prototipo racial de altura elevada, piel blanca, pelo rubio y ojos azules, configurado por los antropólogos físicos, fue sucesivamente vinculado con grupos cromañones paleolíticos, con exponentes sapiens neolíticos, eneolíticos y megalíticos, entroncados con ambientes socioculturales galos, célticos, arios, germánicos de la Edad del Bronce, poblaciones itálicas pertenecientes a la Cultura de Casteluccio (Sicilia), vikingos nórdicos y normandos. Además de –por una parte– con los exponentes norteafricanos de los tipos Mechta-el-Arbí y Afalou-bou-Rhummel y –por otra– con los del tipo Aïn-Metterchem, relacionados respectivamente con las entonces denominadas culturas Iberomaurisiense y Capsiense que representaban la presencia y el desarrollo de los sapiens sapiens en ámbitos extraeuropeos asimilables a un tronco común ancestral en el que más tarde fueron incluidas también las poblaciones nativas de las islas Canarias.
Los constructores del poblamiento
Casi a mediados del siglo XIX, Ph. Barker-Webb y Sabin Berthelot inauguraron la vinculación existente entre el hombre de Cro-Magnon y Canarias retrotrayendo la relación y el contacto de las islas con Europa a unos más que lejanos tiempos geológicos. La materialización de la presencia de aquellos distantes pobladores se vería respaldada, de una parte, con grupos bereberes de pelo rubio, tez blanca, cabellos rojos y ojos claros como tipo dominante; y, por otra, se vio arropada con los testimonios arqueológicos al uso en esos primeros momentos: las momias de Tenerife y los túmulos de Gran Canaria.
Pero Berthelot añadiría también otros ligeros matices a su interpretación de los registros insulares del pasado. Propuso que la mayoría de los signos rupestres de La Palma y El Hierro pertenecían a la lengua numídica, una variante de la lengua Líbica antigua, acompañada también en El Hierro por la existencia de círculos pétreos, estructuras y muros que calificó, asimilándolos al Megalitismo, como cromlechs debidos a grupos emparentados con los celtas.
Esta vinculación céltica se veía arropada en el norte de África con la existencia de los dólmenes de Argelia y Túnez, monumentos megalíticos “druídicos” que habrían sido sepulturas de los guerreros galos que lucharon en el ejército romano o bien se correspondían con la llegada a África de un pueblo celta, según afirmaban los arqueólogos franceses. Sin embargo, a inicios del último cuarto del siglo XIX, Berthelot acabaría por defender la relación de los indígenas canarios con los bereberes, logrando que paradójicamente sea por lo que –de hecho– todavía hoy en día se le recuerde y cite positivamente.
Esta presencia de una raza rubia en el norte de África, cuyos ancestros habrían llegado desde Europa en tiempos remotos, fue también planteada por Paul Broca. Siguiendo la lectura del texto del periplo de pseudo-Scylax donde se describía que sobre los siglos VI-IV a.C. había poblaciones rubias en el área de la actual Tunicia, otorgó a los galos el privilegio de haber ocupado el norte de África con anterioridad a pueblos germánicos como los vándalos.
Mientras tanto, Armand de Quatrefages y Théodore Ernest Hamy reconocieron la extensión del tipo Cro-Magnon europeo por Francia, Holanda, Italia y Canarias, dejando clara la relación de parentesco antropológico suscitada por la estirpe sapiens sapiens en todos estas áreas, a partir de las cuales se proyectaron y propagaron hacia otros tantos emplazamientos vecinos.
a existencia de poblaciones rubias en las zonas norteafricanas coincidiendo con los enclaves arqueológicos donde habían comenzado a descubrirse inscripciones rupestres alfabéticas emparentadas con la lengua Líbica llevó a Louis Faidherbe a estimar que estos grupos humanos procedían del norte de Europa, que eran celtas y habían construido los dólmenes que se encontraban por toda la antigua Libya. Sin embargo, también consideró que estas poblaciones rubias eran pre-arias lo que explicaba la poca relación existente entre las inscripciones numídicas y la lengua aria. De esta manera, se daba por neutralizada la rivalidad suscitada con las pretensiones alemanas ante los planes, los proyectos y los intereses franceses.
Como en Canarias también habían sido localizadas inscripciones alfabéticas rupestres vinculadas al mundo númida, Faidherbe estimó que las islas habrían estado habitadas por grupos bereberes que fueron el resultado de un cruce entre los rubios que habían descendido de Europa y las poblaciones líbicas norteafricanas.
Poco tiempo después Charles Tissot daba cuenta del descubrimiento de restos megalíticos en Marruecos. El hallazgo de dólmenes, menhires, túmulos y cromlechs estaría demostrando que eran obra de pueblos celtas que se habrían desplazado desde el norte de Europa hacia el sur atravesando la península Ibérica y el estrecho de Gibraltar para llegar al norte de África. Por lo tanto, Tissot pensaba que la presencia celta quedaba también demostrada por la existencia de una población rubia de estirpe líbica que hacía descender de los antiguos ancestros de los galos.
Los trabajos de Paul Broca, Louis Faidherbe y Charles Tissot plantearon que los constructores de dólmenes serían los antepasados de los bereberes, cuya ascendencia explicaría la presencia de individuos rubios y de ojos claros entre las poblaciones norteafricanas, concretamente en las zonas cabileñas de los macizos norteños del Magreb. Los responsables de estas construcciones megalíticas habrían sido los celtas, pues con anterioridad a su fusión con la raza líbica ésta no habría sido capaz de construirlas, si nos atenemos a los postulados etnocéntricos de dichos investigadores. Así, la mención de esta supuesta superioridad técnica en el pasado justificaba en su presente la conquista de Argelia por los franceses como directos descendientes de los celtas y de los propios galos.
Con posterioridad, Renè Verneau avanzó un paso más al concretar la ruta seguida por la raza de Cro-Magnon partiendo de su emplazamiento primigenio en Francia. Según el antropólogo galo, desde esta zona el Cro-Magnon se habría dirigido al norte para ocupar Bélgica y Holanda, al sureste para llegar a Italia y al suroeste hasta la península Ibérica. A partir de estos dos últimos enclaves se habría extendido por el norte de África, incluyendo Tunicia, Argelia y Marruecos. Desde ahí, esta raza rubia de ojos claros y elevada estatura habría llegado a Canarias, lo que explicaría no sólo la preferencia del área francófona en todo el proceso del poblamiento de las islas Canarias y el Magreb sino su predominio frente a las teorías y la rivalidad alemanas.
Fue Franz von Loeher quien revitalizó y relanzó la presencia germana en el archipiélago al proponer su poblamiento por los vándalos en el siglo V. El planteamiento de Loeher arranca de los paralelismos etnológicos que encuentra entre las etnias de Canarias y las descripciones de los germanos que realizara el historiador latino Tácito. De esta manera, en primer lugar dictamina que la raza de piel clara y pelo rubio que guardaba relación con los germanos emparentaba a las poblaciones norteafricanas con otras de origen europeo. En segundo lugar, identifica y vincula la lengua indígena de Canarias con la lengua germana. Y, finalmente, debió aceptar la existencia de un poblamiento previo al germano así como la presencia de una lengua bereber anterior a la llegada de los vándalos. En el fondo, todo ello justificaba y legitimaba la intervención de Alemania en el norte de África y su pujanza en el archipiélago Canario frente a las pretensiones francesas, pues los ingleses estaban firmemente instalados desde hacía tiempo.
Por tanto, ante el ímpetu de las teorías de los científicos franceses, comienzan también a destacarse las propuestas de los antropólogos físicos alemanes a fines del siglo XIX. Para investigadores como Hans Meyer y Felix von Luschan el Cro-Magnon era una raza pre-aria; o sea, el sustrato poblacional sobre el que se asentaron posteriormente los arios. Esta raza de raigambre germana habría llegado más adelante a África y a Canarias, aunque no habría podido seguir desarrollándose culturalmente en las islas al haberse segregado de sus raíces neolíticas originarias y haber tenido que fundirse con pueblos de origen norteafricano.
Por su parte, a inicios del XX, Fritz Paudler consideró que la raza de Cro-Magnon había alcanzado una gran dispersión en Europa y en el norte de África, donde englobaba a Canarias. Esta raza era rubia y de ojos azules, o al menos contaba con cabellos y ojos claros como rasgos más característicos de los cromañones. Y, desde su punto de vista, se constituía como el prototipo de la raza aria. Esta filiación ancestral interesó a un Eugen Fischer entregado a la búsqueda de los ascendientes raciales alemanes. Interés inusitado que le llevó, incluso, a identificar a la raza de Cro-Magnon en grupos de individuos vivos cuyos rasgos definían a la propia raza aria. Con esta metodología determinó la pervivencia de fisonomías propiamente arias en la población canaria de su época sobre la que deseó investigar con interés.
Poco después, el antropólogo norteamericano Earnest Albert Hooton destacó en su propuesta invasionista del poblamiento de Canarias cinco grupos diferentes que habrían ido llegando a las islas desde el norte de África a partir de la época neolítica. Uno de ellos, correspondiente a la tercera andanada de pobladores, habría procedido de Marruecos y Argelia y estaría integrado por individuos altos y rubios tipificados por su superioridad racial. Del cruce de estos elementos con las poblaciones del Atlas y el anti-Atlas –previamente asentadas– resultó el tipo Cro-Magnon del archipiélago cuya lengua común era Líbica. Dadas las características somáticas de aquellos pretendidos grupos de rubios, Hooton no dudó en calificarlos como los “nórdicos de las islas Canarias”.
Desde una perspectiva algo más heterogénea por las múltiples disciplinas contempladas, siguiendo la corriente histórico-cultural y sus diferentes enfoques comparativos, Dominik Josef Wölfel sostuvo que los indígenas canarios eran un reducto superviviente de la raza Cro-Magnon europea, a la que emparentaba con el prototipo de la raza aria, tipificada una vez más como portadora de cabello rubio y ojos azules. Pero también secundó la llegada al archipiélago Canario de un tipo mediterranoide que, a fines del siglo XIX, ya había sido relacionado con la raza denominada indogermana o indoeuropea. Esto, qué duda cabe, preconizaba la existencia de un panorama racial mixto en las Canarias prehispánicas. Y, en este sentido, explica el dualismo lingüístico que también preconizaba este incansable investigador austriaco al considerar –por un lado– la existencia de la lengua bereber y –por otro– la de una lengua pre-bereber megalítica que le servía para establecer comparaciones entre ésta y las lenguas indogermánicas y también para encontrar un sustrato común entre ambas. De esta manera, Wölfel situó a Canarias en el círculo cultural mediterráneo y del próximo oriente a través de las relaciones que planteó entre Canarias, el norte de África, el Mediterráneo y la Europa occidental. Por este motivo estudió paralelos culturales entre Egipto y la antigua Creta, así como los pretendidos paralelismos célticos, itálicos y germánicos. Todo ello le llevó a insertar Canarias en la denominada África blanca de raigambre európida, donde la raza de Cro-Magnon estaría en las capas más antiguas y profundas identificada con los constructores megalíticos norteafricanos. En este sentido recuperaba la tradición francesa del Megalitismo norteafricano debido a poblaciones europeas, aunque también propuso comparaciones entre algunos restos arqueológicos de Canarias y los hallazgos de Malta, las islas Británicas y Escandinavia, pues cotejó directamente las inscripciones espiraliformes y meandriformes del yacimiento arqueológico de Belmaco, en La Palma, con el horizonte megalítico de los dólmenes.
Serían otros dos antropólogos físicos ulteriores quienes acabarían con la ligazón directa que se había trazado entre el Cro-Magnon y los indígenas de Canarias. En primer lugar Miquel Fusté, al relacionarlos con el tipo Mechta-Afalou y, por ende, con la cultura Iberomauritana; en segundo lugar Ilse Schwidetzky, que aunque sostuvo también la relación con el Mechta-Afalou insistió en una adscripción cultural neolítica. No obstante, ambos investigadores admitieron que la población canaria prehispánica era caucasoide o blanca y, consiguientemente, europea.
Los últimos antropólogos franceses en realzar la identificación entre los indígenas de las islas Canarias y el Mechta-Afalou norteafricano fueron investigadores de la talla de Henri Vallois, Lionel Balout, Gabriel Camps y Georges Souville, quienes establecieron las correspondencias y filiaciones culturales del poblamiento del Archipiélago –en un primer momento– con una facies inmersa en el Neolítico. Pero Lionel Balout no sólo acabó por descartar las ancestrales vinculaciones de ambos colectivos con los periodos Iberomauritano y Capsiense, sino que los imbricó en un momento arcaico que les emparentaba con los grupos paleo y protobereberes, entre los cuales seguían citándose los elementos rubios aunque Balout les otorgaba una presencia estadísticamente minoritaria. Por su parte, autores como Georges Marcy y Jehan Desanges terminarían ubicándoles –creemos que acertadamente– en el contexto del Mundo Antiguo norteafricano, con el que los vinculamos en la actualidad cuando el mito de las gentes del norte comienza a desvanecerse ante el paisaje de las evidencias y las pruebas arqueológicas.
En el periodo temporal enunciado, los criterios sobre el poblamiento seguidos por los autores locales fueron subsidiarios de los dictados que llegaban desde los centros exteriores de investigación o emitidos por los antropólogos que visitaron el archipiélago. Así, Gregorio Chil y Naranjo sostuvo la existencia de una Edad de la Piedra en Canarias cuyos habitantes pertenecían a la raza de Cro-Magnon de la Época del Dolmen, mientras en otros pasajes de su obra plantea la existencia de dos razas oriundas del norte de África. Luis Millares Cubas relacionó a las poblaciones indígenas canarias con la raza Cro-Magnon francesa y las altas culturas europeas, silenciando el aporte africano con la sola salvedad del mundo egipcio, en cuya conformación habría intervenido el tipo rubio europeo o ario que algunos antropólogos extranjeros habían localizado en Canarias cuando fue necesario.
Epílogo: el fin de los mitos
El mito de los mitos toca a su fin con el paso de los tiempos y el trasiego de las gentes que dejaron tras de sí otros tópicos al uso pertenecientes a muchas escuelas, academias, saberes y corrientes de pensamiento.
El primero y más antiguo fue la amalgama lingüística o la confusión de las lenguas indígenas, una suerte de Torre de Babel donde se quisieron hacer converger a su libre albedrío el bereber con el vasco o el ibero, el númida con el gaélico, el púnico con el germánico, el neopúnico con el latino, el tiffinag con el runa y el monolingüismo heterogéneo con el bilingüismo rupestre. Y, a pesar de todos ellos, el llamado Líbico Antiguo re-emergió siempre cual Ave Phoenix con sus voces, sus frases, sus endechas, sus palabras, su alfabeto y sus sonidos.
El otro corresponde a los dioses presentes en la majestuosidad hierática de los roques y montañas que menudean en el paisaje de Canarias, donde reposan centelleantes los astros en las fechas puntuales y precisas que anuncian la llegada de los solsticios y equinoccios. ¿Qué monolitos si no habrían dado cuerpo y naturaleza mítica al Megalitismo isleño si no fueron los Idafe, Agando, Bentaica, Yeje o Bentayga? ¿Qué montes si no serían los elevados promontorios sagrados donde residían las deidades si no hablamos de Amurga, La Fortaleza, El Teide, Los Santillos, Tahiche, Los Muchachos, El Garajonay, Tirma y Tindaya? Pero, sin duda, también fueron destacados aquellos lugares donde se inscribieron espirales y meandros, estelas, grecas, círculos, triángulos, vulvas, líneas y retículas grabadas, piedra sobre piedra, para evitar que el olvido suplantase a la memoria.
Conclusión
Lo que subyace bajo algunos de los ingredientes explicativos del primer poblamiento humano de las islas Canarias y su vinculación con tal o cual etnia, etapa histórica, zona geográfica o periodo cronológico, fue consecuencia de la rivalidad promovida por las potencias europeas decimonónicas que ansiaban establecer sus posiciones de dominio en el archipiélago ubicando sus gabinetes de influencia en esta zona del Atlántico en los comienzos del imperialismo y el colonialismo moderno en África. Sin embargo, y aunque resulte paradójico, gracias a este profundo debate Canarias se reincorporó a la escena mundial desde mediados del siglo XIX sumándose a otros tantos foros de estudio, investigación y desarrollo en el ámbito científico de la arqueología, la antropología y la historia.
Dr. José Juan Jiménez González
Conservador del Museo Arqueológico de Tenerife