La televisión hace posible que, un año sí y el otro también, llegue a los hogares una película que se ha convertido en algo así como «el quinto evangelio». Nos referimos, claro está, a «Ben-Hur» (1959), cuyo subtítulo responde al de «Una historia de los tiempos de Cristo», como la novela homónima de la que procede – escrita por Lewis Wallace a finales del siglo XIX -, y de la que argumentalmente, en parte, es deudora. Si se hace el esfuerzo de visionar las críticas existentes sobre “Ben-Hur” desde el día de su estreno hasta la actualidad, no se puede por menos que caer en la cuenta de que todas ellas se repiten hasta la saciedad, tanto las favorables como las desfavorables. La crítica hollywoodiense, casi sin excepción, la encumbró argumentando que era la película más premiada, la primera épica intimista y la que contenía en su metraje una carrera de cuádrigas considerada como “la mejor secuencia de la Historia del Cine”. Por su parte, la crítica “seria” europea, dominada por los postulados de la Nouvelle Vague, haciéndose especialmente visible en la revista Cahiers du Cinema, la consideró una película de estudio y un mero producto comercial, en las antípodas del cine de autor, hecho que acabó con la reputación en Europa de su director, William Wyler, hasta ese momento uno de los cineastas de Hollywood más valorados en el viejo continente; además, se la consideró excesivamente larga y dominada por interpretaciones excesivamente hieráticas. En esta última línea incidió Michelangelo Antonioni, argumentando que en secuencias muy largas los actores se miraban mucho… ¡pero no hablaban!
Han pasado ya sesenta años desde su estreno, y la película, liberada ya de todos los condicionantes que la vieron nacer, sigue tan vigente como el día de su estreno, coincidiendo todos sus admiradores en que “es algo más que una carrera de cuádrigas”. Llama poderosamente la atención el que, hasta la fecha, no se le haya estudiado como un paradigma del imaginario colectivo. Probablemente porque el Cine, aun siendo reconocido como el Séptimo Arte, sigue estando considerado como un arte menor en los ámbitos académicos y, habitualmente, se considera que su campo de estudio está reservado para los críticos de cine y, ocasionalmente, para algunos historiadores del arte. Son escasos los estudios que sobre el Cine han hecho la Sociología, la Antropología Social y la propia Historia.
Después de verse el logo de la Metro Goldwyn Mayer, una voz en off nos dice: «En el año del nacimiento de Cristo, Judea llevaba casi un siglo de dominación romana. En el séptimo año del reinado del César Augusto, un decreto imperial ordenó a todos y cada uno de los judíos que volvieran a sus lugares de nacimiento para ser empadronados y para que se les fijaran los impuestos. Las sendas que muchos de ellos habían de recorrer convergían a las puertas de su metrópoli, Jerusalén, corazón atribulado de su patria. La vieja ciudad estaba dominada por la torre Antonia, sede del poder romano, y por el gran templo de oro, signo externo de una íntima e imperecedera fe. El pueblo, aunque observaba las prescripciones del César, seguía aferrado a sus viejas tradiciones y creencias y recordaba constantemente los augurios de sus profetas de que algún día nacería el Mesías, que les traería la salvación y la perfecta libertad».
Esta introducción que escuchamos por boca de Baltasar de Alejandría, uno de los personajes secundarios pero decisivos en la vida de Judá Ben-Hur, es toda una declaración de intenciones, puesto que además de situarnos en el contexto espacial y temporal de la trama – la Judea del año I de nuestra era -, es sobre todo un émulo de todas aquellas historias que, de generación en generación, se transmitían oralmente, convirtiéndose finalmente en la historia de la comunidad que las vio nacer, como sucedió con el judaísmo, primero, y con el cristianismo después, culminando posteriormente en sendos relatos escritos.
En “Ben-Hur”, no vuelve a utilizarse el recurso de la voz en off, pero sí se utilizan personajes secundarios, véanse Ester, el ya mencionado Baltasar y el tribuno Sexto, para que se conviertan en fuentes de información para el protagonista y para el espectador, sobre la existencia de un enigmático personaje cuyas ideas no encajan en los parámetros ni del conquistador romano ni del nacionalismo judaico, al tiempo que anuncian el advenimiento, claro está, del cristianismo. Estas referencias que el protagonista escucha pero no ve, a pesar de que paradójicamente tiene tres encuentros con el mismísimo Cristo sin él saberlo – dos cara a cara y otro desde la distancia -, otorgan un grado de credibilidad más que aceptable y no cae en ortodoxias excesivamente subjetivas y dogmáticas. A ello contribuye sobremanera el hecho de que en ningún momento se muestre en pantalla el rostro del hombre de Nazaret y que pronuncie palabra alguna. En cierto sentido nos encontramos ante un recurso muy próximo al célebre “McGuffin” de Hitchcock, esto es, una excusa argumental que motiva a los personajes y al desarrollo de una historia. En este sentido pudiera considerarse que tal vez el Cristo de Ben-Hur sea el “McGuffin” más decisivo de la Historia del Cine.
Estos sencillos pero eficaces recursos son los que hacen que el espectador conecte de inmediato con la historia y con la “religiosidad” que se desprende de ella. La película actúa en este sentido como aquellas narraciones orales transmitidas de las primitivas comunidades con la fórmula de “lo sé…porque me lo dijo, no porque lo viera”, que terminaban por fabricar mitos religiosos en torno a los cuales se desarrollaba toda una simbología. El proceso asociativo culmina con la incorporación de una síntesis de la tradición iconográfica cristiana en las secuencias de la natividad, la Vía Dolorosa, el vía crucis y el sorprendente final que viene inmediatamente después de la secuencia del milagro, en la que divisándose a lo lejos el monte Calvario y sobre él tres cruces, se nos ofrece un primer plano de un pastor con su rebaño. Inevitablemente, nos remite – no por su contenido pero sí por su intención – a la iconografía sencilla pero contundente y directa inmortalizada en los frescos de las catacumbas y demás manifestaciones del arte paleocristiano.
La “ingenuidad” iconográfica concentrada en las secuencias enumeradas más arriba, objeto en su momento de las más exacerbadas críticas, se erige como un elemento decisivo en esa conexión del espectador con el mundo de la religiosidad popular y funciona de una manera similar al proceso de interacción iconografía – comunidad tan característico de la Semana Santa, en el que la estética juega, desde luego, un papel no menos importante.
Paradójicamente, el hecho de que “Ben-Hur” haya entrado a formar parte del imaginario colectivo de la Semana Santa se debe más a una casualidad que a un objetivo premeditado por parte de los creadores intelectuales del “producto”, ya que la película fue estrenada un 18 de noviembre de 1959. Pasados los años fueron sus continuas reposiciones en los cines durante las fechas de Pascua lo que hizo que, paulatinamente, fuera encontrando un lugar de honor en aquellas y que su recuerdo se perpetuara finalmente en los pases televisivos. Y dicha paradoja la tenemos que hacer extensiva a su título: “Ben-Hur. Una historia de los tiempos de cristo”. Porque, en efecto, la historia se desarrolla en la Palestina del siglo I de nuestra era cuando en el seno del judaísmo surge el cristianismo, pero no hay que perder de vista la perspectiva de que el tema central de la historia es la venganza, la de un amigo, Mesala, sobre otro amigo, Judá Ben-Hur. Visto así, el recurso Hitchcockiano del “McGuffin – Cristo”, ahora es cuando adquiere todo el sentido y, de ahí, sus apariciones puntuales pero decisivas en la vida del protagonista. El protagonista parece que va a morir de sed en el desierto después de ser condenado a galeras por Mesala, y, de pronto, alguien le da agua y le salva la vida. El protagonista, después de la gran carrera, tiene una cita con Pilato en la que vuelve a peligrar su vida, y de repente, alguien desde una montaña advierte ese peligro y lo sigue con la mirada. ¿Tal vez ha detectado que es el odio el que guía su vida? Finalmente, el protagonista, en el vía crucis, cuando va a auxiliar al necesitado que carga con la cruz, se da cuenta de que es la persona que una vez le salvó la vida en el desierto . Sin lugar a dudas son tres encuentros decisivos, pero la historia ofrece muchas más aristas, es mucho más rica, girando eso sí, siempre en torno al tema central de la venganza: primero la de Mesala sobre Ben-Hur y, posteriormente, la de Ben-Hur sobre Mesala.
En este sentido, “Ben-Hur” vuelve a utilizar un recurso que la asocia de inmediato con el imaginario colectivo, y que no es otro que la elección y utilización de temas universales que siempre trascenderán al espacio y al tiempo y que, de inmediato, atraerán la atención de la comunidad a la que va dirigida, que se sentirá de inmediato identificada con ellos. No es descabellado pensar, entonces, que “Ben-Hur” se entronque con la tradición Shakespeariana, esto es, con la esencia del drama mismo, o si se prefiere, con el concepto acuñado por Richard Wagner de la “Gesamtkunstweerk”, es decir, “la obra de arte total”. El músico de Leipzig, de una manera visionaria, pensó que sí era posible integrar en una sola obra, y con el mismo rango, las seis artes: música, danza, poesía, pintura, escultura y arquitectura. El resultado de elle fueron sus majestuosas óperas. Eso sí, su concepción se topó con las limitaciones de la técnica de su tiempo – que sí pudieron ser superadas y plasmadas por el Cine -, y de ahí que le otorgase la máxima importancia a la música como hilo conductor y aglutinador del resto de las artes: todos los elementos sí, pero la música por encima de las demás. ¿Tiene algo que ver la “GesamtKunstenweerk” wagneriana y Ben-Hur? La respuesta es que sí.
La prueba más evidente la tenemos en las críticas de la Nouvelle Vague a las que aludíamos anteriormente. En su pasión por defender un tipo de Cine que estuviera lo menos contaminado posible por “otros elementos externos y ajenos al arte de la imagen en movimiento”, por complementarios que estos fueran, nunca llegó a comprender aquellas secuencias tan largas con multitud de figurantes y actores que en posición hierática se miraban mucho y hablaban poco. Evidentemente, por todo lo expuesto más arriba, las características narrativas y simbólicas de “Ben-Hur” no podían supeditarse a las propuestas experimentales de la Nouvelle Vague, de ahí que sus productores se aferraran al modelo de narrativa tradicional, al del drama y al de la ópera. Erich Wolfgang Korngold, un reputado compositor de óperas en los años 20 del siglo pasado y que, por avatares del destino, terminó en Hollywood, muy a menudo se refería a la música que escribió para el Cine como sus “óperas sin cantar”. Y ese precisamente fue el modelo que siguió “Ben-Hur”, el del “Cinema Opera”.
Aun siendo conscientes de que forzamos un tanto la comparación, es más que evidente que su estructura desprende las reminiscencias de una gran ópera. Antes de comenzarse a proyectar la película, mientras el público entraba en la sala se escuchaba una obertura musical que incluía los temas principales o leitmotivs, al más puro estilo de Wagner y de Puccini, que luego se irían desarrollando a modo de variaciones conforme a las diferentes situaciones que vivían los personajes para los que fueron escritos. A ella le seguía un preludio musical que ilustraba los títulos de crédito. E, igualmente, siempre siguiendo con el símil operístico, el intermedio volvía a ofrecer música, a modo de transición entre la primera y la segunda parte de la historia. De ahí que en todos estos intervalos la música no fuera meramente “decorativa”, sino que, al contrario, tuviera una carga dramática importante.
En “Ben-Hur”, la música incidental no solo “acompaña” a los personajes, sino, lo que es más importante, es capaz de retratarlos psicológicamente, revelándonos sus interioridades. La música, al igual que sucede en la ópera wagneriana, se erige entonces en el alma de la película, en el verdadero articulador del resto de los elementos. Solo así puede entenderse que en las secuencias de la natividad, la “procesión” de los condenados al puerto de Tiro, el remar de los galeotes, la batalla naval, el sermón en la montaña, el vía crucis, el milagro y el final apenas tengan diálogo y sea la música la auténtica protagonista, creándose auténticas coreografías, aquellas que tanto enojaron a la crítica de la “Nouvelle Vague”, que nunca quiso aceptar que Hollywood, tachado muy a menudo – y con razón -, de insustancial y superficial, también podía ser capaz de condensar lo mejor de la tradición dramática. ¿Quién dijo que la coreografía solo es posible en los géneros del ballet o del musical?
En esta ocasión, Hollywood puso los medios económicos, pero los postulados intelectuales provenían de Europa: William Wyler, el director, era de origen alsaciano y un consumado especialista en el melodrama; Cristoher Fry – que aunque no aparece en los títulos de crédito como guionista fue quien reelaboró los diálogos del guión de Karl Tunberg, Maxwel Anderson y Gore Vidal -, estaba considerado un gran shakeaspeariano y uno de los grandes dramaturgos de su tiempo; finalmente, Miklós Rózsa, el compositor de la banda sonora, formado en el conservatorio de Leipzig, capaz de combinar su habitual estilo postromántico, para las escenas dramáticas, con una invención de marchas romanas en un estilo pseudoarcaico, que, con el paso del tiempo, se han convertido para el imaginario colectivo en la música de la antigua Roma, con permiso de una de las marchas compuestas por Ottorino Respighi para su célebre poema sinfónico, “Los pinos de Roma”. Es como si todos ellos se hubieran conjurado para vengar a Wagner y al fin demostrar al mundo que la obra de arte total sí era posible.
La sabia combinación de las narrativas tradicionales con el drama wagneriano convierten a “Ben-Hur” en un paradigma del patrimonio común simbólico, capaz de retroalimentar transferencias culturales y proyecciones en una sociedad dominada hoy día por la conciencia individual.
Jesús Duque Arimany
Historiador del Museo de Historia y Antropología de Tenerife