Se acercan las fiestas navideñas y, aunque el escenario socioeconómico actual no fomenta el ánimo necesario para llevar a cabo este tipo de conmemoraciones, es en esta época del año cuando se suele hacer un mayor esfuerzo en originalidad, especialmente durante aquellos días señalados en los que nos sentamos a la mesa junto a los más allegados. No es de extrañar por tanto, que el consumo de algunos alimentos de origen marino, no tan habitual en otros momentos, adquiera cierto protagonismo en el menú doméstico de estas fechas.
Y aunque los datos de consumo alimentario en 2011 del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente atestiguan que el consumo de marisco en los hogares españoles descendió un 4,3% respecto al del año anterior, el avance de las técnicas industriales en artes y buques de pesca en las últimas décadas, el auge y expansión de la producción en el campo de los cultivos marinos y la coordinación con la intrincada pero eficiente red de transporte y comunicación han permitido el cómodo acceso de la ciudadanía a este tipo de productos por un importe similar al de otros víveres más tradicionales. Incluso la Red se ha hecho eco de esta revolución y ya son numerosas las páginas web que ofrecen online marisco fresco a domicilio. Como reza el televisivo eslogan publicitario, actualmente es posible disponer en nuestras casas de «el mar al mejor precio».
Para una definición de urgencia y en la acepción que nos interesa –dejando delitos aparte–, la RAE precisa que el marisco es un «animal marino invertebrado, y especialmente los crustáceos y moluscos comestibles». En términos biológicos, este concepto abarca dos phyla u organizaciones corporales básicas diferentes dentro del reino animal: artrópodos –del griego árthron (articulación) y podós (pata), «patas articuladas»– y moluscos –del latín molluscum (blando) –.
Con la intención de iniciar esta revisión abordando a los artrópodos, hay que especificar que solo presentan aprovechamiento marisquero los crustáceos –del latín crusta (costra) y aceum (similar a)–, y concretamente solo dos de las seis clases que componen este subfilo: los malacostráceos –del griego malakos (blando) y ostrakon (concha)–, donde se incluyen los decápodos –del griego déka (diez) «diez patas»- al que pertenecen cangrejos, gambas, centollos y langostas; y los maxilópodos –del latín maxilla (maxila) «pies en la mandíbula»–, que contiene a los cirrípedos como percebes y clacas.
La diversidad de géneros y familias de crustáceos decápodos es enorme y muchas especies tienen alto interés pesquero, amén de componer las piezas estrella de un plato típico de marisco. La lista sería demasiado extensa y escapa a las pretensiones de este artículo, así que haciendo honor a la brevedad es necesario destacar, dentro de los dendrobranquiados –del griego dendron (árbol) y branchia (branquias) «branquias arborescentes»–, a los peneoideos (gambas y langostinos), de hábitat circunscrito a fondos arenosos y fangosos, aunque también son objeto de producción en acuicultura. A diferencia del resto de decápodos –y como es habitual observar en camarones y cangrejos–, en ellos jamás conseguiremos saborear la puesta de huevos adheridos a su cuerpo una vez pescados, ya que éstos son liberados directamente por el animal después de la fecundación. Por su importancia comercial destacan la gamba blanca (Parapenaeus longirostris), el carabinero (Aristaeopsis edwardsiana) y el langostino tigre (Penaeus monodon) que en su género es el que alcanza mayor tamaño, y quizás por ello es también el más cultivado en todo el mundo. Los demás decápodos que podemos encontrar en cualquier mariscada pertenecen a otra rama evolutiva, los pleociemados –del griego pleo (abundante) y cyemato (embrión)–, que contiene a los carideos (camarones), constituyendo el camarón soldado (Plesionika edwardsii) –con poblaciones mayoritarias a menos de 500 m de profundidad– y el camarón cabezudo (Heterocarpus ensifer) –ocupando la siguiente franja más profunda, hasta los 1500 m–, las especies más representativas de las que se puede disfrutar si se pide una ración en cualquier establecimiento que los oferte del archipiélago canario; los astacídeos, donde tienen cabida las langostas de grandes pinzas como el bogavante (Homarus gammarus), que se distribuye en el Atlántico oriental, y su pariente más cercano, el bogavante americano (Homarus americanus), que hace lo propio en la parte occidental –éste último es más abundante en los océanos y, por la misma razón, en la mayoría de las pescaderías, incluidas las europeas–, la cigala (Nephrops norvegicus) típica de aguas templadas y no tan común en esta región como la cigala canaria (Enoplometopus antillensis) de hábitos tropicales y subtropicales –y que a pesar del nombre vive a ambos lados del Atlántico–, y los cangrejos de río como el problemático Procambarus clarkii, procedente de América e invasor en estos y otros lares; los palinuros, conocidos como langostas de espinas, que aunque hacen las delicias de numerosos gourmets en diversas partes del mundo, las poblaciones de Canarias están protegidas por la Ley 4/2010, de 4 de junio, del Catálogo Canario de Especies Protegidas, afectando a la langosta pintada (Panulirus echinatus) en la categoría de «en peligro de extinción», y a la langosta mocha (Scyllarides latus) en la de «interés para los ecosistemas canarios» –el santiaguiño (Scyllarus arctus) queda fuera de protección, aunque no se considera un recurso pesquero en este archipiélago–; y por último a los braquiuros, donde se agrupa a todos los cangrejos como el buey de mar (Cancer pagurus), que ocupa fondos del sublitoral cercano pero que en nuestras aguas es sustituido por el buey canario (Cancer bellianus) y lo hace a mayores profundidades, el cangrejo rey (Chaceon affinis) –que junto al anterior constituyen los recursos carcinológicos de hondura con mayor interés de las Islas–, el centollo, habitando zonas litorales del Mediterráneo una especie (Maja squinado) y en el Atlántico otra (Maja brachydactyla) –existiendo también poblaciones canarias de centollo espinoso (Maja goltziana) a mayor profundidad–, o la nécora (Necora puber), fácilmente reconocible por su aspecto aterciopelado y por presentar el último par de patas aplanadas, siendo el pariente más cercano de nuestro cangrejo de arena (Portunus hastatus).
Los crustáceos maxilópodos se caracterizan, entre otras cosas, por alimentarse de partículas microscópicas que obtienen al filtrar el agua, y en el caso de los cirrípedos lo hacen a través de apéndices torácicos o cirros que hacen de tamiz. Para ello necesitan zonas donde exista un movimiento constante, pudiendo observarlos adheridos a las rocas entre la marea alta y la baja de costas con fuerte oleaje, pero también por travesías en mar abierto fijados a objetos flotantes que han estado a la deriva, al casco de barcos o a la piel de animales pelágicos como cetáceos o tortugas marinas. Los sésiles se introducen totalmente en una concha calcárea que los protege –perceptibles en forma de miles de diminutas estrellitas blanquecinas (Chthamalus stellatus) que al pisarlas nos ayudan a no resbalar en las rocas de marea–, y en algunas regiones hay cierta tradición en el consumo de clacas (Megabalanus spp.) debido a su gran tamaño; mientras que los pedunculados como los percebes –sobre los que versa una hermosa leyenda normanda medieval en la que se afirmaba que, llegado el momento, los ejemplares se transformaban en el ave barnacla cariblanca (Branta leucopsis)– sobresalen del lugar donde permanecen anclados gracias a su pedúnculo musculoso, que es precisamente el que posee valor culinario. Al percebe de mayor interés pesquero (Pollicipes pollicipes) no hay que confundirlo con la patacabra (Lepas anatifera) que presenta menor tamaño y robustez que el anterior.
Dando ya de lado a los crustáceos y centrando la atención en el otro extenso grupo a tratar, hay que puntualizar que de las ocho clases reconocidas de moluscos, solo tres son objeto de marisqueo: bivalvos o pelecípodos – del griego pelequis y podós «pie en forma de hacha», gasterópodos –de gastér y poús «patas en el estómago»– y cefalópodos –de kephalópoda «patas en la cabeza»–.
Son los bivalvos, caracterizados como su nombre indica por poseer dos valvas calcáreas capaces de encerrar y proteger las partes blandas del animal, los que se llevan la mayor parte del protagonismo en la gastronomía malacológica. Por hacer alguna mención, se comercializan en el sector especies que permanecen adheridas a rocas o a otras estructuras sólidas –como el mejillón atlántico (Mytilus edulis), el invasor mejillón mediterráneo (Mytilus galloprovincialis) o el almejillón (Perna perna)–, o las que reposan sobre el sustrato arenoso o pedregoso sin ningún tipo de sujeción –como la ostra europea (Ostrea edulis) y pectínidos como la vieira (Pecten jacobaeus) o la zamburiña (Mimachlamys varia)–, mientras que otras viven enterradas en arena o fango –como el berberecho común (Cerastoderma edule), la navaja (Ensis spp.), la coquina (Donax trunculus), la almeja fina (Ruditapes decussatus) o la almeja babosa (Venerupis corrugata)–.
Los gasterópodos incluyen a los caracoles marinos, gozando de cierta tradición culinaria algunos murícidos como la cañailla (Bolinus brandaris) o el bucio (Stramonita haemastoma) de los que se extraía el valioso púrpura en la antigüedad. En Canarias se han aprovechado, en algunos casos hasta la extenuación, recursos litorales como burgados (Osilinus spp.), lapas (Patella spp.) –la majorera (Patella candei) está protegida a nivel nacional al estar «en peligro de extinción»–, o almeja canaria (Haliotis tuberculata coccinea) –que curiosamente ni es almeja ni es canaria–, incluida en el catálogo regional por ser de «interés para los ecosistemas canarios».
En referencia a los cefalópodos, además de los que se capturan en el mismo litoral como el pulpo (Octopus vulgaris), el choco (Sepia officinalis), el chopito (Sepiola spp.) y el calamar (Loligo vulgaris) –también conocido como chipirón–, existen algunos recursos de profundidad que se aprovechan con cierta regularidad en el Archipiélago como la pota de ley (Sthenoteuthis pteropus), el calamar del alto (Loligo forbesi), y algunos omastréfidos como la pota negra (Todarodes sagittatus) o el calamar volador (Ommastrephes bartramii).
Para finalizar es de obligación nombrar otras delicatessen marinas con tintes exóticos que no especifica el diccionario en la definición de marisco –y no por ello dejan de serlo–, pertenecientes a grupos tan dispares como cnidarios, equinodermos o urocordados; en este sentido, los andaluces cocinan las ortiguillas o anémonas (Anemonia sulcata) que también pueblan los charcos canarios, ya que una vez fritas pierden su poder urticante; las gónadas de algunas especies de erizo de mar (Paracentrotus lividus, Arbacia lixula, y Diadema aff. antillarum) se consumen en varios países europeos; los pepinos de mar u holoturias (Holothuria spp.) se guisan en algunas cocinas asiáticas, donde se conocen con el nombre de trepang; y el interior de la ascidia de las costas de Chile y Perú denominada piure (Pyura chilensis) se prepara crudo o guisado para acompañar un sinfín de platos. Al degustar este tipo de alimentos por primera vez notaremos un sabor poco habitual pero, según los expertos en este tipo de gastronomía, en ningún caso resulta desagradable.
Una vez terminado este breve repaso de la diversidad marisquera y pasando a utilizar como colofón el ámbito de la bromatología, no concluiremos esta revisión sin romper una lanza a favor de la congelación como técnica de conservación a medio plazo. No hay que olvidar que si el proceso se ha realizado en fresco –en el momento de la pesca– y el producto ha sido bien manufacturado, habiéndose envasado de forma eficaz y mantenido en todo momento la cadena de frio, podemos afirmar –solicitando el beneplácito de los más puristas– que el marisco correctamente congelado es una alternativa más que razonable al recién pescado y que además presenta una ventaja económica para el consumidor. Y eso, en los tiempos que corren, es de agradecer.
Alejandro de Vera Hernández, Biólogo marino del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife.