Entre el 6 y el 9 de noviembre de 1826 tuvo lugar un temporal que, unido a fuertes lluvias, inundaciones y riadas, causó enormes daños en las Islas Canarias. El viento y el agua atacaron con gran virulencia el Valle de La Orotava, así como otras localidades de Tenerife y Gran Canaria. Según dos investigadores de la Universidad de La Laguna, esta tormenta, denominada Tormenta de San Florencio, puede clasificarse como el peor evento meteorológico de la historia del archipiélago canario. Francis Coleman Mac-Gregor en su obra Las Islas Canarias según su estado actual y con especial referencia a la topografía, estadística, industria, comercio y costumbres (1831), traducida al español por José Juan Batista Rodríguez, recoge las observaciones y notas que tomaron algunos profesores de física como Jean Pierre Auber en La Orotava y que reproducimos a continuación:
“El seis de noviembre estuvo el cielo todo el día poco nublado y el aire era tan claro que se alcanzaba a distinguir los objetos a larga distancia; además, había una acústica especialmente buena, pues se podía oír el romper de las olas en la lejana costa de forma más fuerte y clara que de ordinario. La refracción de la luz era también muy fuerte y los objetos parecían elevarse más de lo natural sobre el horizonte. Soplaba un viento suave del suroeste. Por la tarde se cubrió el cielo de nubes negras. Estos vapores se concentraron en las faldas de los montes que rodean en semicírculo el valle de La Orotava y lo cubrieron con un oscuro velo. La lluvia empezó a la puesta de sol y, enseguida, empezó a correr en riadas montaña abajo. El viento se había vuelto hacia el noroeste de cuadrante norte y se desencadenó una tormenta que empeoraba hora tras hora. A medianoche las riadas amenazaban con sumergir la ciudad. Terrible era el ruido que producía el viento al batir contra las esquinas y saledizos de las casas. El ronco bramido de las olas que rompían en la lejana costa, el ruido producido por los trozos de roca y materiales que arrastraban consigo las aguas que bajaban de las montañas, todo se unía para atemorizar el ánimo de la población. El día 7 de noviembre, hacia las dos de la madrugada, observé en la atmósfera un resplandor parecido al de la aurora boreal, tal y como se ve, en ocasiones, en el norte de Francia; sólo que un poco más fuerte. Los rayos de luz parecían irradiar de un centro que se encontraba en la costa, al norte de mi vivienda, y habían alcanzado una altura de 45º. (…). A las seis seguía lloviendo a mares y el viento, que había cambiado de dirección varias veces, continuaba soplando con la misma violencia. No obstante, me atreví a salir de casa, movido por la curiosidad de saber si había habido también otras personas que hubieran visto los meteoritos. Algunos paisanos, que habían escapado a duras penas de morir ahogados, me aseguraron que, al vadear las aguas para alcanzar la orilla del barranco, habían visto un resplandor que parecía salir de las mismas aguas, fenómeno que debe imputarse con toda seguridad a materia eléctrica. (…)”
Según las crónicas este temporal se cobró en Tenerife la vida de unas 298 personas, 1176 cabezas de ganado, 651 casas destruidas y dejó pérdidas por valor de 175.000 libras esterlinas de la época. Fue en este temporal donde desapareció la talla original de la Virgen de Candelaria.
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