Aquella aciaga mañana se cerraron las puertas después de largas horas de incertidumbre. Al día siguiente, la biblioteca no abrió. Reinó el silencio durante largo tiempo hasta que el Atlas, con su elegante traje azul de tapa dura, dijo:
-Algo va mal.
-No creo, le contestó su vecina, una Enciclopedia antipática y con aires de grandeza, quizá fruto de la nostalgia de saberse tan querida en otro tiempo.
-Aquí casi no vienen usuarios, replicó con aire sarcástico.
-¡Calla!, le dijo el Anuario de Estudios Atlánticos, una de las obras más solicitadas del centro que reposaba en el último estante de la derecha y al que todos respetaban por su sabiduría.
– ¡Tienes envidia porque no te piden en préstamo nunca!
-No es verdad, contestó enojada, muchas veces me escogen a mí para la consulta en sala.
-Sigo diciendo que es muy raro, repitió el Atlas. Y le pidió a su amigo el folleto, que estaba más cerca de la puerta y sabía contornearse sin caerse del estante, que se asomara a ver qué veía.
-Nada, dijo. ¡Es que no están ni las auxiliares!
-Sí que es extraño, dijo el Anuario, porque hoy no es sábado ni domingo. Hoy es martes.
Se formó un alboroto en toda la sala.
-No irán a abandonarnos ¿verdad?, dijo, de repente, el que aguardaba sobre el mostrador. ¡A mí venían a buscarme hoy!
El silencio dio paso a un nuevo día y esta vez solo oyeron cómo las trabajadoras de la limpieza se afanaban en sus tareas con más ahínco que de costumbre. Cuando terminaron su trabajo se fueron y, de nuevo, se cerraron las puertas. El folleto de la esquina, que siempre presumía de sus veinte páginas ilustradas a todo color, anunció a sus compañeros las palabras que había escuchado a las empleadas y la sala entera enmudeció. El Anuario, erigido como líder de la estancia, se dirigió al ejemplar del que todos huían. Aquel ejemplar que se mantenía en pie a pesar de que sus conciudadanos se replegaban a ambos lados del estante para no rozarlo siquiera.
-Dí lo que sabes, explícanos qué ocurre, rogó el Anuario.
–Sí, dijo con seriedad, es grave.
-Pero esto también pasará.
-Sé mucho sobre epidemias, tengo entre mis páginas algunas de las más devastadoras, aquellas que azotaron a nuestras islas en el pasado: la peste, la fiebre amarilla, el cólera…
Toda la sala palideció. Algunos se atrevieron a pedirle que hablara de alguna de ellas, de lo que había acontecido entonces y cómo habían conseguido resistir.
-Lo contaré si me dais la oportunidad, reveló con cierto halo de tristeza. Pero ahora no se alarmen. Hemos salido de todas, algunas más temibles y mortales que la que nos embiste hoy con toda su fuerza.
-Tranquilos, los usuarios deben permanecer en sus casas. Solo así sobreviviremos.
Y así, cada tarde, a las siete, se oye el aleteo de las hojas de nuestros queridos libros uniéndose al aplauso de la generosidad, de la esperanza y de la vida.
Volveremos pronto.
El Cedocam pronto volverá a abrir sus puertas. Desde la distancia enviamos a nuestros fieles usuarios y usuarias todo nuestro ánimo y nuestra fuerza.
María José Vera González
Subdirectora del CEDOCAM