Así llegaron finalmente al conjunto de salas con restos arqueológicos de Tenerife. En este espacio tan amplio era necesaria más que nunca la alternancia de intervinientes. Estaban excitados al tratarse de objetos procedentes de la isla, en concreto de yacimientos investigados por los técnicos del Museo. El respeto por su trabajo ayudaba a paliar los sobresaltos que precedían a los disgustos por las condiciones en que se encontraban muchos de esos lugares que habían formado parte de su vida.
—Que la única huella de tu presencia sea la de tus pasos. Tan sencillo y tan difícil —decía siempre Santos—. Que usemos todos nuestros sentidos, pero sin dejar rastro y así contemplar los paisajes, escuchar los sonidos, gozar con los olores, degustar los sabores y tocar siempre que sea posible. Nuestros lugares patrimoniales proporcionan todas esas sensaciones a cambio solo de quererlos, de cuidarlos, de respetarlos, porque son la herencia de nuestros mayores.
A pesar de no querer hablar, Santos no podía evitar emocionarse al entrar en estas salas. Pero ya dio paso a Andrés para que continuara. La primera explicación era sobre
“la ocupación del territorio”. No había tiempo que perder y los sentimientos a veces le jugaban malas pasadas, —me estoy haciendo viejo, definitivamente, —se reprochaba Santos por lo bajo, aunque nadie había expresado ninguna queja.
—Bueno —comenzó Andrés—, todos conocemos las circunstancias geográficas de la isla: orografía escarpada, una cumbre difícil de cruzar, vegetación densa por el norte, formaciones volcánicas... Se buscaban terrenos de fácil acceso, a poca distancia de la costa, con cuevas naturales, con disponibilidad de agua, madera y terrenos para el cultivo y para el ganado. Por eso los primeros asentamientos fueron costeros, por el norte (yacimiento de los Guanches, en Icod, de los más antiguos) pues por el sur, esas condiciones tenían una menor presencia o requerían un amplio territorio. Lo más probable es que no hubiera continuidad, que se estableciera un asentamiento y al cabo del tiempo se abandonara, y así varias veces. El éxito llega cuando hay una intención clara, cuando hay un objetivo económico para colonizar la isla.
—Eso fue en la época de los romanos, ¿no? Ya lo voy entendiendo —habló Isora, pero se arrepintió al instante por si Andrés se contrariaba por interrumpirlo.
—Muy bien, Isora, —esta vez no perdería los nervios, se dijo, las preguntas y las dudas las aclararía con buena cara y con paciencia.
—Ahora nos fijaremos —retomó Andrés la palabra—, en las piezas de esta sala: una piedra pequeña, en forma de pez, con una inscripción y unas ánforas. El primer objeto nos habla de la escritura bereber, indescifrada la de las islas porque quedó aislada de su lugar de origen y sobre la que trabajan muchos investigadores. Las ánforas, en cambio, son piezas importadas, realizadas a torno y producidas fuera de la isla. Se usaban para transportar aceite, vino, salazones de pescado… y atestiguan la presencia romana en las aguas canarias.
—¿Y no se han encontrado barcos naufragados? — esta vez fue
La Argentinita la interlocutora.
—No, Tinita, podría haber alguno en las islas de Lanzarote o Fuerteventura, en la nuestra se hundiría porque bajo el mar la isla mantiene su forma triangular y eso significa que la plataforma continental se acorta y desciende hacia el fondo marino con un fuerte declive, ¿lo entiendes?
—Pues sí, más o menos, —y se hizo la imagen en su cerebro de un barco en caída libre hasta la base de la gran montaña sumergida bajo el océano—. ¿Esos objetos son pruebas, como dirían los investigadores?
—Sí, Tinita —continuó Andrés—, de nuestros orígenes y de la presencia en la isla de otros pueblos que se interesaron por sus recursos, por ejemplo, los romanos.
—Si ellos disponían de más medios (navegaban, producían, comerciaban), eran más poderosos, ¿verdad, Andrés?
Tinita ponía todos sus sentidos en asimilar la información recibida. La absorbía con deleite y se esponjaba ante sus pequeños éxitos que Andrés corroboraba con una tímida sonrisa. A su lado se sentía tranquila, serena, y a veces hasta feliz, sin avergonzarse de su reducida estatura, su pobre aspecto y su cortedad. Junto a él era una igual, una compañera, a salvo de las burlas más o menos solapadas de Carlos e Isora.
—Pues sí, eso dicen muchos otros testimonios, por ejemplo, los del yacimiento del islote de Lobos, donde los romanos construyeron un taller…
—No me lo digas, de púrpura, de púrpura para teñir las telas, que era carísimo, ¿a que sí? —Ahora era la voz de Isora la que reclamaba su atención.
—Sí, Isora, sí, —y se hizo un espeso silencio.
ÉL se marchaba, se alejaba de aquel sueño que tantas veces había imaginado, casi lo había rozado con la punta de los dedos, por fin un hogar en el que ser yo, con identidad, después de años de sentirme vacío rodeado de ausencias, un lugar al que pertenecer y en el que me reconocieran. Lo toqué, apenas fue un roce, pero sentí su bienestar, el aire limpio que me acogía sin barreras. Debo irme, si no haré daño, May ha muerto, un susurro del aire, May ha muerto, un eco claro y profundo. Se oscureció su mirada y dejó de pensar, May ha muerto, detuvo sus pasos ardientes, huyeron los instantes gozosos, y volvió el dolor seco, inmisericorde, cambiando el rumbo de la marcha hacia su destino final.