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Carmen Marina Barreto Vargas
En todas las épocas y culturas, las diferentes maneras de vestir están relacionadas con códigos sociales, morales y estéticos. La sociedad impone normas y restricciones que se expresan y representan sobre los cuerpos. Esta propuesta expositiva sobre “Las Tapadas en Canarias” permite comprender cómo hasta el siglo XIX la tradición de imponer a las mujeres el uso del manto y saya para cubrirse el rostro y observar el mundo solo con un ojo, está relacionada con las maneras de disciplinar el cuerpo femenino. Al mismo tiempo, se invita a pensar cómo la indumentaria puede ser usada formando parte de una experiencia de emancipación.
Históricamente, los cuerpos de las mujeres han estado sujetos a constantes evaluaciones y juicios que el poder masculino les ha impuesto. El prestigio y status social de la familia se sustentaban en remarcar el honor y valor de los hombres y resaltar la virtud femenina del recato y la vergüenza. Cubrir el cuerpo de las mujeres se relacionaba con las expectativas masculinas de control y autoridad, encargadas de legitimar los regímenes de movilidad y los modos de comportamiento de los cuerpos femeninos en el espacio público.
Esta perspectiva de la indumentaria de las “Tapadas” como opresión, se complementa con la experiencia de resistencia y autorrealización de las mujeres desde el siglo XVI. Las mujeres canarias también vieron en la indumentaria que las cubría, una oportunidad para construir, a través de un lenguaje corporal y visual, su manera de entender las relaciones entre la privacidad, la amistad, los afectos, los deseos y el espacio. Instrumentalizaron la indumentaria para participar tanto en la vida social como religiosa, y así construir redes y conexiones entre ellas. En consecuencia, esta exposición intenta desvelar cómo las mujeres no son un objeto sino uno un sujeto de la cultura y cómo esta pieza indumentaria de las “Tapadas” puede leerse como un dispositivo cultural de género.
Desde tiempos de la colonización, casi todos los pueblos y ciudades importantes del Archipiélago fueron recinto y albergue de las "Tapadas". Esta remota costumbre femenina de ocultar el cuerpo bajo diferentes ropas, daba a la mujer un aspecto más próximo al Cercano Oriente que a Occidente, de ahí que este atavío llamara tanto la atención y mereciera más alusiones y descripciones que ningún otro de la región.
Introducido por los colonizadores, convivió con otros indumentos; por una parte, los usados por las clases pudientes que seguían los dictámenes de la moda del momento y, por otro lado, los trajes de vivos colores usados por los campesinos, perdurando esta costumbre de "taparse" en nuestra región casi un siglo más que en el resto del territorio nacional.
Al hablar de "Las Tapadas", nos estamos refiriendo a las mujeres que para salir a la calle se embozaban con diferentes prendas, ocultando parte del cuerpo y rostro, al tiempo que dejaban a la vista los dos ojos o solo uno; es por ello que se las conocía por la denominación de "tapadas de medio ojo", "arrebozadas", "cobijadas", "cubiertas", "tapadas a lo morisco", etc.
Para algunos autores, esta costumbre fue introducida en la Península por los semitas hacia los siglos IV y V de nuestra era; mientras que, para otros, el tapado lo tomaron las españolas de los árabes, iniciándose esta moda en Sevilla a lo largo del siglo XV, y encontrándose en la centuria siguiente ya extendida por dicho territorio peninsular.
Nacido en el recelo de los orientales hacia sus mujeres, el tapado fue aceptado más tarde por el cristianismo como expresión de honestidad, decoro y recato, que permitía a las mujeres substraerse de las miradas curiosas de los hombres, presumiendo con ello poner a buen recaudo la virtud de las doncellas, la fidelidad de las casadas y la compostura de las viudas.
Pero pronto la moda fue utilizada con otros fines, convirtiéndose en el perfecto aliado para estimular la curiosidad y el deseo de los hombres, y en el cómplice perfecto de galanteos, salidas furtivas y lances amorosos de todo tipo.
Durante el siglo XVI, las mujeres se embozaban con diferentes prendas de la familia de los mantos tales como:
En nuestra literatura clásica se hacen constantes menciones a las tapadas que daban lugar a frecuentes situaciones de intriga y equívocos.
Así, son citados por Lope de Vega en "Las bizarrías de Belisa"; Tirso de Molina en "La celosa de sí misma" o "El amor médico"; Calderón de la Barca en "El escondido y la tapada"; y, también, en sor Juana Inés de la Cruz en su comedia "Los empeños de una casa".
Lo mismo ocurre con los viajeros franceses de la época de Bertand y la condesa D`Aulnoy, que en sus respectivas obras "Diario de un viaje" y "Viaje por España en 1674 y 1680" se hacen eco de la presencia de esta costumbre.
Los excesos y abusos a los que el tapado favoreció, dieron lugar a que pronto se dictaran leyes prohibitorias bajo multas de diferentes cuantías, que como siempre ocurría, tenían poco efecto o repercusión:
Así el tapado desapareció de nuestras ciudades más importantes, no ocurriendo lo mismo en algunos rincones del reino, donde el manto y el mantillo siguieron ocultando a las mujeres hasta mediados del siglo XIX.
En Canarias, la costumbre de taparse perduró hasta mediados del siglo XIX y debió de estar muy arraigada a juzgar por las numerosas descripciones que tenemos de ellas.
Los comentarios demuestran que también aquí el tapado tuvo la doble función de honestidad y recato para ir a la iglesia, y cómplice de salidas furtivas y galanteos.
En el Archipiélago se embozaban con dos tipos de prendas: las mantillas blancas guarnecidas con seda y a cuyas portadoras se las conocía propiamente por "tapadas"; o con el manto sujeto a la cintura y subido por la cabeza, cuyas portadoras se dice que iban de "Manto y Saya".
La costumbre de taparse con la mantilla estaba casi tan extendida como hacerlo con el manto -especie de segunda enagua exterior que se llevaba normalmente puesta y que para salir se subía por su parte trasera sobre la cabeza-, disponiéndolo de tal manera que cubría de la cintura para arriba dejando sólo un ojo al descubierto.
También perduró la costumbre del uso del manto en algunos trajes tradicionales de la isla de La Palma. En cambio, en Gran Canaria, el taparse con la mantilla blanca o negra para salir de casa perduró hasta la década de los sesenta del siglo XX.