La expansión colonial de los grandes imperios europeos como España, Portugal, Francia, Inglaterra u Holanda a partir del siglo XV dio origen a la aparición de las enfermedades de contacto aborigen-europeo y a una de las etapas de la historia con mayor proliferación de epidemias y pandemias, costando decenas de millones de víctimas y el barrido y desaparición de comunidades indígenas completas. La peste, la viruela, la tuberculosis, la gripe, el sarampión o el tifus, son solo algunos ejemplos,
Aunque se habían desarrollado teorías sobre el contagio e ideado métodos para combatir estas enfermedades, no sería hasta le segunda mitad del siglo XIX y en adelante, durante el llamado Positivismo Médico, cuando se comenzó a entender la causa, la transmisión, la prevención y el posible tratamiento de las enfermedades infecciosas, muy especialmente desde que Louis Pasteur lanzara su «Teoría del Germen».
La historia del desarrollo de la microbiología y epidemiología constituyen uno de los capítulos más bellos de la propia historiografía médica, por no decir de la historia humana general y … como estamos comprobando ahora mismo, nunca pierde actualidad. Como muestra tenemos la reciente aparición de enfermedades como las fiebres hemorrágicas africanas – especialmente el Ébola -, el SARS, el MERS, el Zika y, por supuesto, la Covid-19 causada por el virus SARS-CoV-2. En las siguientes líneas trataremos de hacer una breve síntesis de esta apasionante historia.
Un breve recuerdo microbiológico-epidemiológico
Un patógeno microbiano es un organismo microscópico capaz de producir una enfermedad infecciosa. Estos agentes necesitan unas condiciones para poder infectar y transmitirse. Veamos:
Dependiendo de la extensión y propagación de una enfermedad infecciosa se habla de casos esporádicos (aquellos en los que se afecta un individuo o un pequeño número, independientemente del tiempo y del lugar); endemia (enfermedad que surge en una época y en un lugar específicos y que, en ocasiones, puede transformarse en una epidemia); epidemia (cuando esa enfermedad afecta al mismo tiempo y en el mismo lugar a un gran número de personas); y pandemia (una epidemia que salta de una zona concreta a otra extendiéndose a áreas distantes, típicamente otro continente).
Para controlar las enfermedades infecciosas existen diferentes métodos:
Pero lo dicho en estos breves párrafos lo sabemos desde hace poco más de un siglo y medio. ¿Qué pasó durante la larguísima etapa anterior a ese momento y cómo fue el desarrollo de los acontecimientos posteriores a Pasteur? Veámoslo.
Un poco de historia de la lucha contra la infección antes de 1850
Es de todos sabido que la primera y más natural reacción de las personas ante un acontecimiento tan peligroso como una epidemia ha sido, y lamentablemente sigue siendo (lo estamos comprobando ahora mismo), la huida. La huida de los lugares afectados tiene como consecuencia inmediata y sistemática la mayor extensión del contagio que llega a lugares que no tenían ese problema.
Otra reacción muy natural ante una calamidad de este tipo ha sido y es encomendarse a la deidad y, en las comunidades cristianas, a los santos. Esto es debido a que durante mucho tiempo esas enfermedades eran tenidas como un castigo divino contra la gente por sus múltiples pecados. Por eso se invocaba a los llamados Depulsores pestilatis (santos expulsores de las enfermedades infecciosas o santos antipestosos) para que intercedieran ante Dios y cesara la epidemia. Para ello se celebraban misas y se sacaban los santos en procesión lo que provocaba aglomeraciones de gente y aumento de la expansión del germen y, con ello, un incremento en las tasas de morbilidad y mortalidad.
Las primeras medidas realmente efectivas en la lucha contra la propagación de las epidemias fueron el aislamiento en lugares específicos para los contagiados (los famosos lazaretos) y la cuarentena para los casos sospechosos. Aunque se habían tomado anteriormente medidas similares en muchos lugares para los afectados de lepra, según parece la primera acción de este tipo tuvo lugar en China en torno a la Era Cristiana.
Las cuarentenas verían su auge a partir de la aterradora Peste Negra (1347-1350) que literalmente barrió el mundo conocido, dejando Europa con entre un tercio y la mitad de su población y cambiando completamente la mentalidad medieval imperante hasta entonces. Fue entonces cuando surgió el Renacimiento. Sería Venecia la auténtica impulsora de esta medida que sería implantada poco después en todo el Viejo Continente. Una medida muy efectiva como se sigue comprobando actualmente.
Desde el punto de vista terapéutico (tratamiento), durante muchos siglos los métodos no variaron sustancialmente de los utilizados para tratar otras enfermedades más comunes: hierbas medicinales, pócimas sin ningún rigor científico ni valor terapéutico, sangrado del enfermo por medio de incisiones (escarificaciones) o sanguijuelas que lo único que conseguían era debilitarlo más todavía, etc. El primer elemento introducido como fármaco antiinfeccioso con cierto éxito fue el mercurio. Sería el médico, alquimista y astrólogo suizo Theophrastus P. A. Bombastus von Hohenheim, universalmente conocido como Paracelso (Imagen), el que decidió utilizarlo para tratar la sífilis. Esa enfermedad estaba asolando el continente europeo durante el siglo XVI, causando millones de muertes y dejando a los que sobrevivían con lesiones espantosas, desde que fuera introducida tras el regreso del primer viaje de Colón al Nuevo Mundo. Gracias al mercurio de Paracelso se produjo una disminución de la mortalidad y un cierto control sobre sus terribles efectos.
Un siglo después se introdujo la quinina o chinchona – importada de América donde era conocida por los indígenas americanos por sus propiedades antipiréticas y analgésicas – en el tratamiento contra el paludismo o malaria que en aquel entonces (como ahora en muchos lugares de nuestro planeta) constituía un riesgo muy grande para la salud pública. El éxito de este fármaco y, posteriormente, de sus derivados fue y continúa siendo muy notable. Recordemos que la cloroquina y la hidroxicloroquina, tan ampliamente utilizadas para tratar la artritis reumatoide y el lupus eritematoso sistémico (ambas enfermedades autoinmunitarias) son derivados de la quinina que, según los datos actuales, están dando grandes resultados en el tratamiento de los enfermos con Covid-19 al inhibir la entrada del virus a las células humanas, especialmente si se combinan con antivirales como el Darunavir o con antibióticos como la Azitromicina.
El hito fundamental en la prevención de las enfermedades infecciosas durante esta larguísima etapa se produciría al final de la misma, en el último tercio del siglo XVIII, con la introducción de la vacuna antivariólica de la mano del médico rural inglés Edward Jenner (Imagen). Fue este un hecho crucial que trazaría el camino. La inoculación o variolización (insuflación nasal o incisión con introducción de material infectado) fue el primer procedimiento de prevención de la viruela y era practicado en la India desde el año 1000 AC. En Europa se hizo popular tras las observaciones de Lady Montagu en el Imperio Otomano durante el siglo XVIII. Sería en 1796 cuando Jenner comprobó que la inmunización se podía lograr mediante la inoculación de material de la viruela bovina (virus de la misma familia que el de la viruela humana) que no tenía riesgo de transmitir la enfermedad, cosa que sí ocurría con la variolización, y llamó al método vacunación. La vacuna alcanzó muy rápidamente un éxito extraordinario extendiéndose por toda Europa. España organizaría en 1803 la primera expedición sanitaria del mundo (la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna o Expedición Balmis) y, en 1874, Alemania impondría la primera Ley de Vacunación Obligatoria en el mundo.
Los precursores
En las décadas de 1840 y 1850 se produjeron una serie de hechos que revolucionarían la lucha médica y social contra las enfermedades infecciosas de la mano de algunos precursores (no sin la crítica de una buena parte de la comunidad médica y científica internacionales de aquel momento) a cuyos postulados el tiempo daría plenamente la razón.
Los auténticos pioneros fueron Oliver Wendell Holmes, médico de Massachusetts (Estados Unidos), e Ignaz Philipp Semmelweis, médico ginecólogo del Imperio Austro-Húngaro, quienes escandalizados por la altísima tasa de muerte producida por la fiebre puerperal (proceso séptico que se produce durante el puerperio por la infección de las heridas del aparato genital femenino durante el embarazo y el parto) decidieron estudiar la causa de esta tremenda mortandad. Ambos descubrieron (Holmes en 1843 y Semmelweis en 1847) algo que para ellos era inexplicable: la infección se transmitía de paciente infectada a paciente sana a través de las manos de los médicos que, simplemente, no se lavaban las manos después de una exploración. Ese fue uno de los primeros grandes avances de la lucha antiinfecciosa: lavarse las manos con agua y jabón, un acto muy sencillo que disminuyó la mortalidad de su casuística desde el 30-40 % hasta menos del 2-3 %. Este hecho constituyó el primer paso hacia la cirugía antiséptica y más tarde aséptica. Los dos publicaron sus conclusiones y suplicaron a sus colegas que siguieran sus consejos pero la mayoría no hizo caso, cuando no se burlaron directamente de ellos. El peor parado fue Semmelweis que comenzó a sufrir problemas de tipo nervioso que le llevaban a hablar solamente de la fiebre puerperal, en un claro trastorno obsesivo que fue diagnosticado de demencia por lo que fue ingresado en un sanatorio mental. Murió en 1865 a consecuencia precisamente de la infección de unas heridas provocadas por las palizas a que lo sometían sus guardianes y fue enterrado casi en el olvido. El tiempo le haría justicia.
Otro descubrimiento fundamental para la higiene y medicina preventiva tuvo lugar de la mano del médico inglés John Snow, auténtico precursor de la epidemiología moderna, quien durante la epidemia de cólera que azotó Londres en 1854 (cólera de Broad Street) observó que la enfermedad estaba estrechamente relacionada con el consumo de agua y alimentos contaminados por heces. A partir de ese hallazgo el saneamiento de los lugares insalubres, la limpieza y la canalización del agua corriente fue básico para frenar numerosas epidemias en el mundo. Ese mismo año, el italiano Filippo Pacini descubriría el germen responsable de esa enfermedad, el vibrión colérico (una bacteria), aunque ese hallazgo pasaría desapercibido, siendo Robert Koch al que se le atribuiría el descubrimiento en 1883. 1854 fue también testigo de unos hechos que resultarían clave para la Profesión Enfermera. Durante la Guerra de Crimea una enfermera británica, Florence Nightingale – pionera de la enfermería moderna – y su equipo lograron rebajar la mortalidad entre los heridos desde más del 40% hasta menos del 2% poniendo en práctica medidas de higiene de las heridas, saneamiento de los hospitales de campaña y mejorando la dieta de los convalecientes. Fue otro de los hitos más notables de esta etapa.
Louis Pasteur y la Teoría del Germen
A raíz de sus investigaciones sobre la fermentación, el químico francés Louis Pasteur (Imagen) hizo un descubrimiento extraordinario que habría de cambiar para siempre la naciente microbiología, en particular, y toda la medicina y la cirugía, asemejándolas a lo que hoy conocemos. Estamos en la década de 1860 y aunque casi dos siglos antes Anton van Leeuwenhoek, un comerciante holandés y uno de los primeros microscopistas de la historia, había observado la presencia de microbios («animáculos» los llamó) en sus preparaciones, sería Pasteur el que relacionó estos microorganismos con la enfermedad infecciosa: había nacido la «Teoría microbiana de la enfermedad» o «Teoría del germen», también llamada «Teoría germinal de las enfermedades infecciosas». La teoría propone que los microbios son responsables de un gran número de enfermedades y, por ello, recibieron el nombre de patógenos … y, lo que es más importante, esos patógenos pueden ser eliminados en una gran proporción con una buena higiene general. Con el nacimiento de esta teoría, murió la de la «generación espontánea».
Había nacido, en síntesis, la microbiología moderna y con ella la antisepsia primero y la asepsia un poco más adelante que serían clave para la medicina y, muy especialmente, para la cirugía. En efecto, basándose en los estudios de Pasteur, unos pocos años más tarde (entre 1865 y 1867) el cirujano británico Joseph Lister los combinó con las ideas de Semmelweis y Holmes introduciendo la antisepsia en la práctica quirúrgica. Para ello utilizó soluciones de ácido carbólico (un desinfectante usado para tratar madera) para lavar el instrumental quirúrgico, las vendas y gasas, las manos de los cirujanos y sus ayudantes y las propias heridas. El éxito fue inmediato y la tasa de mortalidad quirúrgica disminuyó desde el 30%, incluso había series con tasas del 50%, hasta situarse entre el 0.5 y el 3% lo que hizo que se pudiera acceder a operar órganos, sistemas y cavidades que antes hubiera supuesto la muerte segura del paciente. Puesta en práctica en el transcurso de la Guerra Franco-Prusiana de 1870-1871, salvó la vida a decenas de miles de soldados de ambos bandos heridos en combate.
El problema de la antisepsia eran las alergias e irritaciones que causaban esas sustancias en las manos, la nariz y los ojos de los cirujanos que, en no pocas ocasiones, dificultaba el acto quirúrgico. Antisepsia no es más que la eliminación de los gérmenes presentes por medio de sustancias químicas, pero lo ideal sería la utilización de instrumental y ropaje que estuvieran libres de gérmenes antes comenzar la intervención. La solución vino algunos años más tarde cuando el cirujano alemán Ernst von Bergman, basándose en el método de esterilización por vapor de su compatriota el bacteriólogo Robert Koch, introdujo el uso rutinario del autoclave para eliminar por calor a los posibles gérmenes presentes en el instrumental y otro material que pudiera estar en contacto con la herida quirúrgica. A finales del siglo XIX, el cirujano norteamericano William Halsted ideó los guantes de caucho que conserva la sensibilidad de los dedos protegiendo al cirujano de posibles alergias y al paciente de la infección que, algunas veces, provocaban las manos desnudas del cirujano. Todo ello fue clave para el desarrollo de las diversas especialidades quirúrgicas.
En lo que se refiere a la profilaxis o prevención de estas enfermedades, ya hemos comentado el éxito extraordinario de la vacuna antivariólica de Jenner. Unas decenas de años más tarde, al irse conociendo los gérmenes responsables de las diferentes enfermedades infecciosas, comenzarían a aparecer sueros y vacunas que curaban y prevenían estas enfermedades. De este modo, una enfermedad temible – sobre todo para los niños – como la difteria que estaba haciendo estragos en aquella época pudo ser tratada a partir de 1890 gracias al suero antidiftérico del alemán Emil Adolf von Behring (primer Premio Nobel de Medicina en 1901) y del japonés Shibasaburo Kitasato . A ello le sucederían las vacunas del cólera (1892) y la peste (1897) por el ruso Waldemar Haffkine, la de la fiebre tifoidea (1896) del inglés Edward Wright o, más adelante, la de la tuberculosis de los franceses Calmette y Guérin ya en 1921, por citar solamente unos pocos ejemplos. Al margen de la de la viruela, las vacunas contra las enfermedades víricas tardarían algo más en llegar y serían desarrolladas a partir de las primeras décadas del siglo XX.
Desgraciadamente, existen algunas enfermedades bacterianas, víricas y parasitarias que continúan causando millones de enfermos y muertes al año para las que no se ha encontrado una vacuna totalmente eficaz. Ejemplos de ellas son la sífilis, el SIDA o el paludismo.
Por su parte, salvando los precedentes anteriormente citados del mercurio contra la sífilis y de la quinina contra la malaria, la terapéutica antiinfecciosa tuvo sus primeros fármacos útiles en los primeros años del siglo XX. Así, otro alemán, Paul Ehrlich, introdujo la orsfenamina o Salvarsán (también conocido como «bala mágica» o compuesto 606) contra la sífilis, luego mejorado con el Neosalvarsán, menos tóxico. Ehrlich fue Premio Nobel de Medicina en 1908.
El primer gran hito de la terapéutica antibacteriana llegó de la mano del también alemán Gerhard Domagk en la década de 1930 con las sulfamidas, conocidas como Prontosil, que salvarían millones de vida en esos años y, muy especialmente, durante la II Guerra Mundial. Al igual que sus compatriotas Behring y Ehrlich, Domagk fue galardonado con el Premio Nobel de Medicina en 1939.
El descubrimiento del primer antibiótico comercializado de la historia, la penicilina, por el británico Alexander Flemingmarca un antes y un después en la historia de la medicina. En efecto, Fleming descubrió la sustancia en 1928 al comprobar que los cultivos bacterianos en los que trabajaba habían sido destruidos por el crecimiento de un moho en ellos, el Penicillium notatum, denominando a la sustancia responsable de esa destrucción «penicilina». El australiano Howard Walter Florey y el alemán radicado en Inglaterra Ernst Boris Chain idearon un método para fabricarla en masa lo que salvó decenas de millones de vidas a partir de la década de 1940. Los tres obtuvieron el Premio Nobel de Medicina en 1945.
El segundo gran antibiótico descubierto fue la estreptomicina por el norteamericano Albert Schatz y el también norteamericano de origen ucraniano Selman Abraham Waksman, en 1943, cuando el laboratorio dirigido por el segundo buscaba un fármaco que pudiera ser útil contra la tuberculosis que, a pesar de la vacuna tan recientemente introducida, seguía causando muchos problemas por aquel entonces. A Waksman le fue concedido el Premio Nobel de Medicina en 1952. Desde entonces decenas de nuevos antibióticos fueron incorporándose al arsenal terapéutico disponible (cefalosporinas, tetraciclinas, cloranfenicol, etc) para bien de la Humanidad.
Sabemos que los antibióticos son muy útiles contra las bacterias pero absolutamente ineficaces contra los virus. Entonces ¿cómo combatir a estos microorganismos? El tratamiento de los mismos ha sido bastante más problemático que el de las bacterias. Tradicionalmente se ha hecho por la profilaxis, mediante vacunas para algunas de las enfermedades producidas por ellos, y por el denominado tratamiento sintomático que no combate la causa sino que pretende mejorar el cuadro clínico. Los antivirales son fármacos específicos para los diferentes tipos (herpes, VIH, etc) a los que se denomina «virus blanco». No sería hasta entrada la década de 1960 cuando comenzarían a desarrollarse estos fármacos al poderse explicar el funcionamiento vírico desde el punto de vista genético. A partir de 1980 y 1990 se comercializarían antivirales nuevos muy efectivos contra algunas enfermedades. Estos fármacos han de cumplir una serie de requisitos:
Esta eterna lucha del ser humano contra los agentes microbianos es uno de los capítulos más apasionantes de nuestra historia como especie, de nuestra propia evolución, y demuestra como sin investigación científica, sin estudio, dedicación y perseverancia nada de lo relatado más arriba se hubiera logrado jamás. La investigación es el pilar básico de la Humanidad. Los hechos actuales que están haciéndonos estremecer día tras día no son nuevos, han ocurrido miles, decenas de miles de veces a lo largo de nuestro ya largo caminar por el Universo … y siempre hemos ganado aún a costa de pagar un altísimo precio. Pero no olvidemos que hemos ganado porque la Ciencia, sí Ciencia con mayúscula, nos ayudó a vencer. Protegiendo a la Ciencia, a los científicos, nos protegemos a nosotros. Nunca los dejemos solos, ayudémosles, impliquémonos en que cada día se invierta más en investigación . Aprendamos la lección de una vez por todas. Estamos a tiempo.
Y finalizamos, diciendo tan solo que esta síntesis es un pequeño homenaje a todos aquellos que dedicaron su vida – en no pocas ocasiones perdiéndola – a la investigación para que la Humanidad fuera mejor y más sana, que pudiera vivir en un mundo también mejor. Y por supuesto es también un homenaje a todos aquellos que en la coyuntura actual, en esta pandemia de Covid-19, trabajan sin descanso desde diversos frentes para lograr derrotar al enemigo común, el SARS-CoV-2.
Conrado Rodríguez-Maffiotte Martín
Director del Instituto Canario de Bioantropología y del Museo Arqueológico de Tenerife