Claro está que lo que hizo Cuscoy fue plasmar gráficamente las conclusiones de una de las polémicas más apasionantes que jamás haya tenido lugar en la historiografía de Canarias, aquella que veinte años antes tuvo como protagonistas a Buenaventura Bonnet Reverón, por un lado, y a Elías Serra Ráfols y Leopoldo de la Rosa Olivera, por otro, y en la que se dilucidaba nada más y nada menos que la existencia de aquellos menceyatos que muchos consideraban que simplemente respondían a una concepción romántica que poco o nada tenía que ver con la veracidad histórica.
En 1938, Buenaventura Bonnet sostenía en su trabajo “El mito de los nueve menceyes”, publicado en la Revista de Historia, que losnueve reinos en que había estado dividida la isla de Tenerife habían sido únicamente un mito. Pero cuando el referido autor se posicionó sobre tan delicada cuestión desconocía que Serra Ráfols y Leopoldo de la Rosa, en una suerte de labor de “arqueología” de archivo, estaban comenzando a desempolvar documentos de un valor incalculable sobre la conquista y su etapa justo posterior, conservados todos ellos en el Archivo Municipal de San Cristóbal de La Laguna y de los que tenían conocimiento de su existencia por ser algunas de las fuentes documentales referenciadas por Juan Núñez de la Peña en su Conquista y Antigüedades de las islas de la Gran Canaria…(1676), autor demonizado por José de Viera y Clavijo, quien considerándolo un pésimo genealogista extendió esta visión negativa a su condición de historiador. Sobre la intrahistoria de este momento clave en la historiografía de Canarias nos da buena cuenta Alejandro Cioranescu en Homenaje a Leopoldo de la Rosa. Su vida y su obra: “Leopoldo de la Rosa conservaba en su poder algunos papeles relacionados con su familia. Algunos de los antepasados más indirectos blasonaban de descender de uno u otro de aquellos reyes fantasmagóricos […] Aprovechando su situación de secretario del ayuntamiento de La Laguna dedicó sus momentos de ocio a los libros de datas conservados en el archivo municipal y a los que nadie había prestado atención después de Núñez de la Peña. Se encontró con que documentos oficiales y auténticos, contemporáneos de la conquista, hablaban del reino de Anaga, de Adeje, de Taoro, y de los demás hasta el número de nueve, que era el de la tradición […] Se fue a confesar sus dudas a Serra Ráfols, a quien la novedad no dejó de llamarle la atención […] Se demostraba que Bonnet tenía razón, cuando negaba la realidad de las genealogías y de las identificaciones de reyes guanches, aprovechadas por Viera y Clavijo en base a una larga y constante tradición; pero se equivocaba el mismo [Bonnet], cuando echaba en el mismo saco [a] los reyes y sus reinos, ya que se certifica por documentos […] que los nueve reinos de Tenerife habían existido sin lugar a dudas…”.
En cualquier caso, resulta evidente que después del proceso de conquista militar los menceyatos como entes político – administrativos habían desaparecido. Pero, ¿y cómo entidades culturales.? Son muchos los documentos de la postconquista que prueban que los topónimos que hacían alusión a aquellos antiguos menceyatos seguían utilizándose. Sin ir más lejos, en Las datas de Tenerife se nos hacen hasta familiares los nombres de Icod, Güímar, Taoro, Tegueste, Anaga, Tacoronte, Abona, Daute y Adeje, los cuales son definidos como “reinos”, “términos”, “pagos”, “bandos” o “lugares”, indistintamente, en aquellos cuadernos donde quedaron recogidas para siempre las líneas maestras del proceso de repartimiento de tierras ejecutados – bajo la supervisión de Alonso Fernández de Lugo – por Guillén Castellano, Fernando de Trujillo, Lope Fernández y Pedro de Vergara.
El hecho de que aquellos menceyatos fueran denominados con tan variada terminología refleja, por un lado, la natural indefinición, en un momento de transición, de cómo debían considerarse unos territorios dominados militarmente y no tanto culturalmente y, por lo tanto, ya conocidos o en fase de conocerse; por otro, la implantación de los mismos en el imaginario colectivo de la nueva sociedad que se estaba conformando y en la que también participaba la vieja, hasta el punto de que en ningún momento se aprecia una clara intención de aplicar una “damnatio memoriae” [condena de la memoria], en el decir y proceder de los antiguos romanos, con el objetivo de borrar de la faz de la Tierra cualquier atisbo de la existencia de aquellas organizaciones territoriales. Se utiliza el menceyato para desactivar el poder político, pues, como veremos más adelante, algunos menceyes bautizados en Almazán – Diego de Adeje y Diego de Daute – retornaron reubicándose en territorios que no siempre se correspondían con los dominios de lo que habían sido sus antiguos menceyatos, hecho que los debilitaba ante sus conciudadanos y les llevaba a integrarse, con privilegios, en la nueva sociedad. Pero, también, como elemento clave para la evangelización: los menceyatos de la postconquista, especialmente el eje Guímar – Taoro con la zona de transición entre ambos, esto es Aguere,fueron testigos de excepción del establecimiento de los primeros lugares de culto cristianos suplantando a los anteriores aborígenes, lo que permitía a la población de aquellos lugares el que siguiera aferrada a su entorno. Permanece el topónimo, tanto para conquistadores como para conquistados, no solo como recuerdo sino como una alusión a lo que podríamos llamar unas entidades territoriales y culturales. ¿Tal vez una nueva fase dentro del proceso de sincretismo religioso iniciado con la sustitución del culto a Canopo por la imagen de Nuestra Señora de Candelaria.? Es necesario hacer hincapié en que José Barrios en su tesis doctoral Sistemas de numeración y calendarios de las poblaciones bereberes de Gran Canaria y Tenerife en los siglos XIV – XV, siguiendo los pioneros estudios de Viviana Pâques sobre la incidencia ejercida por el calendario lunar en las sociedades bereberes del Norte de África, esto es, el culto a la estrella Canopo, los extrapola al ámbito de Canarias, confirmando resultados similares en La Gomera – fortaleza de Chipude -, Gran Canaria – Teror -, y, por supuesto, Tenerife – en Güímar, menceyato donde se instauró el culto a la Virgen de Candelaria -, a partir de las descripciones que de aquellos pueblos de origen bereber establecidos en Canarias hicieron Urbano V (1369), Ibn Jaldún (1378), Alvise de Cadamosto (1450) y Diogo Gomes de Sintra (1485).
Si como hemos visto en el caso concreto de Tenerife, se sustituyó gradualmente una deidad por otra, ¿no es posible que se hiciera lo mismo con las organizaciones territoriales, lo que implicaría el mantenimiento al menos temporalmente de aquellos menceyatos.? Claro que en el caso de haber sido así, esta segunda fase solo hubiera tenido sentido en el caso de que bastante más población aborigen – guanches, canarios y gomeros – de la que se ha considerado hasta ahora hubiera sobrevivido a la acción directa de los conquistadores y, sobre todo, al imperialismo ecológico encarnado en la “modorra”. De haber sido así, su protagonismo en la conformación de la nueva sociedad hubiera sido mayor. Al tradicional planteamiento de la poco menos que desaparición de la población guanche contribuyen las cifras aportadas por Pedro Gómez de escudero en Canarias. Crónicas de su conquista, quien estima que solo en la batalla de la Matanza de Acentejo, perecieron 2.000 guanches, y que contribuye a trazar un panorama desolador al respecto. Por su parte Ca da Mosto, en su Relato de los viajes a la costa occidental de África, cifra en 15.000 los habitantes de la isla de Tenerife en aquellos tiempos, mientras que Zurara en Chronique de Guiné aporta el dato de la presencia en Tenerife de 6.000 hombres de pelea. En cualquier caso, dudosas son las fuentes de las que bebieron todos los autores referidos más arriba para aportar tales cifras.
Contamos, sin embargo, con otras fuentes que, aunque ya de sobra conocidas, tal vez puedan aportarnos una nueva visión al respecto. La primera a la que acudiremos es el juicio de residencia al que fue sometido, en 1509, el adelantado Alonso Fernández de Lugo, proceso milagrosamente conservado en su totalidad en el Archivo Municipal de San Cristóbal de La Laguna y transcrito y sometido a un severo estudio crítico por Elías Serra Ráfols. Los juicios de residencia, procedimiento judicial del derecho castellano e indiano consistente en la revisión de las actuaciones del gobernador – aunque bien es cierto que en Tenerife el gobernador poseía el cargo vitaliciamente a pesar de lo cual igualmente eran sometidos a este mecanismo de control -, han adquirido una nueva dimensión como fuente documental a partir de los postulados de Alfredo Jiménez Núñez, reivindicándolos como documentos etnohistóricos, reveladores del interés de la corona – téngase en cuenta que al juez de residencia lo nombraba el rey – por sus territorios y con el objetivo de corregir abusos en beneficio de la población aborigen, erigiéndose en un verdadero testimonio de contextos sociales y culturales y de conflictos de intereses legítimos e ilegítimos.
Pues bien, en el memorial de descargo nº CXLVI de la ya referida residencia aplicada a Fernández de Lugo, se da a entender la dificultad para atraer población foránea que poblase la isla: “iten si saben que al tiempo e sazón que esta isla se ganó o se començó a poblar no avía quien quisiese venir a poblalla e por que [para que] se poblare convenía que se tolerasen e sufriesen algunas cosas, por que de otra manera no se poblara ni oviera quien en ella quisiera bevir…”. Impresión que es corroborada por todos los testigos llamados a declarar, entre ellos Alcaraz, quien declaró que “al tiempo que esta isla se ganó pocos avían gana de venir a vecindarse en ella e que algunos venían e no se contentaban e se volvían e que les paresce que por averse de poblar se debía tolerar e moderarse algunas cosas”. Igualmente revelador es el testimonio de Suárez Gallinato, quien manifestó “que sabe que convenía para la población de la dicha isla tolerar las cosas e non llevadlas por rigor de justicia por que si se hiciera como en tierra [en la Península] no estoviera la isla tan poblada como está”. En ambas respuestas se intuye una suerte de improvisación de las autoridades locales para solucionar el problema de la ausencia de potenciales pobladores frente a la normativa oficial que establecía la obligación del colono de asentarse en la isla con familia y casa poblada. ¿Tal vez, como ya se había hecho durante el proceso de la conquista militar, reclutando a un más que considerable número de aborígenes de Gran Canaria? O, ¿tal vez, siguiendo la hoja de ruta de una política evangelizadora, convirtiendo en nuevos colonos a una población guanche más numerosa de lo que tradicionalmente se ha considerado? O, planteándolo de otra manera, ¿en 1496, la cifra de 6.000 guanches que dice la tradición que sobrevivió a la conquista militar era una cifra tan reducida para la época? Con respecto a las dos últimas cuestiones – la primera no ofrece duda alguna en la documentación conservada de la postconquista, remitiéndonos nuevamente a las datas y a los protocolos notariales de Los Realejos -, nos remitiremos ahora al estudio crítico que Serra Ráfols incluyó en su edición de Acuerdos del Cabildo de Tenerife 1497 -1507. Al referirse a los guanches, Serra sentencia que “…si dejamos hablar lealmente a los documentos contemporáneos, no jugaba ningún papel la instrucción y evangelización de esos indígenas […] No encontramos jamás la menor alusión a un trabajo de catequesis, de conquista moral, como a la que continuamente se refieren los capellanes de Béthencourt [en Le Canarien]”. Claro que el exacerbado celo que emplea Serra en sacar conclusiones generales a partir del análisis exclusivo del documento en cuestión le hace olvidar el anterior episodio del eremitorio de Guímar y la misión desplegada por un grupo de misioneros franciscanos jienenses liderados por fray Alfonso de Bolaños, tan profusamente documentada por Rumeu de Armas en La Conquista de Tenerife. Visto así, este proceso más que la brusca asimilación que plantea Serra, da la impresión que responde más a un proceso de sincretismo religioso gradual, planteamiento que se refuerza una vez que se lee el contenido del repartimiento nº 49 del Libro V de datas originales, fechado en 1502 y en el cual se incluye un acuerdo celebrado entre el Adelantado Alonso Fernández de Lugo y el Cabildo Catedralicio de Gran Canaria para establecerse en Güímar – téngase en cuenta lo que ellos suponía para el culto allí establecido en torno a la imagen de Nuestra Señora de Candelaria – y Taoro, a la sazón los dos términos, antes menceyatos, con mayor número de población guanche antes y también después de la conquista. El repartimiento al que aludimos no tiene desperdicio pues en el mismo se establece que “…los susodichos provisor y prior se obligaron […] por virtud del dicho poder que aquí [en Tenerife] residirán y servirán ocho personas eclesiásticas, que es a saber, dos divinidades, tres canónicos y tres racioneros […] e que tales personas sean obligadas a venir y residir en el servicio susodicho desde San Juan de junio primero que viene en un año y el Cabildo [de la Iglesia de Canaria] sea tenido de los de enviar [enviarlos] […] Todo lo cual, el cabildo sea obligado de hoy para siempre jamás”. Resulta evidente que esta acción del Adelantado sí deja entrever una intención de reforzar el culto entre todos aquellos guanches que ya habían sido bautizados o entre aquellos que todavía no lo habían sido. Por tanto, descartamos sentencias tan categóricas como aquella que dice, “…estaban muy lejos de la mente de Lugo y sus compañeros las preocupaciones de Fray Juan de Baeza y la nave misionera que había soñado para conquistar las islas, hacía más de medio siglo”, vertida por Serra en los ya referidos Acuerdos del Cabildo de Tenerife 1497-1507. Más bien al contrario, el planteamiento de una hoja de ruta evangelizadora en el eje Güímar-Taoro venía a corroborar, primero, la persistencia de ambos menceyatos y, segundo, albergaba toda una simbología: desde el bando de paz por excelencia, Güímar, se procedía a continuar evangelizando al bando de guerra más paradigmático,Taoro, aquel donde, siempre siguiendo las datas de Tenerife, “derriscó Bentorrey [rey Bentor]”.Tal propósito evangelizador hace que no sea descabellado pensar en la presencia de una población de guanches y canarios más que aceptable. De no ser así, ¿qué sentido hubieran tenido teniéndose en cuenta que el resto del contingente poblacional que estaba llegando a la isla era mayoritariamente cristiano?
Estas modestas aportaciones documentales sobre la presencia de población aborigen y especialmente guanche en la postconquista de Tenerife puede que hayan encontrado su confirmación en los estudios de una disciplina que, hasta hace bien poco, nada tenía que ver con la historia: la genética. Los recientes estudios realizados en este campo por la doctora Fregel muestran que el 22 % de la población tinerfeña actual porta un ADN mitocondrial aborigen, esto es, una ascendencia de población bereber del norte de África por línea maternal.
Dichas evidencias científicas no han podido, sin embargo, mitigar la idea instaurada en el imaginario colectivo sobre el genocidio de la población aborigen, debate que fue incluso llevado al seno del Parlamento de Canarias, en sesión celebrada en 10 de mayo de 2017. La polémica generada por los “cuadros de la humillación” de Manuel González Méndez, los cuales adornan el salón de plenos del Parlamento de Canarias, se tradujo en la propuesta por unanimidad para que en todos los museos arqueológicos insulares haya secciones espaciales donde se recuerde y se estudie el “genocidio” guanche a manos de los conquistadores del archipiélago.
Pero, ¿de dónde proviene esta concepción del genocidio? Tal vez sus orígenes haya que buscarlos en una interpretación errónea del desarrollo del epígrafe “Lamentable extinción de la nación guanchinesa”, incluido en Noticias de la Historia General de las Islas Canarias de José de Viera y Clavijo. En el mismo comenta el polígrafo de Los Realejos que “cuantos se interesan por la antigua nación de los guanches y quisieran ver subsistente con algún lustre la estirpe de aquellos soberanos […] no podrán dejar de sentir que en esta parte fuese tan injusto el modo de pensar de nuestros primeros pobladores y colonos. Lejos de dispensar su protección y sus respetos a aquellas familias desgraciadas […] trataron [a] toda la nación con desprecio increíble; de tal manera que la pobreza, la timidez, el abatimiento y, lo que es más que todo, la inclinación heredada a una vida salvaje y errante, fueron causas que concurrieron a la destrucción de las reliquias de un pueblo que se había salvado de la modorra y de la guerra”. La última frase descarta la posibilidad, si acaso remota, del genocidio, y Viera y Clavijo está planteando con toda claridad el escenario de un “etnocidio”, esto es, la destrucción de la cultura del pueblo guanche – nunca el exterminio de la raza -, y la cultura, siguiendo los parámetros de su tiempo, formaba parte del concepto “nación”. Prosigue Viera y Clavijo con el desarrollo de tan célebre epígrafe recordando aquellas reflexiones de Sprat sobre los guanches en su obra Historia de la Sociedad Regia de Londres, indicando que “…aquella gente ha cesado ya de formar cuerpo de nación, y se pueden decir que no existen en Tenerife otros verdaderos guanches que las momias…”. El de Sprat es el epitafio del etnocidio guanche e, inevitablemente, implica un reconocimiento del criollismo.
Para bien o para mal, la sombra de Viera y Clavijo ha sido alargada en el tiempo y ha provocado un estado de confusión que todavía aun hoy perdura, especialmente cuando se traslada el debate de los menceyatos al de los menceyes. Nuevamente, aunque ahora directamente y no debido a erráticas interpretaciones, contribuye a crear el mito del destierro de los menceyes tras la conquista. Así vemos como en sus Noticias…, y siempre con la intención de negar a Juan Núñez de la Peña, cuando narra el episodio del bautismo de los menceyes en la Villa de Almazán nos dice que “nos asisten buenas razones para dudar si acaso les permitieron retornar a su patria [a pesar de que] Núñez de la Peña lo asegura. Con todo es más que probable que la política de aquellos tiempos se opuso a este género de piedad […] No era entonces máxima muy corriente dejar en un país recién conquistado [a] sujetos que con facilidad podrían ponerse a la cabeza de los malcontentos o díscolos […] Y si todos los reyes bárbaros regresaron a Tenerife, ¿Cómo no se encuentra habérseles repartido tierras para subsistir con el correspondiente decoro?”. Sin duda alguna, los esfuerzos de Viera y Clavijo por extrapolar las técnicas del repoblamiento de la reconquista en la Península establecidas desde los tiempos de Alfonso X el Sabio a Canarias le llevan a distorsionar la realidad; a ello habría que añadir su desconocimiento del juicio de residencia al que fue sometido Fernández Lugo y al que ya nos referimos más arriba.
Frente al planteamiento del destierro de los menceyes, desde tiempos de Núñez de la Peña ha habido una corriente que ha tendido a pensar exactamente lo contrario. ¿Qué fue lo que dijo al respecto el cronista lagunero? En el capítulo XVI de su Conquista y Antigüedades de las siete islas de Canaria Núñez de la peña afirma que en el año de mil quatrocientos y noventa y siete, llevó el adelantado los nueve Reyes a la presencia de los Católicos Reyes, que se holgaron de verlos, y fueron bien recibidos, y sus majestades les hizieron muchas mercedes, y volvieron a Thenerife”. Las apreciaciones de Núñez de la Peña no cayeron en saco roto y así vemos como Rafael Torres Campos en un profuso discurso pronunciado en la Real Academia de la Historia, apoyándose en los estudios dados a conocer por el genealogista Rosendo García Ramos en el Diario de Tenerife-“Conquistadores y conquistados” y “Antigüedades Canarias”- y Berhelot, argumenta lo siguiente: “Merece rectificación [refiriéndose a Viera y Clavijo] en lo que niega [que los menceyes hayan retornado] porque Berthelot ha encontrado en las antiguas actas [de la isla de Tenerife], mención no solo del dicho Don Diego, mencey de Adeje, y de su hijo, Pedro, sino también de su primo, Juan Delgado, de don Cristóbal, mencey de Taoro, y de los menceyes de Güímar, de Anaga, de Tacoronte, de Abona, de Icod, de Daute y del hijo de éste”.
En el momento de la publicación del discurso de Torres Campos se desconocía la obra Historia del Pueblo Guanche, de Juan Bethencourt Alfonso – publicada muchos años más tarde -. Bethencourt, igualmente, criticó a Viera y Clavijo y rescató a Núñez de la Peña, argumentando que los menceyes fueron bautizados y retornados a la isla de Tenerife donde fueron premiados con tierras, recurriendo de nuevo a los estudios de García Ramos para probar tan trascendental cuestión, hasta el punto de atreverse a enumerar el nombre de los menceyes con sus nombres reconocidos después de la conquista – Diego de Adeje, Diego de Ibaute, Gaspar Hernández [Abona], Fernando Tacoronte, Pedro de los Santos de Anaga, Juan Tegueste, Cristóbal Hernández de Taoro y Juan de Candelaria [Guímar] -, faltando únicamente el del mencey de Icod, lo que ha hecho pensar a más de un historiador – entre ellos Rumeu de Armas en La conquista de Tenerife,tomando como base para su disertación la Historia del Rey don Fernando el Católico…de Jerónimo de Zurita – que éste fue el regalado por los Reyes Católicos al Conde de Rosas de los Caníbales, Francesco Capello, en aquel tiempo embajador de Venecia en la corte castellana, quien finalmente se lo cedió por presiones de las autoridades venecianas a la familia Pésaro, residente en Padua. No obstante, hay que advertir que las descripciones del régulo guanche que emigró a Venecia contenidas en el Diarii de Marino Sanudo, fuente en la que fundamenta su teoría Rumeu de Armas, son un tanto ambiguas.
La confirmación en Las datas de Tenerife de repartimientos de tierras a menceyes de los bandos de paces – véase Diego de Adeje -, y de los bandos de guerra – Diego de Ibaute [Daute], por ejemplo -, deshecha igualmente la teoría de que, acabada la conquista, únicamente se benefició a los menceyes de los bandos de paces, o lo argumentado, como ya hemos visto anteriormente, por Viera y Clavijo, a saber, que no era costumbre de la época dejar en un país recién conquistado a sujetos que con facilidad podrían ponerse a la cabeza de los malcontentos o díscolos. Al contrario, de lo que decía Viera, muchos de aquellos menceyes sí retornaron a Tenerife pero, eso sí, no a sus menceyatos de origen, hecho que desactivaba su teórico poder político. Así vemos como Diego de Adeje, antes Pelinor, a pesar de haber recibido entre sus repartimientos uno muy importante en Chasna, ubicado en el que fuera su menceyato, prefirió establecerse en Masca (Daute), mientras que el que fuera rey de Daute se estableció finalmente en Anaga. Todas estas complejas acciones ponen en entredicho aquella sentencia de Sabino Berthelot en Primera estancia en Tenerife (1820-1830), “Pelinor – mencey de Adeje – sufrió la ley de los vencedores, cuando en 1496 Fernández de Lugo invadió la isla [y] los dominios de los menceyes se repartieron entre los conquistadores”.
Los menceyatos se perpetuaron en el imaginario colectivo de la nueva sociedad porque antes habían sido utilizados como entidades territoriales y culturales que permitieron la desactivación del poder político, por un lado, y el reforzamiento del proceso evangelizador, por otro, constituyéndose en el germen para el posterior criollismo y donde, por lógica, la población aborigen siguió haciendo acto de presencia. A pesar de que la evangelización en Tenerife siempre se ha identificado con la fase del sincretismo religioso que podemos ubicar en Güímar, materializado con la sustitución del culto a la estrella Canopo por el culto a la Virgen de Candelaria – en contra de lo que en su momento argumentara Serra Ráfols en favor de un temprano proceso de asimilación -, no consideramos descabellado afirmar que hubo una segunda fase evangelizadora, continuadora de aquella primera, en el eje Güímar-Taoro, lo que simbolizaba la desaparición de los bandos de paces y de los bandos de guerra, asentando definitivamente las bases para el inicio de una cultura criolla. De los enfrentamientos constatados entre menceyatos por la apropiación del ganado y de las desavenencias entre habitantes de un mismo menceyato -una suerte de enfrentamiento entre “patricios” y “plebeyos”, al decir de Bethencourt Alfonso -, se pasa a la conformación de una nueva sociedad resultante del proceso de fusión de la población aborigen con la foránea que comenzaba a establecerse en la isla y con la consecuente pérdida de la cultura de la primera, esto es, el etnocidio en estado puro. Por eso, ante la petición de creación de secciones dedicadas al estudio del genocidio en los museos arqueológicos insulares, habría que inclinarse por crear secciones dedicadas al estudio del etnocidio, y no únicamente en los museos arqueológicos. Como hemos visto, la historia, la antropología y la genética algo podrían decir al respecto.
Jesús Duque Arimany
Historiador del Museo de Historia y Antropología de Tenerife