Cada vez que la observo, resistente y delicada; original, rara, exquisita…no dejo de recordar la última vez que estuve en Bolonia –capital de la Emilia Romaña– donde se encuentra la Universidad más antigua del mundo occidental, fundada en el siglo XI –año 1088- y donde se inventó la mortadela, pero ¡la auténtica! La ciudad del norte de una Italia bella, clásica, a veces confusa, díscola en ocasiones, complaciente, disidente, siempre religiosa, ácrata por situaciones, tradicional por estilo, moderna por necesidad, artística, innovadora, variable…. Todavía inhalo los olores de sus mercadillos, de los pequeños comercios que se ocultan en los vericuetos de las callejuelas angostas, estrechas, que circundan la zona histórica. Aún me llegan, sí, me llegan, las percibo, cierro los ojos e inspiro esencias de verduras, hortalizas y frutas variadas y frescas; recién arrancadas -con mimo pero constancia- de un campo fecundo que sorprende por ser más verde de lo que se espera. Juntas, arremolinadas, se exponen con descaro ante la gente, provocadoras, haciéndose notar hasta hacernos caer rendidos por sus fragancias y sus sabores deliciosos, profundos… diversos.
Son numerosas las pequeñas tiendas que ofertan viandas, coloristas y sabrosas, acogidas en cestas de mimbre viejo y raído, con las que se hace la intensa salsa que se originó en la región, la Bolognesa, que algunos denominan –«ragù clásico bolognese«-, compañía siempre inseparable de una pasta, (tagliatelle a la bolognese o tortellini a la bolognese) considerada universalmente alimento tierno y saciante y que en las tardes frías de la Bolonia adusta, se puede degustar en innumerables trattorias cálidas y confortables, diseminadas por un casco histórico con marcados y extensos rasgos medievales, atrapando con las emanaciones de los fogones -siempre calientes- a numerosos viandantes que no pueden estar sino cansados de admirar edificios antiguos con reminiscencias académicas y notables. Recorro la Bolonia universitaria y señorial, la de plazas, torres altivas y empinadas de ladrillo rojizo, también la de los rincones, la que veía extrañada cómo un personaje pintoresco y serio, exquisitamente culto, la miraba con arrojo para después hacer apología de ella. El profesor que la hizo más bella y más conocida de lo que en realidad ya es y acabó por elevarla a la categoría de diosa, lo mismo que dios es el Neptuno que domina la maravillosa fuente de una de sus principales plazas, y que obliga a detener un recorrido lento y nostálgico por los monumentos.
Vuelvo a mirar mi pequeña libreta, sí, porque ahora es mía, me pertenece, constato sus tapas duras, me recreo en su encuadernación de otrora, como antigua simula ella, como si tuviese mi personal ex libris grabado a fuego, y me enamoro de su dibujo dieciochesco sobre tela ruda pero agradable. Ya la considero mi tesoro imprevisto, el que se encuentra -sin querer- dentro de una agenda programada y milimétrica de paseos, visitas y descubrimientos. La hallé sin darme cuenta, estaba casi oculta en una discreta librería -oscura y camuflada- del centro; era insignificante y humilde, distinta del resto, de las otras, de las que eran iguales al conjunto, las que se habían mimetizado, las que se negaban a ser diferentes. Ella destacaba, sí, y me atrapó. Allí pondría ahora mis notas, mis observaciones, mis apuntes, mis sueños…aquello que quería rescatar para mi memoria, plasmar en escritos, susurrar a los amigos, difundir al Universo. Ahora la guardo, la escondo, la protejo en una fortificada cómoda de casa, para que cada vez que la roce, que la añore, que quiera tenerla cerca, que la acaricie como se merece, aprecie las mismas sensaciones que ahora yo transmitirles –al menos- intento.
Sigo recorriendo la docta Bolonia, la Ciudad de las dos Torres, vestigio de las casi doscientas que dicen… había antaño. La que se conoce también como la Roja, por la tonalidad de sus ladrillos o la Gorda por su exquisita cocina, representativa de una urbe que se muestra silenciosa y tranquila en estío; insinuante en invierno, a veces fría y distante como es –en ocasiones- el mundo del pensamiento; y me pierdo entre estatuas, pero al tiempo miro las ventanas resistentes que decoran edificios añosos, por las que a buen seguro se asomará el Maestro, aquel que nació cerca de Turín pero que se enamoró pasionalmente de ella. Son las mismas vidrieras en las que pierde su mirada para ver el infinito horizonte de su mundo, que es el nuestro; para pensar y luego explicar que es lo suyo. Y creo escucharle hablar sobre tragedias de un mundo medieval cruento y despiadado que ocultaba perversiones, quizás… en monasterios; aniquilando sin remordimientos almas inocentes e ingenuas para placer de unos perversos (El nombre de la rosa, 1981). Y oigo las voces que transmiten misterios de péndulos, conspiraciones y extrañas situaciones y acontecimientos (El péndulo de Foucault, 1988). Al tiempo vislumbro que quiere perderse en una isla extraña (La isla del día antes, 1995); o se marcha al Medievo -de nuevo- porque aún no ha terminado de comprenderlo (Baudolino, 2001); que elogia la belleza a la que es tan sensible (Historia de la belleza, 2004); o comenta sucesos de una reina llamada Luana (La misteriosa llama de la reina Luana, 2005); para tiempo después describir, a su manera, sobre la fealdad para la que guarda también un espacio anexo (Historia de la fealdad, 2007) al igual que ocurrió para la belleza (Historia de la belleza, 2005). Y aprendo del profesor que opina de Lengua, de Literatura, que reflexiona sobre Política, Humanidades, Sociología…que cuenta, que narra, que atrapa, que… enseña. Cada vez que paseo por Bolonia, escucho su eco, sí, sí, lo siento, lo intuyo, lo detecto, como se percibe casi a la fuerza, sin quererlo, el espíritu de… todos los genios.
Descanse en paz, Maestro…