Varias veces se ha celebrado en La Laguna estas pruebas, que consisten en el arrastre de descomunales pesos por yuntas de bueyes y de vacas.
Ni qué decir tiene que tal número ha concentrado en la vieja plaza de San Francisco, insustituible escenario de las efemérides de la ciudad, el más nutrido censo campesino, en el que tales demostraciones suscitan invariablemente común interés.
Claro está que la prueba no ha de verse desde al ángulo estricto de lo que es en sí misma. Sirve, en primer término, para demostrar la gran potencia de trabajo del ganado insular, que lo mismo se mide con las pesadas carretas que con los arados y con los trillos. Con los arados, no sólo haciendo surcos en las tierras de pan sembrar, sino roturando a fondo los eriales que luego habrán de convertirse en fincas propias para tomates y plátanos. Con los trillos, dando vueltas y más vueltas a la noria de la era o del ejido, entre espesas nubes de moscas y bajo la catarata de fuego de sol sobre la crepitante alfombra áurea de las mieses. Con las carretas, acarreando primero las mieses y después el grano, que es cuando las carretas adquieren de golpe toda su prestancia rústica y su trascendente significación en la parsimoniosa vida del campo.
Con todos estos elementos se mide a diario el ganado del país y aún le sobra fuerza para realizar otras demostraciones dignas de su temple.
La "jalada" no es una invención. Es por el contrario, una tradición. Hace años, en La Victoria y Santa Úrsula, por ejemplo, solían verse por los caminos de los altos estas yuntas de bueyes y de vacas tirando de los enormes troncos de los castaños que se destinaban a la fabricación de esas sillas que aún hoy se conocen con el nombre de "sillas victorieras". Era aquélla una ocasión especial en el año. Ni antes ni después, como acontece con todas las tradiciones, que siempre dan la hora en punto en el reloj de los siglos.
La costumbre, empero, parece que ha pasado. No sé si será porque ya no quedan castaños que cortar y que arrastrar o porque la fabricación de las rústicas sillas -sillas tocadas de un cierto aire eterno que aún suelen verse en todos los hogares campesinos que se precian de tales- ha tocado a su fin. La cuestión es que la costumbre ha ido desapareciendo.
Ahora renace en forma de proeza deportiva. Pero tiene otros antecedentes, que no por su carácter utilitario dejan de pertenecer al ámbito de los deportes. La verdad es que los bueyes y vacas de la isla han vivido -sobre todo las vacas- en un permanente afán deportivo. Siempre arrastrando ingentes pesos, ayudando al hombre a ganarse el pan con el sudor de su frente. Porque el labrador que no dispone aunque sea de una sola cabeza de ganado no es un labrador entero. A lo sumo, medio labrador. O tres cuartas partes, en el mejor de los casos. Aunque se rompa el alma sobre los terrones, de sol a sol y de invierno a estío. El complemento del labrador es la yunta. Y no sólo el complemento, sino, en cierto modo, la integridad de su vida. El orgullo y la satisfacción de su existencia. Incluso el campanario en donde el ganadero cuelga sus esquilas cuando apareja a su ganado para ir a las fiestas, y las cuales al mismo tiempo que en las colleras repican en su corazón.
La proeza de que se trata es admirable. Uno -al fin, hombre de la ciudad y un poco o un mucho hecho a las blanduras de la misma- se sobrecoge ante el espectáculo de las potentes bestias que tiran de los terribles pesos. Crujen las cuerdas y crujen los tendones, se enarcan los vigorosos cuellos y, entre gritos y aijadas -que no son las aijadas de la romería, sino las del trabajo, a las que les faltan las doradas tachuelas tradicionales- las resistentes yuntas arrastran ese andullo que las mantiene un momento como ancladas en un mar de admiraciones y de zozobras. Porque uno teme que se queden ancladas para siempre, rotas y desarticuladas en la dura prueba.
Y, ya se sabe, la vencedora conquistará un gran trofeo: el que late en el corazón del dueño, que en ella hace descansar su fama de labrador.
A mí me dan, sin embargo, otra sensación. A mí me parece que estas yuntas que en otro tiempo acarrearon los robustos troncos de los castaños desde los altos del pueblo hasta las serrerías y los talleres de los carpinteros, en cuyas manos reposaba el secreto tradicional de las fuertes y graciosas sillas del país, no realizan una demostración de fuerza que, en medio de todo, carecería de importancia si fuera a detenerse ahí en los umbrales del espectáculo. A mí -tanto cuando las contemplo uncidas a las carretas aromosas de trigo, o enyugadas a los arados que convierten la tierra en jocundos pentagramas de futuro, o dando incesantes vueltas al redondel ardiente de la era, que es el pan de hoy y la semilla del mañana, como tirando de los increíbles pesos, que constituyen otras tantas marcas deportivas- lo que me parece es que estas yuntas están tirando de algo mucho más grande.
Porque, pese al camión y al tractor y al arado de vertedera y a la trilladora mecánica, las yuntas de bueyes y de vacas del país lo que han arrastrado siempre ha sido el peso fecundo de la isla.
Luis Álvarez Cruz (1951-1955), Retablo Isleño