«…Ninguna ciencia en cuanto a ciencia, engaña. El engaño está en quien no la sabe…»
Miguel de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Segismundo
La biodiversidad (riqueza de especies de fauna y flora) ejerce un papel fundamental en el funcionamiento de los ecosistemas y en el mantenimiento de los servicios que proporcionan dichos ecosistemas al ser humano: alimentos, madera, fibra, recursos genéticos, regulación del clima, régimen de lluvias, calidad del agua (Babst, 2019), polinización (agricultura) (Winfree et al., 2011; Fitch et al., 2019), recordemos que el 87% de las plantas del mundo, unas 308.000 especies, son polinizadas por animales (Ollerton et al., 2011); e incluso control de enfermedades (patógenos) (Hernández, 2019).
Los especialistas de la Convención sobre la Diversidad Biológica (CBD) y la Organización Mundial de la Salud (OMS) resumen los vínculos incuestionables que existen, entre biodiversidad y salud, en el informe Connecting Global Priorities: Biodiversity and Human Health (2015),de esta manera:“…La salud es el estado del completo bienestar físico, mental y social y no solamente la ausencia de enfermedades y afecciones…”, mientras que la biodiversidad es: “…variedad de organismos vivos que sustenta el funcionamiento del ecosistema y la prestación de los bienes y servicios que son esenciales para la salud y el bienestar humanos…”.
Pero, no olvidemos que alteraciones medioambientales (algunas muy significativas) reducen la abundancia de ciertos organismos, propician la multiplicación de otros, modifican la interacción entre ellos y alteran los vínculos de dichos organismos con sus entornos. Por tanto, los mentados servicios de los ecosistemas se pueden ver afectados por dichas alteraciones, incluyendo la manera en que se presentan las enfermedades infecciosas. Entre los procesos importantes que afectan a los reservorios y la transmisión de dichas enfermedades infecciosas cabe mencionar la deforestación, por ejemplo, que hace proliferar ciertas especies vectores de enfermedades, como mosquitos/garrapatas/pulgas/chinches o las carreteras construidas destruyendo bosques remotos, que aumentan la exposición a los agentes patógenos desconocidos (Eisenberg et al., 2006). Piénsese que algunas de las más devastadoras enfermedades infecciosas, incluidos el VIH y el Ébola, han surgido en el proceso de invasión del bosque/selva por el ser humano (Hatcher et al., 2012). Asimismo, influyen en estos procesos, el cambio en el uso de los suelos; los sistemas de riego, la urbanización caótica; la resistencia a insecticidas empleados para controlar ciertos vectores de enfermedades; la variabilidad y el cambio del clima; los viajes y el comercio internacional; la introducción accidental o intencional de especies exóticas o la llegada de otras que actúan agresivamente (en los nuevos espacios) como invasoras, pudiendo comprometer/alterar la salud humana (por múltiples vías), no solo portando agentes patógenos sino provocando el aumento de los locales (Cavicchioli et al., 2019).
Respecto a la relación de estos cambios globales con la salud (Amadi, 2018), es de interés conocer cómo las enfermedades causadas por parásitos, bacterias y virus -que se transmiten a través de hospedadores- están afectas por estos cambios. De acuerdo con la WHO (World Health Organization) esto causa unas 700.000 muertes/año, constituyendo el 17% de todas las enfermedades conocidas. Las mayores proporciones (número de casos) se sitúan en regiones tropicales y subtropicales y en aquellas poblaciones –desgraciadamente- con menos recursos. De hecho, se están llevando a cabo trabajos que permiten estimar el riesgo de infección a partir de datos de clima (análisis de series temporales) (Engelthaler et al., 1999; Hales et al., 2002; Brownstein et al., 2005; Afrane et al., 2006; Hettiarachchige et al., 2018), así como por revisión de colecciones históricas conservadas en museos (Suárez & Tsutsui, 2004; Pinto et al., 2010; Vo et al., 2011; Bradley et al., 2014; Rocha et al., 2014; Dieuliis et al., 2016) que nos descubren epidemias del pasado.
Muchas de las estrategias actualmente utilizadas para controlar estas enfermedades, en especial las de zoonosis, se basan en comprender la distribución de especies y comunidades, su transmisión, propagación y permanencia, como es el caso de la proliferación del mosquito hembra del género Anopheles, transmisor de malaria.Es decir, desarrollando proyectos de investigación sobre determinadas especies y su entorno (algo que no siempre ha sido valorado). Los beneficios de estas investigaciones repercuten en el bienestar general de la población y especialmente en la salud (Wood et al., 2017), entre muchas otras cuestiones, aunque en algunos casos no esté asumido completamente. Como los científicos han señalado repetidamente (Gross, 2020), existen muchos virus en la naturaleza que saltan la barrera de especies, llegan al ser humano y causan epidemias (léase el problemático coronavirus de reciente actualidad). Por ello, el respeto hacia la vida silvestre puede evitar nuevos desastres en el futuro. Invadir hábitats o cazar animales salvajes/exóticos para comercio ilegal de especies (con uso posterior en tratamientos medicinales no convencionales, como adornos/fetiches, o para alimento …) puede causar una epidemia, a través de pequeños organismos encubiertos que se hospedan en dicha fauna y cruzan muchos límites, no solo los de cadenas de especies, también los de países (Keesing et al., 2010; Muehlenbein, 2016; Ogden, 2018).
Por ello, según Tewksbury et al. (2014), estudiar/investigar determinados organismos (macroscópicos y microscópicos), quiénes, cuántos, dónde viven, de qué se alimentan, su comportamiento y papel en la ecología del Planeta, así como su interacción con el ser humano o con el clima, es algo vital en ciencia para la sociedad. Sociedad a la que se debe hacer llegar esa información de manera certera y precisa para conocimiento y tranquilidad del preocupado (y en ciertos casos aterrado) ciudadano.
No podemos olvidar que los descubrimientos científicos han cambiado a los individuos y las sociedades. Si bien, los avances y las aplicaciones científicas, resultados de investigaciones, siguen necesitando un marco de diálogo sostenible entre la comunidad científica, gestores y público en general. Todos los agentes implicados en divulgación de temas científicos deben ocupar a los ciudadanos en acercarse a la ciencia, respondiendo a todas aquellas cuestiones que forman parte del día a día de nuestra sociedad (Tewksbury et al., 2014). Véase proyecto El Museo responde (temáticas abordadas en web de Museos de Tenerife).
La percepción pública de la ciencia, y la inserción de la misma en nuestro modo de vida, cambia evidentemente en consonancia con el devenir/desarrollo de la historia. Esto es especialmente significativo puesto que, según cuenta Gropp (2017) en su reseña Applying Science, publicada en la prestigiosarevista Bioscience, algunos años atrás, siglo XIX, el público aceptaba los últimos descubrimientos científicos sin hacer demasiadas preguntas. En la actualidad, sin embargo, es diferente, al menos para el ámbito de la Biología, ya que el ciudadano (en general) quiere acceder a la información y mostrar posicionamientos en el desarrollo de aquellas cuestiones que tienen -o al menos se percibe tienen- potenciales efectos sobre nuestro desarrollo personal (salud, bioseguridad, medio ambiente). No es fácil dar a conocer/explicar ciertos procesos (siempre digo que es una obligación, no exenta de complejidad). Recordemos algunos episodios de nuestra vida cotidiana, de pasados estíos, de cianobacterias de coloraciones extrañas y olores fétidos (de origen ignoto para el profano que no para el científico) que invadían la costa, o densas calimas tiñendo de ocre hermosos cielos azules, casi impidiendo la respiración (ahora con más frecuencia que antaño, pero desde siempre conocidas) y que pueden desplazar contaminantes, alergógenos o patógenos …desde regiones remotas, aunque también pueden fertilizar oceános y zonas boscosas lejanas con partículas minerales.
Seamos optimistas, un reciente estudio publicado por la revista Science (Jackson, 2018) de curioso título: The public mostly trusts science. So why are scientists worried? señala que, desde 1979, siete de cada diez americanos creía que los resultados de los proyectos de investigación científica eran más positivos que negativos para la sociedad. Por tanto, se congratulaba el autor de esta visión que contrastaba con el desánimo de algunos colectivos de investigación en aquellos momentos. En esa misma línea se expresaban otros autores, señalando la necesidad de que los jóvenes crecieran con una visión no distorsionada de la ciencia (de ahí la importancia de la divulgación), lo que implicaría futuros ciudadanos con posicionamientos rigurosos respecto a cuestiones donde los científicos tienen la palabra (deben tenerla).
Estos días tan extraños que estamos viviendo, plenos de cambios ambientales rápidos, extremos y virulentos, con científicos que nos alertan de alteraciones significativas en el clima (con afectaciones en varios aspectos no solo de la naturaleza, sino de nuestro modus vivendi) y riesgo de enfermedades de nueva aparición que modifican (de manera grave) nuestra vida cotidiana, léase gripe aviar, SARS, Covid-19 o Ébola, por citar solo algunas… la mirada de la sociedad, diríase más que nunca, se centra en los científicos y eso nos debe hacer sentir orgullosos y comprometidos pero, al tiempo, muy responsables en nuestro trabajo. Curiosamente, encuestas llevadas a cabo entre amplios sectores de la sociedad señalan como crece, cada día, la confianza pública acerca de que los investigadores trabajan por el bien general (Science News, Daigle, 2019). Cabe pensar que el éxito siempre está de la mano de los equipos multidisciplinares (Gropp, 2019) que resuelven problemas, ensanchando conocimiento, dado que los problemas, especialmente los difíciles, tienen soluciones complejas que abarcan más de una disciplina.
De acuerdo con lo expresado –recientemente- por un brillante articulista en relación al ensayo de un erudito que había leído…Saber por saber es el mejor blindaje del futuro…la creación/generación de conocimiento es la mejor prevención…
Y es que debemos pensar que el científico para elaborar su trabajo, no solo necesita dinero (que lo necesita) (financiación/infraestructura/apoyo), también precisa tiempo, espacio y sosiego y vienen a mi mente, las palabras de la eminente Dra. Salas, recientemente fallecida, en relación al tempo de la ciencia, es decir,la exigencia que se hace a la ciencia de obtener resultados de forma inmediata respecto a la inversión presupuestaria, sin esperar los años precisos que la reflexión experimental necesita, además de la aplicación si la hubiere… De acuerdo con el científico Bachiller (2020), en un reciente artículo titulado: Ciencia, celeridad y fraude… la frenética carrera que está teniendo lugar en las investigaciones sobre el coronavirus es clara muestra del dinamismo del medio científico, pero también hace pensar sobre los riesgos que supone la necesidad de obtener y publicar resultados a toda velocidad. La epidemia (coronavirus) es una circunstancia excepcional que está sometiendo a los científicos a una presión, si bien como establece Bachiller (op. cit.) dicha presión en menor cuantía está presente en el mundo científico en todo momento, es muy habitual (léase, acceso a puestos de trabajo, número de publicaciones para currículo, obtención de financiación para proyectos, uso de determinadas instalaciones…).
A esto hay que añadir la necesidad/utilidad de contar a la sociedad esos descubrimientos (en un lenguaje más accesible), apoyando la divulgación de los conocimientos de manera veraz, seria, aunque de forma sencilla y clara de absorber por cada uno de los ciudadanos/as, e integrarlos (por múltiples vías), por ejemplo, en proyectos de citizen- science u otro tipo de actividad.
Cierto es que, en la actualidad, con las nuevas tecnologías, la colaboración digital con científicos permite al ciudadano en ocasiones participar en los proyectos –protocolos de información de datos- que facilitan hacer la ciencia potencialmente accesible para todos (Silvertown, 2009). De acuerdo con Hernández (2018), el asunto no es baladí (Rasmussen & Prys-Jones, 2003; Dalton, 2005; Corado, 2005; Olson, 2008; Boessenkool et al., 2010, fide Hernández, 2018), ya que desarrollar e implementar datos en proyectos en colaboración con la ciudadanía requiere un considerable esfuerzo (Bonney et al., 2017), demostrándose además que puede estar focalizando preferencias sociales sobre determinadas temáticas e ignorando otras (Troudet et al., 2017). Implica control/coordinación exhaustiva y rigurosa y -lo principal- validación de la información, acatando las pautas establecidas por los responsables (Venkatraman, 2010; Bonter & Cooper, 2012; Burton, 2012).
Pero hay otros serios peligros, según un trabajo reciente de Hopf et al. (2019), los ordenadores, internet y las redes sociales permiten que cada individuo sea un editor, comunicando información verdadera o falsa de manera instantánea y global (Kucharski, 2016; García-Nieto, 2018; Lazer et al., 2018). En la era de la posverdad, el engaño (fake news) es común en todos los niveles de la vida contemporánea y eso también afecta a la ciencia que, junto con la información social, se han vuelto altamente interactivos a nivel mundial, socavando la confianza en esta rama del conocimiento y en la capacidad de los individuos y la sociedad para tomar decisiones basadas en evidencia, incluso en temas de vida o muerte (caso de patógenos, por ejemplo), lo que lleva a que se genere pánico, terror incluso situaciones sociales complejas dentro del contexto de sociedad a que estamos acostumbrados. Para Hopf et al., (2019), en la batalla por la verdad, los científicos individuales, las asociaciones profesionales, las instituciones académicas y los organismos vinculados deben actuar promoviendo la ética y la integridad y desincentivando la producción y publicación de datos y resultados falsos (Nordvang, 2017). En opinión de estos autores (Hopf et al., 2019), deben posicionarse en contra de la información falsa y la ciencia falsa en circulación y contradecir con firmeza a los que las promueven, así como fomentar una educación que desarrolle conocimientos y habilidades para evaluar la información y fortalecer la alfabetización científica en la sociedad.
Si de acuerdo con Groffman et al., (2010), la mayoría de la gente aprende/gusta de la ciencia no solo a través de la enseñanza reglada (que la enseña), sino por medio de recursos colaterales de otro tipo (Aboulkacem & Haas, 2018) (plataformas online, museos de ciencias naturales, centros de ciencia, productos varios de divulgación…). Y, en opinión de numerosos estudiosos, son precisamente los museos de ciencias naturales los que ofrecen un amplio rango de información/conocimiento/especímenes/recursos que no se pueden obtener por otra vía… me pregunto ¿estaríamos –en los museos- en uno de los lugares adecuados? y ¿en el momento adecuado?…
La comunicación en la era digital brinda a la ciencia la posibilidad de regresar al lugar donde una vez estuvo (a la manera de los primeros naturalistas), contando (relatando historias) muy cerca de un público extasiado por lo que le dicen, mediante proyectos de divulgación apasionantes, exposiciones de temas novedosos, talleres para distintos niveles de enseñanza, módulos interactivos, piezas originales custodiadas con esmero y mostradas con orgullo, etc… Involucrar/entusiasmar a personas interesadas, en especial a los jóvenes, es ahora mucho más fácil que antaño (Könneker & Lugger, 2013; Hernández et al., 2017). Dicen los expertos que nada puede ser más exitoso en la actualidad…señoras y señores, lo intentamos con ilusión en nuestros museos cada día.
Dra. Fátima Hernández Martín
Directora del Museo de Ciencias Naturales de Tenerife
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