Describir las condiciones del medio marino en Canarias en épocas pasadas, caso de fechas en que los aborígenes coexistieron con la llegada de los europeos, es complejo. Incluso más difícil es imaginarlo en etapas anteriores, coincidentes en tiempo con las dataciones estimadas de arribada de los primeros pobladores a las Islas. Carecemos de información al respecto, al margen –evidentemente- de la presencia en yacimientos de restos de fauna marina diversa utilizada para la alimentación.
En primer lugar hemos de tener en cuenta el contexto en que se encuentra el Archipiélago, su situación atlántica, la influencia que ejerce sobre su biota (fauna, flora y especialmente recursos pesqueros) la Corriente de Canarias que baña las Islas y, dado su carácter frío, atempera sus condiciones. Esta Corriente, paralela a la costa africana, desplaza agua oceánica superficial hacia poniente (upwelling), ayudada por los vientos dominantes, generándose una zona de riqueza pesquera junto al continente, el conocido Banco Pesquero, con importante aporte larvario hacia el occidente en función de la época.
Si reflexionamos sobre cómo serían las hipotéticas condiciones de las zonas costeras y el poblamiento marino en Canarias, hace siglos, centrándonos especialmente en la etapa de los primeros pobladores del Archipiélago, conviene señalar que muchas de las especies registradas en épocas recientes, según los expertos, tienen población estable en Canarias desde que se conoce la naturaleza de las mismas. Y desde el intermareal rocoso, arenoso, en formación acantilada o playa, hasta las grandes profundidades interinsulares, en torno a 3.000 metros, tanto para los organismos vinculados al fondo como los que se mueven libremente en las aguas, hemos de considerar que las condiciones de las aguas en el entorno de Canarias presentarían ciertas características. Por ejemplo, notable biomasa en todos los grupos faunísticos (invertebrados y vertebrados) y florísticos (frondosos y extensos manchones algales y praderas de fanerógamas) con ausencia de contaminación propia de etapas actuales, posteriores a la Revolución industrial. No obstante, a pesar de estas consideraciones generales, una serie de hechos también llamarían la atención del aborigen, al que suponemos curioso y observador, cuando recorriese los lindes de la zona costera y se tropezara, a buen seguro, con una serie de circunstancias que pasamos a comentar.
Evidentemente como usuarios habituales de la orilla, bien recolectando, nadando o realizando actividades diversas, una serie de fenómenos les habrán interesado y otros, por el contrario, afectado. Algunos de estos fenómenos estarían vinculados con la presencia de animales peligrosos o venenosos, bien porque mordieran provistos de una potente dentición o inocularan venenos o toxinas, directa o indirectamente, que pudieran ser más o menos dañinos. Citemos a las morenas (Muraena augusti, Morena helena…), algunas de las cuales pueden hallarse en la zona de mareas (ocupando charcos con oquedades) otrora pletórica de vida. Peces escorpénidos (Scorpaena sp.) o erizos (Paracentotus lividus) cuyas espinas provocarían algunos inconvenientes a los que caminaran por la orilla. Anémonas (Anemonia sulcata) llamadas ortigas de mar o gusanos de fuego (Hermodice carunculata) también presentes en dichos charcos. Transitando por fondos arenosos sufrirían ligeras descargas eléctricas de ciertos condrictios muy abundantes, caso de Torpedo spp. o ligeras mordidas- la mayoría de las veces inocuas- de angelotes, Squatina spp, cuyas hembras paren sus crías muy cerca de la costa en determinadas épocas del año e inmersas en la arena del fondo, causan más de una sorpresa al usuario actual de playa.
Muchos de los animales no serían observados con facilidad, por hallarse camuflados bajo extensos mantos de frondosas algas (Cystoseira abies-marina especialmente), cubiertos con fragmentos de rocas o restos calcáreos de otros animales, incluso enterrados o semienterrados en fango o lodo, provocando más de un disgusto y no digamos extrañeza como se ha comentado previamente.
Parece poco probable que sufrieran “ciguatera” una dolencia, no necesariamente actual si repasamos las crónicas de otrora, relacionada con la ingesta de peces de gran tamaño sin control sanitario de mercado, caso de medregales, bicudas, meros… contaminados por toxinas de microalgas (Boada et al., 2010; Caillaud et al., 2007; Chinain, Faust & Pauillac, 1999; Fraga et al., 2011, Fraga & Rodríguez, 2014; Lange, 1987; Litaker, et al., 2010; Martínez-Orozco & Cruz-Quintero, 2013; Matute et al., 2009; Murata et al., 1989; Nuñez et al., 2012; Pérez-Arellano, 2005).
En los últimos años el número de casos oficiales –que se remontan al 2004- ha aumentado de forma notoria, algunos precisando hospitalización y destacados en los medios de comunicación. Se investiga si están relacionados con microalgas (dinoflagelados bentónicos) de los géneros Gambierdiscus, Ostreopsis, Prorocentrum, Coolia y Amphidinium, potencialmente tóxicas, que viven sobre macroalgas de las que se alimentan, a su vez, animales herbívoros, presas de los grandes predadores que señalamos previamente. El Gobierno de Canarias ha endurecido las medidas de control y seguimiento (BOC nº 166 de 26 de agosto de 2015), ORDEN de 17 de agosto de 2015, por la que se modifican los Anexos I, II y III del Decreto 165/1998, de 24 de septiembre, que creaba la Red Canaria de Vigilancia Epidemiológica, estableciendo normas para regular su funcionamiento, referentes a la lista de enfermedades de declaración obligatoria, procedimientos y modalidades de declaración, entre las que se ha incluido, en concreto en el anexo II (declaración urgente), la ciguatera.
Lo que deducimos que ocurriría con bastante probabilidad es que sufrieran, en determinadas épocas del año, sobre todo febrero-marzo, invasión de organismos gelatinosos, colonias de medusas y sifonóforos. Dichos organismos son llamados, en Canarias, aguavivas. Entre ellos, las carabelas portuguesas (Physalia physalis, sifonóforo) pueden llegar a alcanzar grandes dimensiones (hasta varios metros si incluimos la vegija flotante llena de aire, así como numerosos filamentos ocultos bajo el agua) y son terriblemente peligrosas. Dotadas de unas células (cnidocitos), comunes a otros cnidarios (anémonas, medusas…), por contacto físico con sus presas descargan, mediante un estilete, una potente toxina que, en caso de sensibilidad extrema o pequeña talla (niños), provoca la muerte instantánea. El aborigen vería sus restos (arribazones costeros de aspecto mucoso) encallados en las playas. En ellos la toxicidad perdura hasta 48 horas. Esto les llevaría -a buen seguro- a tenerlos como animales peligrosos por el daño que ocasionarían a los que intentaran manipularlos. Las masificaciones que sufrimos en la actualidad (con mayor frecuencia y duración) provocan que se tengan que cerrar algunas playas. Según Condon et al. (2013) en un estudio realizado por Global Jellyfish Group y publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences, aun siendo favorecidas por contaminación y sobrepesca, estas explosiones se han venido produciendo desde épocas inmemorables, en ciclos de unos veinte-treinta años aproximadamente, como atestigua dicho informe. Antaño, en determinadas épocas del año, sifonóforos y medusas llegarían a las costas sobre todo después de violentos temporales del Atlántico Norte, aunque en el caso de medusas afectando con distinto grado de peligrosidad en función de la especie que se tratase (Pelagia noctiluca muy dañina, frente a Aurelia aurita o Cotylorhiza tuberculata, más inocuas). Otros curiosos fenómenos que posiblemente observaran los aborígenes serían el “espumaje” y las “mareas rojas”. El primero, massive foam production, se sabe provocado por un organismo Phaeocystis globosa que, al proliferar bajo determinadas condiciones, genera una espuma muy compacta e intensa que ha llegado a ser confundida con procesos de contaminación costera. Este fenómeno se ha presentado -debido a la agitación- en recientes temporales marítimos que afectaron la cornisa cantábrica y hemos podido observar en los medios de comunicación. En el caso de las mareas rojas (red tides, harmful algal blooms), poco frecuentes en Canarias al menos en los registros oficiales, se producen por excesiva proliferación de ciertos dinoflagelados flotantes (fitoplancton) que, debido a determinados vientos, corrientes y súbito aumento de nutrientes -aportes desde tierra o desde aire-, por lo general –no siempre- colorean el agua y liberan toxinas. Estas toxinas contaminan fauna y flora local, incluso al hombre por inhalación. Esto llevaría a los habitantes de otrora a situaciones de pavor, tal y como ocurría siglos antes en otros lugares costeros del Mediterráneo, donde se hablaba de “enfermedad del mar”, asociándola con desastres.
También se verían sorprendidos por la proliferación de organismos tunicados, como salpas, doliólidos o piromósidos que, en ocasiones, darían a las aguas aspecto gelatinoso, debido a la consistencia mucosa de sus cuerpos y la elevada tasa de reproducción que experimentan bajo determinadas circunstancias.
Otro detalle que los aborígenes apreciarían en algún momento de su vida cotidiana, sería la tonalidad muy oscura (negra) que adquirirían las aguas cuando, por efecto de los vientos, las cenizas procedentes de incendios de bosques se depositaran en el océano. Este fenómeno lo hemos observado personalmente. Por ejemplo las cenizas halladas en El Hierro, septiembre de 2009, meses después del pavoroso incendio que afectó La Palma, en julio de 2009, cuyas repercusiones en la fauna marina recogimos en una publicación de la revista Vieraea. Estas cenizas (Hernández et al., 2010) afectan de forma diferente a diversos organismos neustónicos, diminutos habitantes de los primeros centímetros de superficie oceánica, en concreto huevos y larvas de determinadas especies que usan dicha ceniza como soporte, aunque con diferente fortuna, ya que si para algunos favorece el desarrollo, en otros casos hace inviable el mismo.
Hemos de considerar al aborigen, soñador, observador de fenómenos costeros, pero también ¿activo nadador? Respecto a este último aspecto, trabajos realizados sobre cráneos procedentes de Gran Canaria (Velasco Vázquez et al., 2001), parecen señalar amplios períodos de tiempo que gustaban pasar en inmersión. Kennedy (1986) establece una estrecha relación entre el grado de desarrollo de la llamada exostosis auricular (presente en dichos cráneos) y la frecuencia de exposición al agua fría (entre 15 y 19º). Estos hábitos quedan registrados físicamente por desarrollo inusual en el canal auditivo, señalando la vinculación de los habitantes de dicha isla con el medio oceánico. Dastugue y Gervais (1992) hablan de enfermedades profesionales, en relación con poblaciones en contacto directo con el medio acuático, es decir, búsqueda y obtención de recursos alimenticios procedentes de este tipo de entornos (mar, ríos, lagos…). En poblaciones actuales se presenta cuando hay un importante contacto con el agua (submarinistas, surfistas, etc…). Para Canarias, la exostosis fue observada y descrita por Dutour & Onrubia (1991) en necrópolis de Gáldar. Además del interés recolector, podrían añadirse actividades de carácter lúdico…”las juelgas de la mar i los baños lo tenían los más nobles por ejercicio…” No olvidemos que la temperatura media de las aguas de Canarias, especialmente en determinadas épocas del año, favorecería la concurrencia de los factores etiológicos que explican la frecuencia de las exostosis auriculares observadas. Según González Reimers et al. (2008), el estudio de las exostosis auriculares ha proporcionado información de tipo paleoantropológico, ya que se trata de una patología ósea no excepcional en nuestro Archipiélago y presente desde hace al menos 1.500 años. Aunque la temperatura de las aguas de las Islas se halla dentro del rango que justificaría la formación de exostosis, no descartan dichos autores que pudiera haber alguna forma de predisposición genética que justificara la pervivencia de esta patología y su prevalencia relativamente alta (González et al., op cit.).
Un fenómeno que les causaría admiración y sorpresa sería la bioluminiscencia, emisión de luz biológica, notoria de noche con mar en calma. Esta luz biológica se produce, debido a reacciones químicas, por ejemplo en algas microscópicas del género Noctiluca, que emiten destellos por excitación. Dicho fenómeno se presenta también en animales, caso de cefalópodos, ctenóforos, peces o gambas, de pequeño tamaño, cuyos fotóforos (células donde se produce la reacción enzimática emisora de luz) se hallan distribuidos específicamente por sus diminutos cuerpos. Precisamente, concentraciones de algunos de estos animales, entre 300 y 800 metros de profundidad, la denominada capa de reflexión profunda, deep scattering layer, migran durante la noche a superficie para evitar de día a sus predadores (aves marinas) para los que representan un suculento manjar. Quizá este hecho no llamaría la atención del aborigen por la dificultad de visualización, pero sí el vómito de dichas aves (en las cuevas de los acantilados). Dicho vómito incluye restos (no siempre digeridos) de los mentados organismos, lo que facilita su identificación al investigador actual.
Menos probable sería el encuentro con especies de las profundidades, como enormes cangrejos japoneses (Paromola cuvierii), grandes quimeras (ejemplo Hydrolagus affinis) o los peces sables (Regalecus glesne), ejemplares de gran talla de los que se conocen muy pocos varamientos (Montero et al., 1995) y que, salvo casos concretos de enfermedad o muerte cuando son arrastrados hasta la orilla por las corrientes, es poco probable que fueran observados.
Sin embargo, sí creemos que tuvieran constancia de algunas especies que, aunque habituales de mar abierto, pueden aparecer en costas ocasionalmente, como los peces luna (Mola mola, Masturus lanceolatus, Lampris gutattus) de extraña morfología y muy fácil captura o algunos cefalópodos de hábitos pelágicos (Vampirotheutis sp.) que esporádicamente se acercan a la costa.
Pero ¿qué les era realmente útil de la zona costera? Para intentar responder hay que tener en cuenta que el aprovechamiento y consumo de los recursos marinos (peces, moluscos y crustáceos) -en la época aborigen- queda constatado por los restos que aparecen en lugares de habitación, concheros y yacimientos funerarios, ya sea como desechos alimenticios o bien por su transformación en diversas manufacturas. Según algunos expertos consultados, Rodríguez & Martín (2009), el consumo de dichos productos de origen marino se realizaba de manera selectiva, siendo considerados como complemento de la dieta más que elemento básico de la misma. La ingesta de mariscos y peces era algo más importante en la zona costera y solo testimonial en medianías. Los métodos de pesca eran diversos, anzuelos de diferente tamaño y morfología, realizados con cuernos de cabra, hueso y concha marina. Según las crónicas, usaron redes de captura elaboradas a partir de especies vegetales resistentes y flexibles, caso de juncos (Scypus sp. Juncus sp.), eneas (Typha sp) y palmeras (Phoenix sp.). También construirían nasas y corrales, a modo de empalizadas, para apresar o retener invertebrados y vertebrados de charcos. Asimismo, la captura de peces podía llevarse a cabo a golpes o aturdiéndolos mediante látex, secreción de aspecto lechoso, procedente de cardones y tabaibas muy abundantes en Canarias. La bibliografía consultada señala varias especies de peces, crustáceos, moluscos y equinodermos cuyos restos, presentes en forma de huesos, espinas, impresiones o caparazones, se hallan en los yacimientos y ponen de manifiesto el interés que el aborigen mostraba hacia ellos y no solo como fuente de alimentación, también para fabricar diversos utensilios, algunos como ornato. Entre estas especies cabe destacar: viejas, morenas, sargos, agujas, bocinegros, salemas, galanas, rascacios, meros, abadejos, cabrillas, pejerreyes, romeros, bogas, palometas, sardinas, caballas, bicudas, besugos o pejeverdes… En relación a crustáceos, el cangrejo rojo (Grapsus adscensionis) cuya captura –deducimos- sería sencilla, a tenor de los amplios periodos de insolación que estos organismos gustan disfrutar fuera del agua. También sacabocados (Chthamalus sp.) y clacas, así como erizos regulares (géneros Paracentrotus, Arbacia o Spahaerechinus) más fácilmente observables que los enterrados en arena o fango (Brissus sp.).
Es extraño la ausencia en yacimientos (hasta el momento) de restos de Anguilla anguilla, especie hoy en día considerada “vulnerable” toda vez que sabemos que dadas las condiciones climáticas, un grado o dos de temperatura ambiental menos que en la actualidad por esa época, según trabajos de predicción de Moberg (2005), According to our reconstruction, high temperatures – similar to those observed in the twentieth century before 1990- occurred around AD 1000 to 1100, and minimum temperatures that are about 0.7K below the average of 1961-90 occurred around AD 1600 …y con los cauces de barrancos rebosantes de agua –al menos algunos- debidos a probables e intensas lluvias, no sería de extrañar la presencia en dichos cauces de estos curiosos peces, cuyas larvas realizan enigmáticos viajes que las vinculan con el lejano Mar de los Sargazos, allá en el Atlántico Central.
Pero sin duda, fueron los moluscos los que causaron más impacto a los pobladores a tenor de la ingente cantidad de conchas en los llamados concheros, auténticas acumulaciones de restos, producto de esa alimentación complementaria (no principal) que sostenían a base de lapas, fundamentalmente, así como otras especies. El elevadísimo número de ejemplares permite imaginar la biomasa digamos explosiva que poblaría charcos, acantilados, playas de callaos y toda suerte de fondos, en aquellos momentos en Canarias. Lapas, orejas de mar, burgados, ostrones, bucios, conos…por citar solo algunos de los invertebrados más característicos de la biota actual, también registrados en los yacimientos (Rodríguez & Martín op. cit.). Muchas de estas especies se hallan en la actualidad, por exceso de marisqueo, con poblaciones reducidas y son objeto de regulación marisquera (Ramírez Cañada, 2012).
En el caso de otro grupo de moluscos, los cefalópodos, el planteamiento sería diferente, ya que por sus características (delicada consistencia del tegumento) es difícil que sus restos llegaran hasta la actualidad, lo que sí es evidente es que algunas de las grandes piezas, calamares gigantes (Architheutis dux) que hoy sabemos habitantes de las profundidades del Archipiélago, a partir de mil metros de profundidad, aparecerían muertos (completos o fragmentados) en las playas, causando quizá cierta fobia por el profundo olor a amoniaco que estos animales desprenden, debido a la elevada concentración de urea en sus cuerpos.
También nos llama la atención la casi ausencia de restos relacionados con las tortugas marinas. Algunas especies (Caretta caretta, Dermochelys coriacea, Lepidochelys kempi, Eretmochelys imbricata, Chelonia mydas y la rara Lepidochelys olivacea de afinidades tropicales) que suelen transitar por nuestras aguas (hoy en día protegidas por estrictos convenios internacionales) tuvieron que ser también muy frecuentes y abundantes en épocas pasadas y haber causado interés al aborigen. Su presencia ha quedado señalada, según algunos autores, bajo la forma de dibujos en piedra, como los hallados en La Pedrera, Punta del Hidalgo (del Arco Aguilar, 1999).
Otro aspecto interesante es la foca monje (Monachus monachus), mamífero acuático cuyas poblaciones fueron especialmente abundantes en siglos pasados en toda la cuenca del Mediterráneo, Mar Negro e islas macaronésicas, estando en la actualidad relegadas a una pequeña colonia en Islotes de Desertas (Portugal), así como a algunos ejemplares (en torno a 200) en Cabo Blanco (litoral africano). En el siglo XV, incluso en etapas anteriores, cabe suponer la abundancia de estos animales en las islas orientales, tal y como ha quedado reflejado en las crónicas de Le Canarien, en relación a las aventura de Gadifer y algunos de sus hombres en la isla de Lobos. En la actualidad la especie se halla en peligro crítico (UICN) y no son pocos los intentos por reintroducirlas que conllevan serios problemas, dadas las condiciones de sus primitivos hábitats transformados en la actualidad y afectados por sobrepesca, utilización del litoral, contaminación…
Respecto a otros mamíferos, como los cetáceos, tenemos constancia de su presencia en yacimientos (dientes de cachalote en una cueva en La Palma, así como otro diente usado en ornamentación, hallado en Lanzarote) (Martín Oval, comunicación personal). Recordemos que ya Plinio el Viejo hablaba de Canarias como…”estas islas están infestadas de animales en putrefacción, que son arrojados allí constantemente… (Historia Natural, Libros III-VI). Animales que por sus gigantescas proporciones, en siglos pasados, causaban temor a marinos, navegantes o aventureros, eran identificados con peligrosos monstruos marinos (Leviatanes) y duramente cazados a la búsqueda de carne, aceite y, lo más importante en el caso del cachalote (Physether macrocephalus), ámbar gris. Esta sustancia, vomitada como respuesta a digestiones pesadas, después de procesos de oxidación se convierte en un producto que ha tenido mucho uso y valor desde la antigüedad, en especial en el mundo de la perfumería (como fijador de esencias). Respecto a cetáceos en Canarias otrora, la abundancia y cercanía a la orilla de algunos de estos animales viene corroborada en el trabajo de Santana Pérez (2011) que versa sobre los intentos –fracasados- de actividad ballenera en Canarias en la segunda mitad del siglo XVIII, señalando la aproximación de algunos ejemplares a la costa donde, refiere el autor, podían matarse con facilidad. Sobre la frecuencia y abundancia de cetáceos da prueba también Viera y Clavijo, en cuyo diccionario en relación al término ballena puede leerse…en mayo de 1747 amanecieron en el Puerto de la Luz de Canaria otros treinta y siete animales cetáceos de ambos sexos, todos ya muertos, de los cuales se sacó mucha grasa. En 1750, aportó una ballena en las inmediaciones de Garachico de Tenerife. Y en 1796, se recogieron en arrecife de Lanzarote más de treinta cachalotes de que se aprovecharon del modo que pudieron aquellos vecinos… Dicho aprovechamiento incluyó también el mentado ámbar gris, cuya presencia (piedras encalladas en orilla de extraño aroma) ha dado nombre a algunas de las playas canarias (caso de Playa Lambra, La Graciosa). Probablemente, la abundancia de estas formaciones –con aspecto pétreo- llamase la atención, en especial por el olor dulzón que desprendían, tan diferente al del resto de los callaos o piedras a los que estaban habituados. Además, por la abundancia de poblaciones de cetáceos, cabe suponer que las piedras ambarinas serían frecuentes y muy codiciadas más tarde por su valor (siglo XVI).
Es lógico pensar que los aborígenes no estuvieran muy familiarizados con los corales, con su uso, tal y como ocurría para otras zonas geográficas, aunque sí dispusieran de algún fragmento arrancado que apareciera en la costa como consecuencia de grandes temporales marítimos. De acuerdo con Rossi (2011), en el Mediterráneo la pesca de coral, que empieza de manera intensiva a partir de los siglos X-XIII hasta el XVI, constituyó una fuente importantísima de comercio en la época. En el caso de Canarias, los amplios bancos del abundante coral canario (Dendrophyllia ramea) se hallan (estarían) en fondos entre 60 y 120 metros de profundidad, pero carece de valor comercial.
No podemos olvidar, además, que el aborigen sufriría determinados fenómenos, siendo los más destacados: lluvias torrenciales, sequías, vientos fuertes, olas de calor y llegada de polvo sahariano. Se verían afectados en otoño por virulentos temporales con la llegada de borrascas atlánticas, especialmente del SO que, transitando rápidamente, se alejarían dando lugar a fuertes episodios de vientos de dicho cuadrante. Sin embargo, es lógico pensar que también sufrieran los de dirección S-SE, especialmente dañinos para los que habitaran zonas costeras al socaire de los vientos, aunque no muy habituales, caso del inesperado temporal que en enero de 2009 afectó el puerto de Santa Cruz de Tenerife, causando graves destrozos. Fenómenos que otrora provocarían cierto temor, al observar el intenso viento e impetuoso oleaje afectando la tranquilidad del enclave donde, por lo general, recolectaba o disfrutaba de los placeres de la orilla. Es relevante señalar el rastro que dejan las riadas y avenidas en la geomorfología, lo que demuestra que este tipo de fenómenos meteorológicos han sido una constante a escala del Archipiélago y algo normal en el clima de Canarias.
Para épocas de antaño, sin datos numéricos disponibles, solo existen referencias importantes algo más tardías en el tiempo, relatadas en crónicas de viajeros e historiadores, documentos oficiales que aluden a las consecuencias de las precipitaciones torrenciales y violentos temporales. Hay constancia más reciente de este tipo de eventos de efectos catastróficos con daños severos y cuantiosas víctimas (Cola, 1986; Máyer, 2003b), para el siglo XVI (Marzol Jaén, 2002). Recordemos también el aluvión de 1645 que, con información escasa, parece ser que tuvo efectos devastadores con cientos de víctimas (Romero & Yanes, 1995) y, de manera especial, el temporal de noviembre de 1826, conocido como La tormenta de San Florencio, que afectó a todo el Archipiélago -sobre todo Tenerife-, cuyas precipitaciones originaron la muerte de centenares de personas (Quirantes, et al. 1993). Este aluvión, con innumerables referencias históricas, tuvo especial afectación en las zonas costeras. Mucho antes podríamos considerar las referencias que hizo el capitán Baudin a los lugareños del Puerto de la Cruz cuando, a bordo de La Belle Angélique (maltrecha por un huracán), se refugió en Tenerife y los isleños le relataron que una tormenta, coincidente en tiempo, se había dejado sentir con resultados igualmente catastróficos. Indudablemente, en época aborigen tuvieron similares fenómenos, que implicarían retrocesos hacia medianías o zonas altas hasta su desaparición, refugiándose los aborígenes en lugares protegidos.
Además, no es de extrañar que algunos temporales, como la reciente tormenta tropical Delta, ocurrieran entonces y se vieran afectados por vientos huracanados y lluvias torrenciales cuyo origen fuese alguna depresión tropical, desviada de su ruta hacia el Caribe, tal y como ha sucedido –en alguna ocasión- en la actualidad. No olvidemos que recientemente, 31 de julio de 2015, un huracán afectó las islas de Cabo Verde, hecho del que no se tenían registros desde 1892, más o menos coincidentes en tiempo con los primeros datos oficiales (1850) sobre estos fenómenos en el Atlántico (según responsables del National Hurricane Center, Miami).
Conclusiones
Partiendo de la hipótesis de que estaríamos hablando de un sistema en equilibrio, sin la influencia negativa que causa la acción antropogénica como en los tiempos actuales, en especial alterando la zona costera, cabría pensar en un ecosistema limpio, no contaminado, abundancia de especies, las actuales y algunas que han prácticamente desaparecido, una notable biomasa animal (prueba de ello son los concheros) y vegetal; presencia en charcos de adultos de peces y todo tipo de invertebrados que, debido al abuso de marisqueo, se han relegado a mayor profundidad o han disminuido sus poblaciones notablemente, siendo complejo visualizarlos más superficialmente en la actualidad.
De acuerdo con Brito et al. (2002, 2005) y Brito (2008), se constata, a partir de series temporales de datos, que el aumento de la temperatura del océano en el entorno de Canarias se está manifiestando con una serie de hechos. Por ejemplo la aparición de especies de origen meridional, incremento de poblaciones de especies nativas termófilas o desaparición paulatina de las de origen septentrional, es decir, de afinidades por aguas más frías, así como cambios en la fenología (migraciones, épocas de crecimiento, duración de la fase larvaria…). Según Brito (2008), en los últimos cuarenta años el desplazamiento gradual de especies termófilas hacia el norte y tropicalización de la biota se ha correlacionado (en el Atlántico) con el incremento de temperatura (Sttebbing et al., 2002; Perry et al., 2005).
Condiciones actuales que han derivado -en los últimos treinta años- en la necesidad de regular el aprovechamiento, uso y disfrute de la zona costera mediante la promulgación de leyes, órdenes y decretos a nivel nacional, regional y local, algunos muy decisivos en relación especies protegidas, marisqueo a pie o legislación sobre pesca, entre otras. Esto ha permitido no solo custodiar el presente, también preservar para el futuro, un futuro que en temas costeros-marinos implica declaración de figuras de protección (caso de Reservas Marinas), creadas a partir de rigurosos estudios científicos y técnicos; estricto cumplimiento de la legislación, con serias sanciones si dieran lugar; así como actualizados y accesibles planteamientos de educación medioambiental (para todas las edades y distintos niveles) acordes con programas curriculares, donde no solo se impliquen los centros de educación reglados, sino otras instituciones de apoyo complementario, papel que llevan a cabo, sin solución de continuidad, los museos de ciencias naturales, caso del Museo de la Naturaleza y El Hombre.
Dra. Fátima Hernández Martín
Directora del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife
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