He tardado en poner título a este artículo, sobre todo porque tenía ganas de escribirlo desde hace tiempo y quería que atrajese de forma especial, a los que tuviesen a bien leerlo. La idea surgió cuando hojeaba uno de los maravillosos, documentados, ágiles y apasionantes libros que una conocida escritora, periodista, fotógrafa y viajera publica y yo, su constante seguidora, me apresuro siempre a conseguir.
El tercer sexo, sí, sí, como leen, el tercer sexo, así es como, allá en el XIX y siglos anteriores, los habitantes de territorios perdidos de Oriente, África, Sudamérica o Asia, llamaban a unas aguerridas mujeres, que se adentraban en sus enigmáticas, misteriosas y peligrosas regiones, en calidad de aventureras, con afán de descubrir lo desconocido. Para aquellos que -perplejos- las veían aparecer, estas intrépidas damas: arqueólogas, espías, viajeras románticas o exploradoras –autoras de relatos, cartas apasionadas, descripciones y hasta fotos en blanco y negro, considerados auténticos tesoros documentales- eran… ¡seres extraordinarios!
No relacionaré todos los nombres, no quiero hacer un inventario de todas ellas, porque quizás me olvidaría de muchas, aunque es verdad que algunas han sido protagonistas de hazañas tan singulares que, obviarlas, no reconocerlas en estas humildes líneas, sería casi un oprobio. Desde los infranqueables e inaccesibles harenes de Estambul, en los que se adentró lady Mary Wortley Montagu que presenció extasiada, asombrada y obnubilada sus sensuales costumbres y curiosos protocolos, hasta entonces ocultos a los occidentales; a inhóspitas y amplias estepas rusas; vetustas ruinas en Palmira (Siria) que aún exhalan fragancias de reinas legendarias, donde llegó lady Hester Stanhope junto con cincuenta camellos y escoltada gentilmente por beduinos; enigmáticas pirámides, laberínticas cuevas, densas junglas, tenebrosos pantanos, sofocantes desiertos, inalcanzables cumbres o imponentes cascadas…Ellas, sólo ellas, con miriñaques, enaguas, encajes, guantes, corpiños ajustados, corsés claustrofóbicos, sombreros, sombrillas, mosquiteras, así como toda una corte de porteadores y animales de carga con pesados baúles, donde iban -a buen resguardo – sus utillajes necesarios para diario: juegos de té de fina y exquisita porcelana china, antiguas bañeras esmaltadas, numerosos servicios de plata e incluso sus camas preferidas –con dosel incluido-… se adentraban con coraje, valor, desafiando los elementos, aguantando fiebres, dolores, caídas, enfermedades y toda suerte de condiciones adversas -que podamos imaginar- en territorios que tenían reservados los hombres, sólo los hombres.
Cuál podía ser el espíritu que movía a estas valientes, en su mayoría de la época victoriana: hermética, intransigente, puritana y clasista, a desafiar los convencionalismos del momento y en solitario, por lo general, o acompañadas de sus servidores más leales… dejar sus cómodas mansiones del centro de las principales ciudades o sus granjas de la campiña; sus jardines y sus vidas ociosas, abúlicas y tranquilas –música, conciertos, escuelas, bailes o galanteos protocolarios- para vivir aventuras durante las que probablemente pensaron no poder volver, no lo sé muy bien… aunque algo intuyo, pero el mérito fue ¡inmenso!
Y si bien es verdad que la mayoría de estas peripecias tuvieron origen en una Inglaterra ávida de conocer tierras vírgenes y de escribir relatos sobre viajes, otras partieron, también, desde lugares distantes en el planeta. No obstante, tuvieron en común una gallardía extrema que algunos representantes del sexo fuerte no mostraron en determinadas circunstancias. Desde lady Stenhope, lady Jane Digby, Florence Baker, Alexine y Harriet Tinne, Katherine Petherick, Isabel Burton –esposa de mi héroe favorito el capitán Richard Burton-, la enamorada de Bagdad, Gerturde Bell; hasta algunas ya más recientes –como la conocida Agatha Christie, esposa del arqueólogo Max Mallowan y su acompañante a exóticos y lejanos lugares de excavación-, por citar sólo algunas, una mínima representación… Ninguna tuvo en cuenta, ninguna regresó ante: tábanos, mosquitos, ratas, chinches, pulgas, calor extremo, humedad agobiante, malaria, cólera, agua contaminada, espantosas tormentas oceánicas, frágiles barcazas, veleros inmundos, asedio de tribus hostiles, animales salvajes, secuestros temporales, ataques de bandidos o suspicacias de tratantes de esclavos ….ellas, señores, ignoraron las penurias colaterales y se dejaron arrastrar por una pasión sin límite, que las llevó a disfrutar de una vida diferente, aunque a obtener tímidamente, en la mayoría de los casos, el prestigio, reconocimiento y lugar de honor en la Historia. ¿Creen que alguien aplicando la lógica hablaría de sexo débil ante algo así?….No, creo que no, pienso igual que los habitantes de aquellas zonas ignotas, que algunos llamaban salvajes: representaban un tercer sexo y –hoy y siempre- un ejemplo de ser y saber estar en cualquier lugar. Claro que no esperaba menos de ellas, porque… ¡las conozco muy bien!
Dra. Fátima Hernández Martín
Conservadora del Museo de la Naturaleza y El Hombre