Viajar y hacer turismo son sinónimos en la cultura moderna y han llegado a ser epítomes de la sociedad contemporánea. Pero, al margen de que el viajero emprende la marcha sin la expectativa segura de volver y el turista es por definición alguien que viaja con el claro propósito de regresar a casa, solo una parte de los norteamericanos, europeos y japoneses hace viajes turísticos. Los demás norteamericanos, europeos y japoneses desean hacer turismo y el resto, todos los otros, sueña con ser como los turistas norteamericanos, europeos y japoneses. ¿Por qué este anhelo de viajar, de hacer turismo, se ha convertido en una de nuestras pulsiones más acusadas hasta el punto de equiparar turismo y placer y, por contra, de emparejar no hacer turismo con frustración?
La teoría social se ha decantado en las últimas décadas por ver el fenómeno turístico basculando sobre dos premisas: por un lado, en la idea de que la rutina de la vida cotidiana en la Modernidad es tal que la gente quiere o necesita salirse de ella. Por otro, en que el espacio social del turismo se opone a la rutina y ofrece, de ahí su supuesto atractivo, esas experiencias extra-ordinarias que han desaparecido de la vida cotidiana. Estas ideas, sobre todo a partir de las obras de Dean MacCannell y John Urry, han propiciado notables estudios sobre la semiótica y sobre las causas motivacionales y estructurales del turismo. Sin duda, han supuesto además un giro radical respecto a los enfoques economicistas más viejos y convencionales sobre la “industria” del turismo.
Con todo, no parece que la complejidad del fenómeno turístico pueda ser reducida a las dinámicas de esas causas motivacionales y estructurales. Más allá de ellas, el turismo consiste en aeropuertos, agencias de viaje, animadoras, apartamentos, áreas de descanso, arena, autobuses, aviones, bañadores, barcos, billetes, bronceadores, cámaras, camareros, camisetas, carreteras, chanclas, coches, comida étnica, compañías aéreas, cruceros, discotecas, DJs, excursiones, folletos, gafas de sol, gorras, guías, hamacas, hoteles, insolación, jacuzzi, maletas, mapas, masajes, mochilas, montañas, monumentos, música tradicional, paisajes, palas, rastrillos y cubos de arena, pareos, parques temáticos, pasaportes, piscinas, playas, postales, protectores solares, recepcionistas, rent a car, reservas, restaurantes, sombrillas, sexo, sol, souvenirs, tablas de surf, taxis, teléfonos, toallas, tour operadores, tours, vídeos, visas, vistas… Este sinfín de “agentes” –dada su heterogeneidad aquí sólo ordenados por orden alfabético, a lo Perec cuando clasificaba los verbos para clasificar- da cuenta de la enorme complejidad del turismo. Como una letanía, cuya ordenada machaconería persigue no hacernos olvidar lo que es relevante, esta reducida lista da cuenta de la impresionante variedad de elementos humanos y no-humanos que hacen posible el turismo.
A poco que se atienda a esta letanía, se debilita la idea de entender el turismo como un epifenómeno de la pobre vida social de la Modernidad y como una mera experiencia de consumo. Por el contrario, se nos aparece más bien como una extremadamente compleja entidad, rizomática, heterogénea y, sin embargo, altamente organizada. Hasta el punto de que el turismo ha llegado a ser uno de los más activos ordenamientos de la Modernidad y de la sociedad global. De hecho, el turismo no es sólo lo que los turistas hacen en los lugares turísticos, sino también cómo ellos son creados, “ordenados” como turistas. El turismo es una ordenada cultura del viaje a la par que un dispositivo de auto-ordenamiento. Y, como tal ordenamiento, un apartado especialmente relevante de la biopolítica y del biopoder en las sociedades del capitalismo tardío.
El turismo, entonces, se resiste a ser visto meramente como una consecuencia de estructuras profundas de la condición humana, algo que en otras épocas se manifestaba, por ejemplo, en las peregrinaciones religiosas, o basado en pares de opuestos entre lo ordinario y lo extraordinario, lo sagrado y lo profano. Más bien, el turismo inaugura una forma nueva de hacer el mundo, de ordenar los objetos en el mundo, objetos humanos y no-humanos, y parece necesaria una nueva ontología que permita explicar ese ensamblaje de turistas, organizaciones, cosas, imágenes y textos que hacen posible su ordenamiento. En ese sentido, el turismo no es puramente una actividad social, sino que también articula necesariamente y en formas altamente complejas objetos no-humanos, sistemas, máquinas, procesos burocráticos, tiempos, espacios, horarios, imágenes, deseos… Y estas formaciones no se pueden entender como elementos interactuando unos con otros con los humanos como los únicos agentes. Al contrario, todos estos elementos son mutuamente constitutivos, emergentes, inmersos en un continuo proceso de llegar a ser. Pero en tanto que ordenamiento, el turismo siempre fue, desde los primeros momentos, un ensamblaje organizado en horarios, agendas, guías, que permiten al turista seguir itinerarios que conectan lugares, culturas, negocios, nacionalidades…Todo esto no parece estar originado ni solo determinado por la pobre y alienada vida cotidiana que impone el capitalismo.
Esto nos devuelve a la cuestión de cómo se constituyó este sistema global de viajes, es decir, cómo se logró que culturas antes generalmente sedentarias se convirtieran en culturas viajeras, cómo se extendió el deseo por conocer otros lugares. Se pueden, por supuesto, establecer paralelismos entre el turismo y las antiguas peregrinaciones y más cercanamente con el “Grand Tour” de las aristocracias europeas. Pero más allá de las aparentes similitudes, el “Grand Tour” y el turismo moderno son dos disparidades sociales. La principal novedad aquí fue que el turismo, el sueño por conocer otros lugares, nació junto y en el mismo proceso del despliegue del nacionalismo moderno. Antes de la Modernidad, la idea de una comunidad nacional, de ricos y pobres como ciudadanos iguales, era sencillamente inconcebible. Por lo general, las clases bajas permanecieron analfabetas, sedentarias y constreñidas al espacio de la aldea o la región, mientras que en la alta cultura la aristocracia cultivaba las artes, las ciencias y contemplaba en su formación los viajes y el latín. Hasta el siglo XIX, la movilidad de la gente era segmentada y jerárquica. Sólo la elite era muy móvil, haciendo largas migraciones estacionales, viajes de ocio, de comercio y exploración. Por eso, la admitida continuidad y transición entre el “Grand Tour” de las elites durante el Antiguo Régimen y el turismo moderno, en términos de emulación o imitación social es un notorio error sociológico. “Grand Tour” y turismo fueron dos “mundos” separados, diferentes. El “Grand Tour” fue, estrictamente, una forma de viajar “exclusiva” de las clases gobernantes que formaba parte de su educación y entrenamiento. El viaje entre las clases bajas fue una actividad inimaginable hasta el siglo XIX, cuando por primera vez el viaje comienza a democratizarse. Como mostró Ernest Gellner, no fue el desarrollo “natural” de la nación la que dio paso al nacionalismo, sino que por el contrario, fue el nacionalismo el que creó la nación. De tal forma que fue en la euforia del ascenso del nacionalismo cuando la gente fue interpelada para conocer la nación. Junto al sistema educativo y todo el capitalismo “impreso”, como lo acuñó Benedict Anderson, el turismo se constituyó en un resorte de primer orden para la consolidación de la moderna ideología nacionalista. Paralelamente, con el surgimiento de las naciones modernas europeas, nacen también las historias nacionales, las historias naturales de las naciones y las historias de la gente, del pueblo, -especialmente el folklore como la expresión auténtica de la legitimidad nacional-, la arquitectura, la música, las artes, la arqueología… nacionales y, genéricamente, los patrimonios nacionales. Y también, lo que es generalmente olvidado, los “lugares” nacionales y el “viaje” por la nación. El entusiasmo nacionalista interpeló a los ahora ciudadanos hacia los nuevos objetos de los discursos y espectáculos de la nación, esto es, las ciudades capitales, los monumentos nacionales, las exposiciones nacionales –esas vitrinas gigantes para exhibir las artes y las industrias nacionales-, los parques nacionales para mostrar la naturaleza y los paisajes nacionales, los museos nacionales para albergar los objetos y tesoros de la nación y exhibir su poder e influencia internacional. En suma, fue viajando por la nación, viéndola, como las gentes se convirtieron finalmente en ciudadanos modernos.
Este fue también el comienzo de la que ahora conocemos por la sociedad del espectáculo, donde éste se presenta como la encarnación misma de la sociedad. Entonces, el turismo apareció como parte de la Modernidad, no como una compensación por ella. Nacionalismo y modernidad no reforzaron el contraste entre el mundo de la vida cotidiana y un mundo más allá, un mundo extra-ordinario. Las búsquedas del turista se apoyan en la falsa creencia de que la tradición y autenticidad son la antítesis de la modernidad, cuando de hecho éstas no son más que sus propias creaciones. Pero el turismo, obviamente, no se constriñó a las fronteras nacionales. Formando parte de la expansión occidental, pronto se comenzó a turistizar el mundo en expansión creado por colonialismo europeo, buscando en los lugares exóticos y en las tradiciones étnicas de los “otros” lo que ya supuestamente se había perdido en casa. Y así, desde sus comienzos, los pioneros del viaje turístico, como Thomas Cook, no se limitaron a la organización del viaje, sino que su cometido fue mucho más ambicioso: crear y articular el deseo de viajar. Su negocio fue el de la persuasión, abriendo el mundo, interpretando y traduciendo los lugares, produciendo mapas, guías e información.
Viajar y ver ocupan, entonces, el centro del fenómeno turístico. Sin embargo, hay también muchos inconvenientes en las acepciones comunes de viaje y mirada turística. Por una parte, con el sustancial aumento de la velocidad logrado por las tecnologías del transporte –desde el ferrocarril hasta el avión-, el turista ve cinemáticamente los territorios que atraviesa; literalmente, no viaja, es transportado. Por otra, llegado a su destino, el turista es un “flaneur” que deambula y mira escenas y panoramas. Sin duda, no viaja para ver un lugar, sino claramente para verse él en ese lugar –como lo muestran desde siempre las fotos que toma y se hace tomar-. Este “flaneur”, que obtiene placer voyerista al tomar posesión visual de la ciudad y de los paisajes tiene una mirada que es prototípicamente masculina. De forma generalizada, el turista ha sido considerado como la encarnación misma del “flaneur”, alguien que devora imágenes y objetos que son mirados en el “lugar” turístico. Pero los destinos turísticos, más allá de lo obvio, son lugares de usos, de experiencias, de prácticas sociales en el conglomerado que conforman ciertamente los turistas, pero también de forma decisiva los residentes locales y todas las “cosas” turísticas.
Esos lugares, a su vez, permiten a los turistas construir sus propios significados en relación al yo, la identidad y la subjetividad. Como todo turista aprecia, el yo que sale del destino turístico es distinto del que entró. Entonces el turista es más un “choraster” que un “flaneur” (Wearing et al. 2010). En el “chora” –el viejo concepto platónico-, el espacio entre el ser y el llegar a ser, el espacio en el que el lugar es hecho posible, el turista interactúa, negocia, experimenta y percibe con todo el sensorium. Los destinos turísticos no son simplemente territorios en los que se desenvelve la mirada turística. Así, el valor social de los espacios turísticos es más importante que su “imagen”. Si la imagen que el turista ve realmente corresponde a la imagen presentada en el folleto turístico o si el objeto de su mirada es auténtico o inauténtico, es poco relevante ya que la realidad de la experiencia del turista es el resultado de la interacción que el turista tiene dentro del “espacio” turístico y el significado que le da a esa interacción, no la consecuencia de lo que es pasivamente mirado.
Entonces, el turista, ese masculino y unidimensional “flaneur”, quizás no sea simplemente un idiota que mira sino que, sujeto a las contingencias de la interacción, es un agente que conforma activamente el espacio turístico y que incluso mantiene, potencialmente, la capacidad para transgredir su propio ordenamiento.
En esta tendencia por considerar al turista como un flaneur se han olvidado esas otras muchas cosas que hacen posible el turismo; muy significativamente se ha desdeñado también el mismo cuerpo del turista y cómo ese cuerpo se presenta –se viste- en el espacio turístico. Basta una revisión a la literatura de los estudios turísticos y de la moda para cerciorarse de la notoria escasez de estudios sobre la relación turismo y moda, incluso sobre turismo y vestido. Hay muchos análisis sobre la moda y muchos trabajos sobre turismo, pero pocos en los que se estudie esa relación. Esto es tanto más extraño en cuanto que el turismo es una práctica social especialmente expuesta a la mirada; el turista sin duda mira, pero es también objeto de la mirada de los otros turistas y de la de los locales, sean éstos exóticos nativos o ciudadanos metropolitanos. Si el turista es un prototípico sujeto moderno, la mirada turística fue, asimismo, una forma de ver, nueva y propia de la Modernidad. Y, a la par, esa nueva forma de ver se corresponde con nuevas formas de exhibición y exposición, conformando un particular “régimen de curiosidad”. Un régimen de curiosidad, como lo entiende Bann, permite describir cómo se constituyen las relaciones sujeto-objeto en una época y lugar determinado, y permiten la comprensión cultural de lo que fue visto, de quién está mirando y de cómo lo ve.
Pero ver y ser mirado solo se producen en contextos sociales que necesariamente implican actos performativos. La dimensión performativa de la experiencia turística ha sido precisamente objeto de atención en los últimos años dentro de la teoría social preocupada por entender el turismo más allá de los enfoques semióticos y de las teorías de la representación. En principio, se podría suponer que el interés por la performatividad daría cuenta de las vestimentas y atuendos del turista, toda vez que vestido, adornos y atavíos constituyen un conjunto extraordinariamente determinante en la presentación del yo. Sin embargo, la relación turismo, vestido y moda ha sido también muy poco considerada en los estudios realizados desde el “giro performativo”. Con todo, la perspectiva performativa proporciona potencialmente algunos elementos de interés a la hora de estudiar las relaciones entre turismo y vestido, entre turismo y moda.
La performance como metáfora en los estudios turísticos fue introducida por Dean MacCannell, en su obra “The Tourist” (1976). MacCannell propuso que los turistas, desencantados por la aparente in-autenticidad de sus vidas, persiguen tener experiencias más “reales”, como visitar culturas percibidas como más tradicionales, pero que, sin embargo, lo que realmente encuentran es, en los propios términos de MacCannell, una “autenticidad escenificada”. La ejecución de danzas tradicionales o las demostraciones de fabricación de artesanías, por ejemplo, no serían sino representaciones organizadas por los locales para satisfacer las demandas y deseos de los turistas y constituirían, en tanto que dramatizaciones, performances comerciales realizadas en el “escenario” turístico. MacCannell asevera al mismo tiempo, que ya los turistas intuyen que la autenticidad está fuera de escenario turístico y que, entonces, debe estar escondida “entre bastidores”, allí donde los locales viven y trabajan realmente. Al margen de las muchas discusiones sobre esta tesis de la autenticidad de MacCannell, lo importante aquí es que su argumento supone una aplicación al turismo de las ideas del sociólogo Erving Goffman, quién consideró la vida social como intrínsecamente dramática. La obra de Goffman, en particular “La presentación de la persona en la vida cotidiana” (1959), ha mantenido una continuada influencia en las estudios performativos hasta la actualidad. Goofman consideró que, en sus interacciones sociales, la gente sistemáticamente juega particulares “roles” en los “escenarios” sociales, impulsados por una pulsión de gestionar adecuadamente su presentación en sociedad, quitándose sus “máscaras” solamente cuando están “entre bastidores”. Para Goffman, la gente adquiere competencia para reproducir performativamente las convenciones y normas en los escenarios sociales a fin de obtener corrección y ventajas en sus interacciones sociales. La persona entonces, para Goffman, es continuamente auto-consciente y auto-reflexiva, motivada por el auto-interés en colocarse eficazmente en las situaciones en las que se está en el “escenario”.
En los estudios sobre el drama de la vida social y la conformación de la identidad, pero en un sentido opuesto, la obra de Judith Butler ha tenido más recientemente una considerable audiencia. En lugar de la performance, Butler propuso la noción de “performatividad”, para enfatizar cómo las categorías de género y sexo refieren a condiciones pre-discursivas de la feminidad. Jugando con muñecas, vistiéndose, maquillándose, haciendo el trabajo doméstico… es como las niñas y las mujeres “performan” el género, internalizando las identidades femeninas a través de una repetitiva iteración que hace, finalmente, que lo que en principio comienza como una pueril conformidad termina como un completo hábito irreflexivo. No es el caso entrar ahora aquí en la distinción entre performance y performatividad, pero sí señalar que tanto la más vieja perspectiva de Goffman como el más nuevo enfoque de Butler presuponen, de hecho, una pérdida de la agencia de los sujetos. Ninguna de las dos parece tener en cuenta las borrosas fronteras entre las acciones deliberadas y los actos irreflexivos de los individuos; de hecho la gente se mueve entre estados reflexivos e irreflexivos, a veces autoconscientes de sus acciones, a veces de forma instrumental y a veces conduciéndose por hábitos más o menos irreflexivos. De igual modo, los turistas se mueven entre estos dos terrenos performativos, en ocasiones con autoconfianza y, en otras, inseguros y auto-cuestionando su propia actuación como turistas. Por lo demás, el turismo ha llegado a ser una extendida práctica social que ya no solo está circunscrita a esos “escenarios” extra-ordinarios sino que ha penetrado en las rutinas de la vida cotidiana y en la vida urbana en general. Todos nosotros somos ahora turistas mucho más tiempo del que normalmente reconocemos y esa condición es parte de “una forma de ver y sentir el mundo con su propio ensamblaje de tecnologías, técnicas y predisposiciones y sensibilidades estéticas (Franklin and Crang 2001:8).
El turismo entonces está lleno de convenciones, hábitos y rutinas que conforman las particulares prácticas y experiencias de los turistas. Así, más que trascendiendo la vida cotidiana, la mayoría de las formas de turismo se amoldan a intentos de “escape” culturalmente codificados (Edensor 2009). Si bien impulsados por el deseo de escapar de la normatividad, de la rigidez y de las rutinas de la vida cotidiana, los turistas y sus equipajes van llenos de hábitos y convenciones sociales que regulan y mediatizan su cuerpo y comportamiento en los espacios turísticos. Más aún, los turistas, en tanto que performers, están sujetos al escrutinio y a la mirada disciplinaria de los otros turistas y de los locales, quienes determinan el carácter más o menos apropiado de sus comportamientos. Esta vigilancia tanto restringe como ayuda a que las performances sean coherentes con las convenciones de ser un turista. En este terreno tienen una notoria importancia los programas de viajes, los folletos, las guías, que “ayudan” a la preparación del viaje, así como instruyen sobre los comportamientos adecuados para desenvolverse en compañía de otros. Todo esto resulta muy evidente en el hecho de que todas las tecnologías del turismo giran alrededor de las disposiciones del cuerpo y el comportamiento necesarias para reproducir las formas correctas de mirar y sacar fotografías, de comportarse y de conducirse con el estilo apropiado y, por supuesto y especialmente, para determinar qué ropa llevar y cómo vestirse. Hay pocos estudios sobre los componentes tecnológicos y las técnicas que mediatizan la performatividad de los turistas, pero parece claro que las performances de los turistas están atravesadas por una muy variada cantidad de artefactos que son parte de las redes o ensamblajes materiales, espaciales y organizacionales que hacen posible el turismo.
A falta de estudios que proporcionen un conocimiento de mayor alcance, el análisis de las complejas oscilaciones entre la reflexividad y la irreflexibilidad, de las normas y las transgresiones, de la codificación y la improvisación, que subyacen en todas las prácticas turísticas, quizás deba comenzar no en el momento en el que el turista entra en el “escenario”, sino mucho antes, justo en los preparativos del viaje y en trabajo, supuestamente anodino y trivial, de hacer la maleta.
Si son pocos los estudios sobre los turistas y sus artefactos, los referidos a los preparativos del viaje, en particular a hacer la maleta, son prácticamente inexistentes (pero ver Hyde y Olesen 2011). Probablemente el dominio de los enfoques semióticos, que ha dado preferencia lo que acontece en los “escenarios” turísticos, ha dejado de lado todo lo que ocurre entre bastidores. Pareciera como si el turista se convierte en tal justo en el momento en que llega al destino y que termina exactamente cuando regresa a casa. Pero las prácticas turísticas son ininteligibles sin los preparativos del viaje: la maleta y el cuerpo del turista acarrean los hábitos, disposiciones y artilugios que posibilitan ser un turista. En los últimos años, internet proporciona una valiosa base empírica sobre la importancia del equipaje del turista y, muy especialmente, cómo la ropa es quizás el apartado al que más atención se presta a la hora de viajar. Esta netnografía parece revelar tres facetas en la preparación del equipaje. El equipaje ha de contener todos aquellos elementos que el turista considera son necesarios, por una parte, para poder realizar convenientemente sus performances como turista, por otra, para ejecutar todos los rituales privados de mantenimiento de su propia auto-narrativa y, finalmente, para protegerse de los riesgos físicos. En una gran medida, la ropa ocupa aquí la principal tarea en la preparación del equipaje, dado que la vestimenta es un elemento clave de la presentación en los distintos espacios turísticos.
La elección de la vestimenta apropiada para cada ocasión, la apariencia de variedad, el color, el cuidado de la ropa, los complementos y los productos de cosmética son determinantes para establecer por adelantado la adecuación a los códigos de indumentaria impuestos al turista. Se explica así la ansiedad que produce en muchos turistas la pérdida o el robo del equipaje, que surge en gran medida por considerar que un conjunto de ropa y complementos similar al que ha preparado en casa no se puede reconstruir a corto plazo en un lugar extraño (Aunque las omnipresentes franquicias como Zara, C&A… ayudan a mitigar esa ansiedad)
Paralelamente, si seguimos aquí a Anthony Giddens, la identidad personal no reside solo en las conductas interactivas con los otros, sino en la capacidad para mantener una particular narrativa. En tanto que el viaje desplaza al turista hacia contextos sociales nada o poco familiares, las performances en esos escenarios pueden poner en peligro la estabilidad de su auto-identidad. Como contrapunto, el turista requiere mantener su narrativa de auto-identidad en privado como un aspecto esencial de su seguridad ontológica y su estabilidad psicológica y emocional. Y en este punto, entonces, no es baladí tener cerca los cosméticos, juguetes, fotografías y música favoritos, incluyendo por supuesto los pijamas y la ropa interior preferida.
Finalmente, la maleta ha de contener todas aquellas cosas y artilugios ligados a la seguridad e higiene personal y a la percepción del turista de los estándares de seguridad y salubridad en el destino turístico. El cuerpo del turista parece estar constantemente en riesgo, en peligro de ser herido o de enfermar. La maleta ha de contener por tanto los medicamentos habituales como los específicos para esos periodos extraordinarios –repelentes de insectos, antihistamínicos, analgésicos, antisépticos…-. Y junto a ellos, adaptadores de electricidad, cargadores de dispositivos móviles, libros, artefactos deportivos, etc. Todos, para prevenir el riesgo físico y para facilitar y garantizar las propias acciones como turista. Con todo, como casi todos reconocen, elegir el vestuario es el principal desafío de la preparación del viaje, en el que la necesidad de garantizar la variedad entra en frecuente conflicto con determinar la cantidad: poca ropa no asegura la mínima variedad; mucha ropa, sin embargo, supone una importante restricción a la libertad de movimiento. En fin, que la preparación del equipaje puede ser vista también como una actividad performativa que gira alrededor de tres aspectos: cómo hacer la maleta, la planificación del equipaje y cómo lograr que éste sea lo más ligero posible. Sabemos aun poco de todo eso, pero espero haber mostrado hasta aquí que el tiempo invertido por los turistas en planificar y hacer la maleta es un aspecto esencial de sus capacidades performativas, sujeto a una considerable variedad de estrategias con el objetivo de construir, mantener y gestionar la auto-identidad en los distintos espacios en los que el turista ha de moverse. Iba a decir aquí que ni que decir tiene, pero desde luego es importante subrayar que esta crítica tarea de preparar la maleta es, como otras muchos que se desprecian porque lo hacen ellas, un trabajo del que de forma generalizada se ocupan las mujeres.
Como han señalaron Banim, Guy y Gillen (2005) sobre la auto-presentación de la mujer durante las vacaciones, las mujeres especialmente dedican un tiempo considerable a preparar la ropa para el viaje, incluyendo la compra de nuevas prendas para las vacaciones. De hecho puede ser problemático encontrar la prenda con el “estilo” adecuado o decidir o no comprar ropa demasiado cara. Aquí no solo importan el estilo y el color sino, decisivamente, las texturas, que oscilan entre la profusión de las fibras sintéticas en los trajes de baño y la extendida atribución de frescura del lino o el algodón. El objetivo, en todo caso, es demostrar que su imagen evoluciona con arreglo a la moda, y aunque las vacaciones ofrecen un terreno para la experimentación de nuevos estilos o colores, la mayor parte de la ropa nueva ha de ser coherente con la imagen global de la mujer. Pero no basta solo con preparar la ropa; también hay que preparar el cuerpo. Las actividades más recurrentes previas al viaje son afeitarse y/o depilarse, arreglarse y/o teñir el pelo y sesiones de rayos uva. Algunas mujeres ven estas rutinas necesarias, mientras que otras las consideran parte del placer y la anticipación de vacaciones. Sobre todo las que hacen sus vacaciones en la playa asumen que el clima cálido supone mostrar más sus cuerpos, al tiempo que son conscientes de las significaciones sexuales alrededor su exhibición en los espacios turísticos. Sin embargo, para todas las mujeres, las actividades preparatorias del cuerpo les dan más confianza sobre su apariencia al inicio de sus vacaciones porque les permite reidentificarse, especialmente con aquellas partes del cuerpo generalmente ocultas bajo la ropa en la vida ordinaria.
A pesar de la gran familiaridad de los turistas occidentales con los lugares turísticos de costa y playa, las vacaciones suponen siempre una disrupción de los comportamientos de la vida cotidiana. En particular, las vacaciones suelen ser sexualmente marcadas. Las tres “S” del turismo “Sun, sea, sex”, que en realidad deberían ser cuarto, “Sun, sea, sangría and sex”, refleja el ambiente de las vacaciones, y aunque por supuesto no todos buscan experiencias románticas o sexuales, sensualidad y sexualidad conforman importantes aspectos de la auto-presentación durante las vacaciones. Aquí, en esta oscilación, altamente contingente, entre el carácter reflexivo e irreflexivo de las performances (Goffman contra Bultler), la ropa desempeña un decisivo y estratégico papel en el éxito de su apariencia y presentación del yo en los escenarios turísticos, sujetas al incisivo escrutinio de las audiencias formadas por los otros turistas y por los locales.
Suponiendo que la compañía aérea no haya extraviado el equipaje, deshacer la maleta es una de las tareas más inmediatas del turista una vez ocupa la habitación del hotel. Por lo general, le preocupa mucho el deterioro de la ropa y le disgusta aparecer en público desaliñado o con la ropa arrugada, algo que justo demostraría que acaba de llegar. Unas buenas vacaciones van por lo general acompañadas por llevar la ropa adecuada, asegurando una correcta presentación, potenciando la fantasía del viaje y contribuyendo tanto a crear como a responder a la alteridad en los ambientes turísticos.
Aunque sin duda se pueden considerar otras clasificaciones, los turistas suelen establecer una distinción relativamente clara entre el día y la noche desde el punto de vista de su presentación en público. Los atuendos se organizan con arreglo al día y la noche –y por si hubiera alguna duda o alguien tuviera la tentación de transgredir esta distinción, muchos hoteles se encargan de recordar y hacer cumplir esta norma-. Durante el día, el yo es percibido y conducido como relajado, vestido de forma casual y menos comprometido con la imagen, mientras que por la noche el cuerpo denota más aspiraciones; ha de ser sexy, si bien no sexualmente disponible, glamurosamente vestido y autoconsciente de su propia imagen. Día y noche obligan, entonces, a cambiar el balance entre lo personal, la audiencia y los factores situacionales, en particular, a planear y gestionar diferentes estrategias para los cuerpos y las indumentarias.
Una tarea clave del cuerpo, distintiva el contexto de las vacaciones, es estar bronceado. La mayoría considera que el bronceado proporciona un aspecto sano y más atractivo, al tiempo que los sentimientos de relajación asociados con estar tumbado al sol promueven un sentido de bienestar psicológico. De día, en la playa o en la piscina, pareciera como si “todos fuéramos iguales” (Carter 1995). Aunque allí los cuerpos están literalmente más desnudos, todos están como en una situación de anonimato, todos haciendo lo mismo, tomando el sol. Y si bien la mirada colectiva de los cuerpos tumbados al sol forma parte del sexualizado contexto de las vacaciones, las intenciones sexuales atribuidas al cuerpo individual parecen estar allí muy restringidas. Generalmente, las zonas de baño ofrecen unas muy rigurosas y limitadas excepciones a las reglas de visibilidad/sexualidad. Los bañistas saben que, tan pronto como se muevan a otras áreas de la playa –a las terrazas o cafés-, deben volver a aplicar reglas de conducta más estrictas. Los hombres quizás se pongan una camiseta, pero las mujeres es seguro que llevarán un pareo o prenda similar –en su defecto, hasta la toalla de la playa sirve para cubrirse-. En todo caso, la ropa de día tiende a ser funcional, confortable, ha de poder usarse repetidamente y requerir poco cuidado. Sirve, indistintamente, para ir a la playa, para los paseos matutinos o para tomar un aperitivo. Las camisetas son las prendas por antonomasia en estos contextos y, frecuentemente, sus colores brillantes y llamativos parecen reforzar su significación como expresión de estar y de disfrutar de las vacaciones.
Por la noche, por el contrario, la indumentaria ocupa un papel primordial en tanto el turista se expone al examen de la audiencia. Las mujeres dan especial importancia a la elección del vestuario que ha de llevarse por la noche.
Las prendas son mucho más elaboradas y requieren más cuidado y mantenimiento. Además, han de estar bien combinadas con el calzado, adornos, joyería o bisutería. Pero si bien estas elecciones son críticas para seguir los criterios de la moda de la temporada, la mayoría de las mujeres consideran estas tareas como divertidas, incluso como una oportunidad de auto-indulgencia. Prendas en estilos y colores con las que normalmente no se visten en la vida cotidiana, que a veces hasta se consideran atrevidas, parecen aquí en sintonía con la relajación que supuestamente está asociada a estar de vacaciones. Es más, se llevan como una apuesta para lograr una nueva imagen y para mostrar la habilidad para relanzar la auto-presentación. En esa línea, es importante la colaboración entre mujeres, ayudándose para obtener confianza mutua sobre la propia imagen. En cualquier caso, las mujeres intentan encontrar un equilibrio entre un atuendo que no destaque en exceso dentro del grupo de familiares y compañeros de viaje y ser, por otra parte, lo suficientemente distinguidas. Aquí un dilema atraviesa permanentemente el cuerpo de la mujer: ocultar aquellas partes de cuerpo auto-percibidas como poco atractivas y, al mismo tiempo, exhibir partes del cuerpo que normalmente no se exponen en los lugares de origen. La exposición de pechos y espaldas, que tienen una alta significación sexual ha de ser cuidadosa para, simultáneamente, ser atractiva pero no parecer sexualmente “disponible”.
En los escenarios turísticos se mantiene una más o menos rígida distinción entre los atuendos apropiados para el día y la noche; pero también parece cierto que las reflexivas y disciplinadas performances de vestirse apropiadamente son realizadas como actividades placenteras y positivas y con un claro componente experimental –distinto, por ejemplo, a vestirse para una entrevista de trabajo o para un evento social- . De esta forma, el estilo de vestir y la apariencia en los espacios turísticos, donde uno se puede arriesgar a llevar prendas nuevas, no solo expresan formas de ser sino que se convierten en medios para llegar a ser. Sin duda, la ropa y las performances de las vacaciones pueden crear identidades temporales que son finalmente insostenibles en la vida ordinaria, una vez se regresa a casa, pero parece poco útil seguir manteniendo una escisión radical entre un supuesto escapismo radical en el tiempo extraordinario del turismo y un insoportable encorsetamiento en la vida cotidiana y el trabajo.
En este terreno de la indumentaria y la moda en el turismo, hay finalmente un aspecto que no debiera pasar desapercibo. En los folletos y en las páginas y redes sociales en internet proliferan todo tipo de información, incluso de advertencias, sobre los códigos de indumentaria adecuados o a respetar en los muy variados enclaves turísticos. Pero junto a estas recomendaciones y conminaciones aparecen reiteradamente recursos y trucos, precisamente, para cómo vestirse para no parecer un turista. A muchos turistas parece importarles seriamente pasar inadvertidos justamente en aquellos lugares que han sido creados para él. Consciente de que su ropa y atuendo anuncian su presencia, a veces de forma ostentosa, el turista busca, sospechosamente, pasar desapercibido. Pretende que su vestimenta le sirva de camuflaje, como las que los militares utilizan en determinadas expediciones. Considerando el carácter expansivo del turismo, no estoy seguro de si esta similitud no es algo más que una mera metáfora.
Pero la relación turismo y vestimenta, turismo y moda, es mucho más compleja y está lejos de poder ser reducida a los estilos de la ropa del turista. De entrada, esta relación entre turismo, indumentaria y moda, abre dos grandes terrenos en principio diferenciados. Por una parte, lo que visten los turistas, es decir, cómo ellos mismos se presentan como turistas y, por otra, la vestimenta de los locales que son objeto de la mirada turística. En principio, estos serían dos asuntos bien distintos. El primero parece remitir a cómo el turista decide qué y cómo vestirse en los lugares turísticos, mediatizado por las modas metropolitanas, mientras que el segundo apelaría al estudio de la historia de los trajes tradicionales de las poblaciones que el turista visita. Sin embargo, creo que uno y otro forman parte del mismo y global ordenamiento del sistema turístico. Es aquí donde la ecúmene del vestir (Hansen 2004, tomado de Mustafá 1998) se une a la ecúmene turística, donde la globalización de la confección de ropa y de los estilos y modas del vestir confluyen con la industria universal del turismo.
En esta parte final quizás convengan, entonces, algunas notas sobre los atuendos que los turistas les gusta ver en los residentes locales. Los turistas han de estar a la moda, mientras que los nativos han de ataviarse con los invariables trajes de sus ancestros. Pero, por paradójico que pueda parecer, los trajes típicos son atractivos para los turistas en tanto que, precisamente, cambian con arreglo a sus demandas. En otros términos, los trajes típicos están igualmente sujetos al sistema de la moda.
El turista aspira a no parecer tal; su pretensión –ilusoria, los guiris casi se distinguen al vuelo (chárter)- es que su atuendo disimule su condición. Sin embargo, el turista busca, persigue, exige poder identificar a los locales, entre otros rasgos, precisamente por llevar vestimentas singulares. Pero los lugares lejanos y exóticos han dejado de estar tan distantes y ser tan extraños, así que los nativos son cada vez más indistinguibles por sus atuendos. De ahí el extraordinario atractivo turístico de los llamados trajes tradicionales, que actúan como potentes diacríticos culturales proporcionando claros referentes identitarios, unas inequívocas pruebas de alteridad. Supuestamente, los trajes tradicionales estarían en el lado opuesto de la necesidad del turista de que su propio atuendo responda al estilo y moda del momento. Así, a los trajes tradicionales se les considera, por definición, inmutables en el tiempo, el resultado de una larga y lenta decantación histórica y, por lo tanto, como algo extraño –si no abiertamente opuesto- al sistema de la moda. Sin embargo, el atractivo de los trajes tradicionales no deriva meramente de su otorgado origen anterior al turismo, sino que, precisamente, a que ha sido el turismo –también junto a otros factores- el que ha propiciado que se convirtieran en un importante elemento del mismo consumo turístico. En contra de lo que comúnmente suponemos, no hay una cultura autóctona que los locales venden a los turistas; por el contrario, es el turismo el que induce a los locales a crear –mejor, a recrear- una cultura con arreglo a sus gustos y demandas. Los trajes típicos son una buena ilustración de este mecanismo.
Por un lado, entonces, tenemos turistas que performativamente están sujetos y ordenados a la moda y a un sinfín de prácticas que disciplinan sus cuerpos mientras están de vacaciones. Por otro, locales que, performativamente también, actúan de nativos en su real condición de “exprimitivos”. Pero ya los turistas no se creen esa “autenticidad escenificada” y, desde luego, los locales, son perfectamente conscientes de que están representándose a sí mismos –o a lo que creen que fueron-. Ahora también, el turista posmoderno se ríe de los otros turistas que aun creen que están viendo algo auténtico, y los locales se ríen viendo a los turistas disfrutando de su escenificada autenticidad. Todos reímos en este gigantesco sistema de ordenamiento social y de regimentación del placer que es el turismo, quizás un campo de concentración presidido por el lema: ¡disfrutad, disfrutad, malditos!
Referencias.
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Butler, Judith 1993 Bodies that Matter: On the Discursive Limits of «Sex». London: Routledge.
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Franklin, Adrian, and Mike A. Crang 2001 “The Trouble with Tourism and Travel Theory?” Tourist Studies 1(1):5-22.
Goffman, Erving 2009 [1959] La presentación de la persona en la vida cotidiana. Buenos Aires: Amorrortu.
Hansen, Karen Tranberg 2004 “The World in Dress: Anthropological Perspectives on Clothing, Fashion, and Culture”. Annual Review of Anthropology 33:pp. 369-392.
Hyde, Kenneth F., and Karin Olesen 2011”Packing for Touristic Performances”. Annals of Tourism Research 38:900-919.
MacCannell, Dean 2003 El Turista una nueva teoría de la clase ociosa. Barcelona: Melusina.
Wearing, Stephen, Deborah Stevenson, and Tamara Young 2010 Tourist Cultures: Identity, Place and the Traveller. Los Angeles: SAGE.
Young, Patrick 2009 “Fashioning Heritage: Regional Costume and Tourism in Brittany, 1890-1937”. Journal of Social History 42(3):631-656.
∗ Este texto fue presentado en los Seminarios TIDES, Instituto Universitario de Turismo y Desarrollo Sostenible, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, en mayo de 2013.
** Fernando Estévez González es Coordinador del Museo de Historia y Antropología de Tenerife y profesor de la universidad de La Laguna