Faltaban tres días para Navidad, allá por el año 1938, cuando el señor Goose, capitán de una pequeña embarcación de pesca llamada “Nerine” que operaba al sur de África, la había hecho llamar. Solía hacerlo habitualmente como muestra del cariño que sentía hacia la joven conservadora del museo local, la incombustible señorita Marjorie Courtnay-Latimer. De hecho, no podía ocultar que sentía una especial veneración por ella, tan dulce y joven, y hacía todo lo posible para conseguirle organismos marinos destinados a sus colecciones.
Ese día, los muelles de la ciudad de East London (Sudáfria) eran un hervidero de gente que –bulliciosa- esperaba la llegada de las barcazas, las que cada día regresaban monótonamente de las faenas de pesca. La doctora Courtenay-Latimer acostumbrada a recorrer con la mirada aquellas capturas que llegaban habitualmente al pequeño puerto, ese día no daba crédito a lo que veían sus ojos. Entre el amasijo de peces –con su olor característico- que el capitán Goose, después de descargar, manipulaba sin reparos en tierra; aquel extraño animal llamó su atención. No, no era como los demás, como aquellos que –prestos al consumo- irían más tarde abnegadamente solapados y quietos, camino del mercado donde eran ofertados a los mejores postores.
Absorta e incrédula, indicó que lo separaran con cuidado, examinándolo con atención y detenimiento. Aunque hizo un recorrido por el cuerpo, fijándose en los detalles que esta vez no le eran familiares, instintivamente se detuvo en las estructuras que más despertaron su interés. Qué extrañas parecían aquellas aletas, unas curiosas formaciones lobuladas que no se parecían en nada a las de otros ejemplares habitualmente pescados en la zona. Grueso, recio, de color azul y aspecto tosco, el animal completo le recordaba algo que había leído -no hacía mucho- en un viejo volumen de tapas duras y hojas mancilladas por el tiempo que, dedicado a reliquias del pasado, descansaba en la estantería de su despacho, pero quiso asegurarse antes de dar la voz de alarma.
Con la ayuda de su asistente Enoch, un diligente y escurridizo muchacho de la región, llevó hasta el Museo el extraño espécimen. Pasados unos días en los que apenas pudo dormir, el doctor Smith su colega de la Universidad de Rhodes (Grahamstown, África del Sur), examinó finalmente el ejemplar y confirmó a la señorita Marjorie, las sospechas que ambos compartían. No había duda, se trataba de un celacanto, un enigmático pez con plétora de espinas y huesos, cuyo rastro se había perdido hacía 70 millones de años, y que para todos solo constaba como un fósil que nunca soñaron pudiera encontrarse vivo. Entusiasmado por el hallazgo, el profesor Smith, ante el sonrojo y el agradecimiento de la científica, lo denominó en su honor Latimeria chalumnae (también por el río Chalumna, pequeño y alegre, en cuya desembocadura habían pescado al mentado animal). A partir de esa fecha, nuevos ejemplares fueron apareciendo, algunos gracias a las suculentas recompensas que se daban a quienes capturasen alguno de ellos, tal era el interés y la importancia del hallazgo…y así con el paso del tiempo se recogieron hacia el norte -en las Comoras donde le llaman Kombessa-, incluso en Célebes (Indonesia), lugar ya muy alejado del primer enclave de recolección y donde vive otra especie Latimeria menadoensis, lo que indica una amplia distribución. Un fósil viviente había aparecido, la ciencia se hallaba de enhorabuena.
Latimeria chalumnae (Smith, 1939). Orden Coelacanthiformes, familia Coelacanthidae
Vive entre 100 y 300 metros de profundidad, su primera cita actual está fechada en 1939. Hasta entonces solo se consideraba un fósil. Su cuerpo es de tonalidad azul. Tiene unas curiosas aletas lobuladas. Vive en cuevas y de noche sale para alimentarse. Su dieta incluye pequeños peces. Se distribuye por África del Sur, islas Comoras e Indonesia.
Texto del panfleto donde se ofrecía recompensa a quien lo pescase…
“Examine cuidadosamente este pez. Observe la doble cola y las aletas. El único ejemplar que conoce la ciencia midió 5 pies (160 cm). Se han visto otros ejemplares. Si usted tiene la suerte de capturar alguno, NO LO CORTE, NI LO LIMPIE. Llévelo completo a un frigorífico o a alguna Institución oficial que pueda cuidarlo. Solicite inmediatamente que avisen por telegrama al Profesor J.L.B. Smith de la Universidad de Rhodes en Grahamstown, Unión Sur-África. Por los 2 primeros ejemplares, se pagaron 100 libras (10.000 escudos) por cada uno, garantizadas por la Universidad de Rhodes y por el Consejo para la Ciencia y la Investigación de África de Sur. Si usted consigue más de 2 ejemplares, consérvelos todos, porque tienen interés para la ciencia y usted será bien retribuido”.
Fátima Hernández Martín, Dra. en Biología Marina y Conservadora del Museo de la Naturaleza y El Hombre.