El emisario se mantuvo en un discreto segundo plano hasta que su deudor se acercó lo suficiente para verle el rostro. Había cumplido con creces su palabra, no había comentado la noticia, a pesar de que la alegría le había llevado a ello en numerosas ocasiones. Pero su lealtad era inquebrantable. Su confidente le señaló −con disimulo− un lugar apartado donde discutir el asunto sin que nadie se percatara de aquello que habían tramado desde hacía tiempo. Cuando estuvieron lo suficientemente cerca uno del otro, en voz baja y con gesto taimado, señalaron detalles, qué día la trasladarían, cómo lo harían…eso sí, sería de noche para no levantar sospechas… Estaba dando problemas últimamente, demasiados, comía en exceso, se mostraba nerviosa e intranquila y de momento preferían que no engordase, ello facilitaría el viaje y su posterior instalación en la amplia habitación.
Los dos hombres intercambiaron palabras casi en clave. Uno de ellos se hallaba ansioso, su poderoso hermano no debía saber nada antes de que se la presentara, no quería que supiera que la había traído desde lejos superando numerosos obstáculos. Solo pretendía que al verla le causara celos y envidia, a sabiendas que sería solo para él. Recordaron que no había sido fácil, sino costoso, incluso supuso sobornar a todos aquellos que con certeza correrían prestos y raudos a comentarle al rey la novedad. Finalmente le dio una bolsa con la cantidad acordada, establecieron el lugar y hora de la entrega y pergeñaron −además− la manera de llevarla con sigilo lejos del centro. Una vez aseada le prodigarían toda suerte de cuidados, para que estuviera reluciente esperando la hora de ser mostrada al monarca. Era una competición ardua la que sostenían ambos hermanos desde siempre, aquellos hermanos que quizá… no se querían tanto como todos creían. La prueba era evidente, el objetivo en los últimos meses había sido…ella.
D. Luis de Borbón y Farnesio (1727-1785), hermano del rey Carlos III, el Ilustrado, fue otrora un personaje algo controvertido, pero también gran desconocido en la actualidad. Para evitar problemas sucesorios (que se podrían presentar), intentaron que se dedicara a la vida religiosa. Pero renunció a los hábitos, ya que no tenía vocación para ello. Más tarde y después de numerosos amoríos con algunas mozas plebeyas, romances que siempre recibían fuertes amonestaciones de la Corte, fue obligado a casarse (primavera de 1776) con una dama algo altanera, Dª María Luisa de Vallábriga y Rozas, que no tenía sangre real. El matrimonio (a instancias de Carlos III) fue declarado morganático (con una Pragmática fechada el 23 de marzo de 1776), siendo desterrados los esposos lejos de Palacio (la familia no podía acercarse a menos de veinte leguas, salvo D. Luis y en casos excepcionales). El Infante creó –entonces- su propia Corte nómada, fuera de Madrid, que trasladó sucesivamente a todos aquellos enclaves donde se instalaba la familia… Chinchón (condado que heredó en 1764 y luego pasaría a su hija María Teresa, retratada por Goya), Velada, Arenas de San Pedro y Boadilla del Monte.
A lo largo de su vida sintió un desmedido interés por la naturaleza, fauna, flora y gea, convirtiéndose desde su infancia en poseedor de una de las más importantes colecciones de naturalia (gabinetes de maravillas) a la usanza de entonces. Mecenas de Rodolfo Luigi Boccherini, este músico italiano que formaba parte de su orquesta de cámara, como violín, por un sueldo anual de 14.000 reales de vellón, y que había llegado a España para buscar fortuna, compuso L’ uccelliera (en homenaje a una de las numerosas estancias dedicadas a la ornitología -aves dibujadas y disecadas- que el Infante tenía en sus posesiones). Protector de pintores notorios, caso de Luis Paret o Francisco de Goya, el primero realizó, para el Infante, numerosos grabados sobre fauna, por ejemplo la famosa cebra que Don Luis consiguió traer a España antes que su hermano, el rey Carlos III. Este cuadrúpedo, por el que sentía gran cariño, retozaba a sus anchas en los jardines de Boadilla y a su muerte fue disecado por D. Blas Rovira, uno de los más afamados taxidermistas del momento, que trabajaba para el gabinete de maravillas del príncipe por 15.000 reales de vellón al año. Sabida la afición de la realeza de entonces por poseer animales exóticos, que incluso convivían en recintos de los palacios, en el de D. Luis se podían encontrar caballos, numerosas aves, perros, vacas de Parma, murciélagos, mulas, asnos, cabras de Angola, osos, reptiles, peces, en definitiva, un sinfín de animales…entre los que se encontraba la antes mentada y codiciada… cebra.
María Fátima Hernández Martín, doctora en Biología Marina y directora del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife.