El ingeniero se siente muy cansado. Su salud, no muy buena desde hace años, se ha deteriorado mucho últimamente. Pero está satisfecho. Ha terminado su obra más querida –quién sabe si la última–, el libro que resume casi toda una vida de trabajo dedicado a la ciudad que le vio nacer. Sentado ante su mesa, recuerda ahora, como si fuese ayer, la primera reunión de alto nivel en el ayuntamiento. Aquella en la que, recién vuelto a la ciudad, con la tinta de su flamante despacho del Cuerpo de Ingenieros de Puentes y Caminos todavía fresca, el alcalde le encargó el estudio de viabilidad de la obra que a la postre ha hecho famosa a la población. Sí, su ciudad natal no es sólo famosa ya por el renombrado condimento y por los vinos de la región; ahora lo es también por su agua. Ahora, la ciudad que tenía el líquido elemento más escaso y de peor calidad de toda Europa dispone de uno de los mejores sistemas de abasto de agua público del continente –una fuente por cada doscientos habitantes, ni más ni menos–, quizá sólo por detrás del de Roma, y desde luego mucho más avanzado que el de la mismísima capital de la nación. Un sistema de abasto modélico que él mismo proyectó…
–Consíganos agua limpia, estimado caballero –le dijo el alcalde en aquella ocasión–. Hágalo usted por su honra y patrimonio, si quiere, pero sobre todo hágalo por el bien de la ciudad.
Ese comentario le molestó mucho en su momento, y todavía, después de tantos años, le molesta un poco. Él siempre ha sido muy consciente de sus deberes y obligaciones ciudadanas y filantrópicas, y su trabajo ha sido muchas veces completamente desinteresado. También es consciente del rol fundamental de la ciencia y la ingeniería en la mejora de la vida en las ciudades. Por eso ha decidido a última hora incluir en la introducción del libro ese párrafo al que daba vueltas, para dejar muy claro lo que opina al respecto:
Una ciudad que se preocupa por el interés de los pobres no debe limitar el agua de que disponen, de la misma forma que las horas del día y la luz no están limitadas.
También ha decidido incluir, entre las notas del apéndice, un pequeño informe sobre unos experimentos con un tubo de arena por él diseñado, que ha venido realizando en los últimos años junto con monsieur Ritter, en las instalaciones de uno de los hospitales de la ciudad. Esa es la única ventaja de su deteriorada salud: que le hayan permitido regresar de nuevo a ella, liberado de todo servicio activo, excepto la investigación. Opina que, más allá de las posibles mejoras en los sistemas de filtración del agua de abasto, los resultados obtenidos en esos experimentos podrían ser de aplicación en otros campos de los que se ha ocupado en varias ocasiones a lo largo de su carrera. La experiencia y el conocimiento atesorados a lo largo de muchos años le inducen a pensar así. Casi con certeza, lo sabe.
Lo que no sabe aún, lo que nadie puede saber todavía, es que con esa humilde nota (la nota D, parte 2, apenas 7 cuartillas anejas al libro de 680 páginas que acaba de enviar a la imprenta), toda una rama aplicada de la moderna ciencia empírica, por aquellos días recién nacida y todavía balbuceante, comienza a crecer y extenderse, de forma callada pero firme, hacia el futuro…
Figura 1. Retrato fotográfico del ingeniero protagonista del relato, conservado en la biblioteca municipal de su ciudad natal.
Figura 2. Puerta de uno de los grandes depósitos de agua que forman parte de las obras proyectadas por el ingeniero, en la plaza que hoy lleva su nombre. El busto del personaje preside la entrada al depósito.
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Juan J. Coello.
Geólogo del MUNA, Museo de Naturaleza y Arqueología
Figura 1. Wikimedia Commons – wikimedia.org/ under Public Domain PD-old.
Figura 2. Ó 2020 Ressources Éducatives Libres – data.abuledu.org/ under Creative Commons BY SA 3.0 (cc-by-sa) License.