Después de mucho tiempo e intentos inútiles para que se fraguase, anoche hice algo que estaba deseando: releer a Stevenson. En la calidez de mi alcoba, en un lugar casi secreto -como los tesoros escondidos de sus libros- tengo un rincón para deleitarme con sus aventuras. Aquellas que, de niña, me hicieron disfrutar durante horas a la vuelta del colegio, cuando teníamos que poner a prueba nuestra imaginación, dada la escasa oferta de ocio televisivo que había en aquellos momentos y que ahora ¡cuánto agradezco!
Siempre me gustó Robert Louis Stevenson, ese escosés de Edimburgo, nacido en 1850, cuya vida no fue fácil y que ante la pasividad de su cuerpo delicado, decidió darle guerra emprendiendo hazañas en países lejanos. Al final de su vida se trasladó, ya muy enfermo, hasta el Pacífico y allí vivió sus últimos días. Antes había encontrado el amor en una americana divorciada –mucho mayor que él- y con hijos que, según relatan algunos, fueron la inspiración para sus libros más célebres. Murió en Samoa, arropado por los nativos de la región, que embelesados con su prosa y cautivados por el amor que compartía con ellos por sus islas, lo llamaron con dulzura Tusitala, es decir: “el que cuenta historias”.
He saboreado ahora, igual que hice entonces junto a suculentas meriendas infantiles, La isla del tesoro, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, El club de los suicidas, Los mares del sur y La flecha negra.
De todas, mi preferida sigue siendo, sin duda, La isla del tesoro que escribió en 1882 –en principio como novela por entregas- y que a mí me permitió trasladarme, con la imaginación, hasta páramos hostiles azotados por el viento y oscuras posadas -regentadas por taberneros recelosos- y frecuentadas por bucaneros, que provocaban en mi mente curiosa e ingenua, pavor, suspense, intriga y también el ansia de continuar leyendo. Con sus relatos empecé a amar a los animales, congratulándome con el Capitán Flint, el loro del pirata John Silver dueño de la taberna “El Catalejo”, que tenía una pata de palo cuyos pasos rítmicos y constantes escuchaba, en sueños, acercándose perseverantes hacia mi casa, para acabar desvaneciéndose con la llamada matutina del reloj, que me anunciaba premonitoriamente mi vuelta a clase. Para su loro, yo hubiera deseado mejor vida, quizás junto a Jim Hawkins –otro protagonista del relato-, muchacho noble y temeroso que las circunstancias van forjando en la novela hasta convertirlo en un valiente pero, sobre todo, en lo que siempre fue: un buen hijo. El Capitán Flint, me recuerda a mi mascota Nerón, tozudo y arrogante pero de buen talante, él hubiera sido también el aliado perfecto de un corsario. Hoy se lo he dicho y me ha escuchado: “serías buen compañero para un filibustero”. Pero después ha girado su cuerpo tierno y plumoso y ha preferido ignorarme… ¿receloso?
Stevenson me hizo soñar con lugares exóticos, con él habité una cabaña perdida entre exuberante vegetación al otro extremo del mundo y pude viajar lejos -sin tener que desplazarme- desde agrestes y fríos páramos ingleses en niebla permanente -muy al norte- hasta sensuales, exóticas y cálidas regiones del sur donde las islas estaban cuajadas de perlas y corales, el turquesa se confundía en el verde y la naturaleza se hallaba en estado puro.
Al acabar de releer mis libros, cierro los ojos un momento y retorno a las tardes apacibles y tranquilas de mi infancia, recorro el lugar donde yo guardaba mis tesoros que no tenía más remedio que esconder, temerosa y de puntillas, para evitar que Silver me los arrebatara en sueños, que aclaro: nunca fueron con estos personajes…pesadillas.
A veces reflexiono y me pregunto ¿por qué no se buscan más tesoros en las islas?
Quizás… ya no se oculta nada, todo se nos ha dado, todo está a nuestro alcance, todo es tangible, fácil de conseguir, muy inmediato, no planteamos retos, no hay mapas que seguir, no hay acertijos, tampoco hay entresijos, todo se debe obtener lo antes posible, tiene que ser factible y hasta ¡exigimos! que nada, nada… nos pueda resultar inaccesible.
Las islas de ahora son, como en sus libros, lugares de pasión, núcleos de sueños, hay tesoros, hay aventuras, anhelos y pensándolo mejor…resisten todavía, con desvelos, algunos trotamundos muy viajeros y pocos, muy pocos y olvidados… bucaneros.
“No hay deber que descuidemos tanto como el deber de ser felices”
(R. L. Stevenson)
Fátima Hernández Martín, Dra. en Biología Marina y Conservadora del Museo de la Naturaleza y El Hombre.