Ahora bien, independientemente de la respuesta que se haya dado a la cuestión inicial, no cabe duda que estas imágenes «tienen un significado especial en su momento y lugar»porque «una vez creadas, ejercen un poder magnético de atracción sobre otras ideas de su esfera; que pueden olvidarse de repente y recordarse de nuevo pasados siglos de olvido». Tomamos prestadas estas palabras del vienés Fritz Saxl (1890-1948), eminente historiador del arte y uno de los pioneros del método iconográfico, pues nos hablan de la capacidad que tienen ciertas representaciones figurativas para perpetuarse a lo largo del tiempo –independientemente de la función final que se les otorgue– (1), muchas de la cuales ocupan espacios concretos del hábitat humano, respondiendo a razones tan dispares como devoción, tradición, sensibilidad estética, ornato, quizás recuerdo… y donde la protección tampoco debe ser considerada como un motivo baladí.
En estos tiempos que corren –a tenor de las circunstancias sobrevenidas–, la morada se ha convertido en el espacio existencial primordial, el remanso de paz o reducto infranqueable que nos aísla de la realidad física exterior (que no de la comunicativa, sobre todo gracias a las nuevas tecnologías). Por un momento cierra los ojos e imagina que accedemos a una vivienda local, allí donde puedes ser testigo de una particular exposición. Un lugar donde los objetos se manifiestan como el testimonio material de nuestra existencia, algunos ensalzados por la pátina del tiempo, mientras que otros son tachados de banales, pues son hijos bastardos de la sociedad de consumo, quien parece tener la potestad de ponderarlos o denostarlos. No obstante, algunos de ellos se presentan revestidos de un carácter simbólico; aunque, eso sí hay que matizarlo, muchas veces desplazados de su contexto cultural original. Pero lo importante es que están ahí, ocupando el espacio que se les ha otorgado. ¡Quizás te sientas identificado en esta realidad singular! Un contexto donde lo “vernáculo” y lo “foráneo”, lo oriental y lo occidental, lo meridional y lo septentrional coexisten sin agravio alguno, y allí donde la profilaxis –explícita o velada (y en ocasiones re-velada)–, busca acomodo entre aquellos que se han convertido en sus custodios temporales. ¿Sabrías distinguirlos? En caso negativo, con este texto que presentamos en dos partes esperamos añadir un poco de luz a su desdibujada función primordial, así como a la de los ámbitos domésticos donde se manifiestan.
Comenzamos por la fachada, el “rostro de la vivienda”. Aquí, en este preciso lugar donde lo público y lo privado se solapan, podemos ver –junto a una ventana– un pequeño edículo con una impresión cerámica representando a San Pedro de Bethencourt; imagen acompañada de flores frescas y un velón rojo encendido. Se trata del reconocimiento hacia una representación sagrada local con propiedades taumatúrgicas y expresión devocional que –salvando los correspondientes matices culturales– no conoce de fronteras ni límites temporales. En este sentido, recordemos las innumerables representaciones protectoras que podríamos encontrar en las inmediaciones de la puerta –a lo largo y ancho del mundo– y bajo una variada morfología: antropomorfas, zoomorfas, quiméricas, astrales e incluso de naturaleza puramente geométrica.
A continuación, llegamos a la entrada de la morada, ámbito que se perfila como un espacio singular, habida cuenta de su manifiesta condición liminar entre la realidad mundana y la intimidad del interior. Un lugar bidireccional, de encuentros e interacciones entre semejantes, pero también punto de acceso de todo aquello que no se desea y que puede desajustar el equilibrio existencial de sus moradores. Por ello, no es de extrañar que una estilizada mano femenina, trastocada en un llamador de metal, se ubique sobre un cojinete de la puerta. ¿La identificas? Motivo figurativo introducido en las islas desde finales del siglo xix y que venía aparejado a los nuevos lenguajes arquitectónicos procedentes de Europa; no en vano, en su esencia evoca las aldabas marroquíes que representan la denominada “Mano de Fátima” –también conocida bajo el nombre de Khamsa, Hamsa o Jamsa–, símbolo polisémico entre cuyas funciones tiene cabida la de alejar las enfermedades, además de repelente contra el mal de ojo”(2).
Acto seguido, nos percatamos que las jambas, el dintel, así como el chaplón de la portada no son excluidos dentro de este complejo sistema, pudiendo recordar las indicaciones rituales dadas a Moisés por Yahvé para conjurar una de las Plagas de Egipto, untando con la sangre sacrificial de cordero o cabrito parte de dichos elementos constructivos (Ex 12, 7). Además, en este espacio tampoco es descartable que se recurriese a otro tipo de representaciones simbólicas de protección, siendo en este caso el cristianismo quien también halló en los motivos cruciformes un elemento disuasorio recurrente (3).
Proseguimos nuestra singular ronda, atravesamos el umbral y nos percatamos que detrás de la hoja batiente pende una cabeza de ajo realizada en cerámica. Un souvenir griego que aleja las maldiciones; pues –todavía hoy– en algunas partes de la geografía helénica espetar a alguien: –¡Ajos en tus ojos! es de lo “peorcito” que se le podría desear…
Ahora nos adentramos en el hábitat y llegamos a la sala de estar, lugar de encuentros, agasajos y el merecido relax. Sin embargo, un rítmico tic-tic-tic nos hace volver la vista hacia un aparador. Sobre éste, una efigie felina –dorada como una bola de Navidad– mueve un brazo acompasadamente gracias a la energía que le proporcionan un par de pilas. Este reluciente autómata es un “préstamo” japonés a la cultura china: Zao Cai Mao o Maneki Neko en la lengua del sol naciente. Pero, muy al contrario de lo que muchos piensan, no se trata de un gato que nos saluda; más bien invoca a la fortuna para que acceda al recinto donde se halla emplazado (4). ¡Sorprendente! ¿No? Pues bien, junto a dicha efigie también encontramos –colgada de la pared– una máscara de madera pigmentada desprovista de su ornamentación original de plumas y fibras naturales, al tiempo que nos llama poderosamente la atención por el número inusual de cuencas oculares que horadan el esquemático rostro. Esta singular fisonomía revela su condición de “máscara de vigilancia”, perteneciente a la etnia Grebo de Costa del Marfil (5); utilizada en su momento para potenciar el sentido de la vista de quien la portaba y evitar que ningún extranjero ni persona indeseable se inmiscuyera en la ceremonia ritual donde era un elemento activo. No obstante, hoy guarda otro secreto, pues se ha convertido en el disimulado emplazamiento de una cámara conectada con el servidor de una multinacional de seguridad privada. ¡Un ojo dentro de otro ojo! Embelesados por este ejemplo de “hibridación tecnológico-cultural”, volvemos a la realidad gracias al perfume que desprende una vela encendida, comprada en una gran superficie escandinava. Su destinatario es una figura de resina policromada del médico venezolano José Gregorio Hernández, personaje en proceso de beatificación, con cierto arraigo cultual en el contexto insular y testimonio de nuestros vínculos con aquella tierra americana. Asimismo, el efigiado aparece con su bata blanca de galeno y un reluciente fonendoscopio, singular iconografía de la que se desprende que es invocado cuando la salud se quiebra.
Concluimos, por ahora, destacando una cuestión que nos parece interesante mencionar y es que –como se comentó con anterioridad– las ofrendas lumínicas que se dan cita en esta singular vivienda tienen incorporadas fragancias concretas; pero en este caso ya no son de sándalo, incienso o copal, porque los nuevos miembros de este ecléctico “panteón doméstico” gustan de aromas actuales como la vainilla, el regaliz o quizá el chicle. ¡Algo digno de reflexión!
José Manuel Padrino Barrera
Técnico del Museo de Historia y Antropología de Tenerife